Doce Notas

Érase una vez un quinteto de Puerto Rico: Alfonso Aijón y los 50 años de Ibermúsica

entrevistas  Érase una vez un quinteto de Puerto Rico: Alfonso Aijón y los 50 años de Ibermúsica

A todo o nada. Si en lo personal no ha escatimado audacia, en lo profesional, Alfonso Aijón ha rozado la temeridad en no pocas ocasiones.

El anecdotario del promotor cultural es tan inacabable como la nómina de intérpretes y orquestas que han pasado por uno de los ciclos de orquestas más consolidados del planeta. Quién lo iba a decir, medio siglo después de que un quinteto de cuerda portorriqueño atacará la primera nota. Los primeros compases de un ciclo más sinfónico que camerístico, más internacional que ibérico.

Afable e infatigable conversador, la elegancia de su verbo y de su percha, camuflan a un mochilero de la vida, un senderista incombustible, que tras 10 años de vagabundeo vital en el exilio, se propuso en pleno franquismo ascender la vida sinfónica del país de Primera Referente a la zona Champions. Cincuenta temporadas después si no lo ha conseguido poco le falta a juzgar por las orquestas que desfilarán por Madrid en la edición 2019-2020 – London Philharmonic Orchestra (Jurowski), Budapest Festival Orchestra (Fischer), Bach Collegium Japan (Suzuki), Filarmónica de Israel (Mehta), Philharmonia Orcherstra (Salonen) o Bayerischer Rundfunk (Jansons), entre otras muchas. La temporada del medio centenario, que se dice pronto.

La excelencia de la música sinfónica es una realidad consolidada a fecha de hoy, pero me imagino que en 1970, era toda una utopía pretender atraer a orquestas como las anteriormente mencionadas.

Cuando empezamos en el año 70 el sueño mío, que consistía en traer a las orquestas amigas junto a sus directores, no era viable en absoluto al no existir espacios, auditorios en condiciones, para poder desarrollar iniciativas privadas. El Teatro Real era el salón de actos para el Ministerio de Educación, el Palacio de la Música y el Teatro Monumental estaban bloqueados por los conciertos de la Orquesta Nacional. Esto es, no se podían programar conciertos sinfónicos. Mi excusa para concretar conciertos pasaba por presentarlos a la Dirección General de Bellas Artes dependiente de Educación y así lo hicimos, a través de una asociación universitaria llamada ADAMUM.

Con Adamo hicimos algunas propuestas muy interesantes, entre otras, la presentación en España de Ravi Shankar o de la Orquesta de Sant Martin in the Fields en primicia. Sacamos por primera vez en su historia a los monjes del Monasterio de Silos para que cantaran gregoriano en el Teatro Real. José Menese hizo flamenco también en el Real. Y en éstas, llegó el año 1978, hubo un cambio político y el por entonces ministro de Cultura, Pío Cabanillas, nombró a Jesús Aguirre (por el mero hecho de saber cantar gregoriano) Comisario de la Música.

En la época de Aguirre, que acudía con regularidad a nuestros conciertos, iniciamos paralelamente un ciclo de solistas, ante la imposibilidad logística de traer grandes orquestas. El ciclo, que bautizamos como Grandes intérpretes y que después pasaría a manos de la Universidad Autónoma, para luego terminar en manos de Scherzo, su actual gestor, resultó ser una catástrofe.

¿Una catástrofe económica quieres decir?

Sí claro, una catástrofe económica. Date cuenta que los conciertos tenían lugar en el Teatro María Guerrero y en el Teatro de la Zarzuela y los jóvenes músicos que a mí me entusiasmaban apenas lograban atraer a poco más de 300 oyentes. Y al cabo de unos pocos años todo ello se nos vino encima. ¿Y quiénes eran estos jóvenes que no llenaban? Entre otros: Maria João Pires, Zoltan Kocsis, Andras Schiff, Elena Obraztsova, Spivakov… Muchos de ellos empezaron sus carreras aquí, rotando por distintas filarmónicas de España. En el caso de los alumnos de Dmitri Bashkirov, como Dmitri Alexiev o Boris Bloch, venían a hacer conciertos a Ibermúsica para presentarse después el Concurso Chaikovski. Hicimos la carrera de todos ellos.

Hasta que llegó un momento en el que me planteé tirar la toalla. Tras siete u ocho años no podía hacer frente a todos los costes que se venían encima: los honorarios del artista, el alquiler de la sala, invitarlos a cenar y el alojamiento. Y en esos momentos, en el 78, cuando ya estaba con el agua al cuello, me llama Jesús Aguirre y me comunica la buena nueva: “Alfonso, he decido abrir el Teatro Real para los privados”. Siempre he sostenido que la decisión de reabrir el Real no fue tanto una decisión altruista para promover la música como una forma de fastidiar y hacer competencia a Frühbeck de Burgos (entonces director de la Orquesta Nacional). Las rencillas mutuas entre Frühbeck y Aguirre venían de lejos, se remontaban a su época de estudiantes en Múnich.

