Desolación y lirismo exultante. He aquí los dos polos, casi antagónicos, entre cuyo espectro discurre a menudo la música de Dmitri Shostakovich. Aunque rara vez permanece en ellos por largo tiempo; otras, por el contrario, no duda en confundirlos. En la sala de cámara del Auditorio Nacional pudimos escuchar el pasado 21 de mayo dos de sus obras camerísticas imprescindibles, tanto más logradas como antagónicas. Lo hicimos de manos de una de las agrupaciones de referencia dentro del panorama europeo: el Cuarteto Casals. Sin olvidar la inestimable participación al pianista Alexei Volodin, que sustituyó en la segunda parte a Menahem Pressler, tras su cancelación por motivos de salud.
Desolación. De los cinco movimientos del célebre Cuarteto en do menor nº8 op. 110 tres llevan la indicación de Largo. Toda una declaración de intenciones de una partitura claramente deudora del opus final beethoveniano, donde al discurso musical se le antepone la meditación musical. El pensamiento, la vacilación, el lamento y más adelante la revelación. El Cuarteto Casals comenzó ese primer Largo como si Jonathan Brown y Arnau Tomàs (viola y violonchelo respectivamente) invocaran los átomos iniciales del Arte de la Fuga. El motivo DSCH (traducido en nuestra notación: Re Mi bemol, