Hablamos del niño cantor que partiendo de un origen insultantemente humilde terminó sus días sentado en el trono del reinado musical europeo, codeándose con emperadores, duques y reyes; y hablamos también del adolescente expulsado de una patada en el trasero de la vienesa Catedral de San Esteban, que años después apellidaría los géneros clave de la música clásica europea: la sinfonía y el cuarteto.
De entre las cerca de mil obras que dejó escritas “Papa Haydn”, como gustaba de llamarle la orquesta al servicio de los Esterházy, los miembros de la Camerata Antonio Soler, invitados a inaugurar la tan necesaria temporada de conciertos de El canto de Polifemo, han seleccionado uno de los pináculos indiscutibles de la música camerística dieciochesca: Las Siete Últimas Palabras de Cristo en la Cruz.
Originalmente concebida como una obra para la orquesta arquetípica haydiniana, este encargo gaditano vio la luz en 1786, para luego volver a iluminarse un año más tarde en formato de cuarteto de cuerda (cortesía de la legendaria editorial Artaria). Se trata de una obra absolutamente inusual, en la que la friolera de siete llamadas “sonatas”, todas en tempo lento, se enmarcan al abrigo de un preludio profundamente trágico y un tremendo presto final, al que el autor titula “El terremoto”.
Con todos estos precedentes tan suculentos, no es de extrañar que la sesión a la que asistimos el pasado sábado tuviera un cariz tan asombroso. Los solerianos hicieron una gran lectura de una obra espantosamente compleja (pese a su clarividente composición), en un ambiente tan mágico como resulta la iglesia conventual de las Góngoras, y aprovechando las posibilidades para regalar una semiescenificación deliciosa. Daniel Quirós, quién encarnó desde el púlpito a un narrador apasionado y al mismo tiempo comedido, glosó sobre La muerte de Jesús de Karl Wilhelm Ramler, las intercalaciones pertinentes que hace más de doscientos años corresponderían a José Sáenz de Santa María, verdadero promotor de este milagro musical. Junto a su lectura, un Haydn que asusta y eleva a partes iguales. Uno no puede para de pensar como un ente de semejante genio pudo trabajar en aquellas condiciones con las inquebrantables limitaciones que se le ofrecían, más aún teniendo en cuenta la temática tan evocadora que se le propuso. No es de extrañar que años después el propio Haydn saldara una cuenta pendiente transformando semejante aparato musical en todo un oratorio como sólo podía hacer la mano de La Creación y Las Estaciones.
En el fondo uno no puede evitar imbuirse, por muy laico que se pretenda ser, del grandioso relato que esta música acompaña. En una dimensión aún más profunda, todavía se puede escuchar la vela del templo rasgándose, la tierra temblando y quebrándose al oscurecer, las gotas del vinagre que pretenden aplacar la sed o el latín de las palabras que Haydn suscribe debajo del primer violín en cada una de las sonatas. Una obra redonda en una recreación certera y penetrante, digna del mejor de los comienzos con vistas a un prometedor futuro.
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