(…)

Al entrar en el Teatro Real y aprovechando todos los contactos que tenía, Ibermúsica inició su etapa como ciclo de orquestas. Hicimos alternativamente hasta el año 80 unos ciclos que llamábamos festivales de primavera e invierno y para que te hagas una idea: el primer concierto de esta etapa en 1978 lo protagonizó la London Symphony Orchestra con Celibidache – todos ellos conciertos históricos-, actuación que luego repetimos en Barcelona.

Y en vista del éxito que tuvimos durante esos cuatro años, el ministerio nos encargó en el año 1985, coincidiendo con el Año Europeo de la Música, al conmemorarse los aniversarios de Bach, Haendel y Scarlatti, la participación de España. La serie que programamos salió extraordinariamente bien y eso nos animó al año siguiente a emprender de forma ya autónoma la temporada de orquestas. La primera edición en 1986 resultó ser una iniciativa pionera en España. Es más, un ciclo exclusivamente de orquestas era una iniciativa que no existía en la mayoría de ciudades europeas. Un hecho novedoso, que nos permitió disponer de algunos patrocinadores privados. Circunstancia, esta última, del todo alejada con la actualidad, ya que desde hace 17 años Ibermúsica no cuenta con ningún tipo de patrocinio, con el consiguiente riesgo que conlleva vivir exclusivamente de la taquilla.

Tras diversas situaciones límites, como consecuencia de la pérdida de abonados, resultó vital la aparición de Llorenç Caballero, que había fundado la Orquesta de Cadaqués, y cuya participación resultó decisiva para nuestra supervivencia y en definitiva es el hombre salvador del proyecto Ibermúsica.

Situamos los inicios de Ibermúsica en 1970, pero anteriormente ya habías tenido ocasión de conocer los entresijos de la profesión al frente la secretaría técnica de la orquesta de RTVE.

Yo estuve 10 años fuera de España, por motivos que son fáciles de adivinar. Al regresar me encontré con qué había una vacante técnica en la Orquesta de Radiotelevisión Española e Ígor Markévich, que era su director titular, me tuvo una semana examinándome de todo: de pintura, de música, de historia…y al fin me designó para el cargo. Estuvimos en buena relación durante dos años y medio. A partir de entonces yo me dediqué a promover a los jóvenes músicos españoles que no habían tocado nunca y él a traer a los viejos amigos del año 27 y entonces se produjo el choque y la ruptura. Motivo por el cual regresé a Alemania, para trabajar unos años en la DPA (Deutsche Presse Agentur).

Dirías, por lo tanto, que el inicio de Ibermúsica en 1970 fue una iniciativa madurada y bien meditada o más bien fruto de un arrebato.

No, no. Después de regresar de Alemania, coincidió con el nombramiento de un nuevo comisario, a quien conocía, Salvador Pons. Él fue a la postre el fundador del segundo canal de TVE y durante esa etapa yo me encargué de introducir los programas de divulgación musical de Leinsdorf con la Boston Symphony Orchestra o de Bernstein en Nueva York en TV2. La idea que ambos teníamos era la de revolucionar el panorama musical nacional desde el sector audiovisual. Al final no se consiguió, pese a que se realizaron importantes proyectos (la Docena de Toledo, la Quincena de Sevilla) e intentamos poner coto a ciertas corruptelas que existían en el ámbito de la creación y promoción musical. Al final tras acumular siete meses sin cobrar decidí bajarme del barco.

Tenía la suerte de que mi suegro gozaba de muy buena posición y él me preguntó qué idea llevaba entre manos y no puso reparos en secundarla. Eso, sumado al hecho de que mis amistades de juventud, de mi etapa fuera del país, Daniel Barenboim, Zubin Mehta o Claudio Abbado (a Abbado lo conocí en el año 1956, cuando tocaba el piano), eran ya nombres sobradamente consagrados. Y en fin, dicha circunstancia me animó a dar el paso de relanzar Ibermúsica tal como lo conocemos en la actualidad.

Me topé, no obstante, con el gran hándicap de que en aquel momento no había disponibilidad de salas, dado que el Real no se podría alquilar. Así que tuvimos que apañárnoslas con lo que pudimos. En los 80 no disponíamos de los excelentes auditorios que tenemos ahora. Tuvimos que organizar los conciertos en gimnasios, plazas de toros y teatros, en cuya escena no cabía la percusión por lo que teníamos que ubicarla en los palcos. Todo eso ha cambiado para bien, y creo que, en parte, gracias a nuestra labor. Los políticos vieron que con esas iniciativas se podían lucir y alentaron la construcción de salas de conciertos.

Y hablando de recintos, ¿dónde tuvo lugar el concierto inaugural, fundacional de Ibermúsica? ¿Recuerdas el programa y los intérpretes?

Bueno, el concierto inaugural no tuvo nada que ver con el repertorio sinfónico. De hecho, si la memoria no me falla, fue un quinteto de Puerto Rico. Al año siguiente trajimos a la Orquesta de Leningrado con el padre de Mariss Jansons, Arvids Jansons, y empezamos a realizar proyectos enormemente interesantes. De esta primera etapa data también la invitación al Ballet del Kirov (hoy el Ballet del Teatro Mariinski), entre cuyos coristas, aunque nadie se percatara de ello entonces, bailaba Barishnikov, que se haría famoso luego en EE.UU.

¿Hay algún punto de inflexión en la larga historia de Ibermúsica donde tú te percatas de que el proyecto apunta maneras? No sé, la confirmación de una orquesta o intérprete impensable o que creías hasta entonces inaccesible.

Lo más inaccesible, la consecución de mi sueño, un sueño de romántico si quieres, sucedió en el año 73. En 1973 me llama el primer violín de la Filarmónica de Nueva York, que era amigo mío, y me dice: “Alfonso, llevamos tres meses de huelga, no aguantamos más, el concertino se va a Puerto Rico… la orquesta se disuelve, me temo que la primera orquesta de Nueva York tiene visos de desaparecer”. Yo pensé para mis adentros cómo puede desaparecer la Orquesta que estrenó la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorak y que dirigió Mahler. Así que conversando con él, me planteó si me veía capaz de organizar una gira para la orquesta. Acepté y en quince días organice un tour para la Filarmónica de Nueva York. Ellos no daban crédito por la inmediatez. Cuando tuvimos cerrada la gira empezaron los problemas de verdad.

La sociedad adujo que “la orquesta era la orquesta, pero sus actuaciones estaban vinculadas a la sociedad que la representaba”, por lo que la víspera de cada concierto tenía amenazas de los equipos jurídicos, intervino hasta el bufet Garrigues en favor de los societarios americanos. A cada fecha de la gira se me interponía un proceso judicial y acumulaba un nuevo pleito contra mi persona. Al margen de la cuestión formal, el principal inconveniente que nos planteaba la gira era encontrar un director. Nadie quería arriesgarse a las represalias que podría acarrear dirigir una orquesta contra la voluntad de sus representantes: aceptar la invitación de Ibermúsica suponía entrar automáticamente en la lista negra de los EE.UU. Por suerte, di con un ruso que acababa de huir de la URSS, Yuri Ahronovich. Aceptó la invitación e hizo los ocho conciertos.

Ya con la gira iniciada nos surgió otro contratiempo. El segundo concierto era en Madrid y me llaman y me dicen que los contrabajos no caben en la bodega del avión. En aquel tiempo los contrabajos de la Filarmónica de Nueva York y las cajas correspondientes eran unos armatostes enormes. “Nada, que no llegamos a tiempo para el concierto”. Tuve la suerte de que tenía un amigo comandante de Iberia y que gozaba de permiso para pilotar jumbos. Ni corto ni perezoso fleté un jumbo de ida y vuelta sólo para traer los contrabajos. Los instrumentos llegaron con una hora y media de retraso, la mujer de Franco paseando de arriba abajo por los pasillos del Palacio de Congresos, el concierto empezó a las once y media de la noche y terminó a las tantas. Yo hecho un flan, pero la orquesta se volvió a Nueva York con los primeros 80.000 dólares en muchos meses.

Al poco de retornar a EE.UU. disolvieron la huelga, volvieron a la actividad regular, escuchándose sus reivindicaciones salariales. Entre los requisitos que exigieron a la sociedad para volver a tocar fue la retirada inmediata de todos los procesos judiciales abiertos contra mí. Y no sólo eso. Cada vez que iba a Nueva York tenía 100 casas donde alojarme. Sobre esta hazaña hay dos libros que relatan las interioridades de la gira y una tesis doctoral muy reciente firmada por un musicólogo chino.

Filarmónica de Nueva York al margen. Si tuvieras que elegir entre los intérpretes de los inicios de Ibermúsica y los más recientes, ¿con quiénes te quedarías? ¿Qué directores o solistas te han causado una impresión más honda?

Por la edad que tengo, he tenido la suerte de vivir la Edad de Oro de la música concertística. Porque antes de arrancar Ibermúsica en 1970, tuve ocasión de conocer en la Radio de Hamburgo a Boulez de jovencito, a Stockhausen…Los conocí a todos. Mi primer concierto sinfónico lo escuché a los 13 años aquí en Madrid en un cine de la Plaza del Carmen donde pude ver a la Filarmónica de Berlín, dirgida por Knappertsbusch. Nada menos.

Con los que he tenido contacto directo, Celibidache sobre todo, Barenboim sobre todo, Giulini sobre todo… Solti. Nunca olvidaré la entrada de la Cuarta Sinfonía de Chaikovski con la Sinfónica de Chicago, aquellos metales. No te lo podías creer.

¿De lo más jóvenes? Es otra historia. Tienen mucho talento, pero van muy deprisa. El ritmo de vida que llevamos se ha transmitido al tempo, a la música. Pero todo va muy deprisa. Y no han pasado por la ópera. Todos los grandes Furtwängler, Walter, Karajan mismo, todos pasaron por la ópera. Y después de foguearte por distintos teatros, algunos de mala muerte (con lo mal que se pasa teniendo que estar pendiente de mil y un detalles), cuando uno llega al auditorio de música sinfónica todo en apariencia parece más fácil. Ya lo dominaban todo.

Y no es menos cierto que nunca se ha tocado mejor un instrumento que ahora. Pero hoy encontramos a violinistas o instrumentistas, que tocan divinamente en algunas de las orquestas más prestigiosas del mundo pero no han tocado aún todas las sinfonías de Beethoven. Les falta el bagaje de haber rodado por otros entornos. Insisto, tiene mucho que ver con el tiempo en que vivimos. Tocan mejor que nunca, pero el sonido es distinto, ha cambiado, se ha homogenizado: las orquestas suenan cada vez más parecidas.

En esos 50 años de andadura, ¿hay algún fiasco confesable? Sin ensañarse en exceso con nombres.

(Frunciendo el ceño) Te confieso, sinceramente, no lo recuerdo.

Una mala noche, cuando menos, de ésas que hablaba Casado semanas atrás.

(Meditabundo) Mala noche…mala noche…Sí, una.

Hasta aquí puedo leer…

Puedo decirte el programa. Una sinfonía de Schubert, la Sinfonía en Do Mayor, con una orquesta estupenda y no me lo podía creer. Pero es la única mala noche que yo recuerde en 50 años. Se compensan fácilmente con un Requiem de Mozart con Harnoncourt y el Concentus Musicus de Viena, la Patética de Chaikovski con Los Ángeles y Giulini o Celibidache con cualquiera de las sinfonías de Bruckner.

Presumes y tienes a mucha honra no haber solicitado nunca una subvención pública. De haberla solicitado, ¿cuál de los siguientes jefes de Estado cree que se la habría concedido, atendiendo sobre todo a su sensibilidad melómana. Enumero: Francisco Franco, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González, José María Aznar, José Luís Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy o Pedro Sánchez?.

A ninguno, salvedad hecha de Calvo Sotelo, que tocaba el piano y que además frecuentaba los conciertos de Ibermúsica.

Insistes también en qué ve peligrar el futuro de la música sinfónica. ¿Sigues manteniendo idéntico pesimismo al respecto?

Sí, lo veo peligrar porque es una cuestión básica de educación en las escuelas. Una joven estudiante de violín puede llegar a tocar con mucha dignidad y defenderse qué sé yo con una partita de Bach, pero la probabilidad de que a los 17 años termine dando saltos en un campo de fútbol con sesenta mil personas al son de Metálica es muy alta. Zafarse de esa dinámica dominante es muy difícil.

Para terminar, ¿quién programa el programador o el intérprete?

Mi criterio ha sido siempre dar libertad al intérprete. Si un solista accede a venir es porque quiere hacerlo bien y él sabe que repertorio en ese momento está en condiciones de servir con las mayorías garantías de calidad. En lo que respecta a las orquestas hay que tener en cuenta que la mayoría de las que nos visitan están girando y qué llevan un programa o dos. Antes cuando llegábamos a programar hasta ocho conciertos de la misma formación sí nos preocupábamos de no repetir siempre el mismo. Y actualmente, en las dos series de la temporada, se procura que los dos programas estén compensados para no ‘perjudicar’ a los abonados de una serie u otra serie. Pero, respondiendo a tu pregunta, siempre he sido partidario de fiarme de la voluntad del intérprete y esa premisa la he mantenido hasta hoy.
____________________________

Salir de la versión móvil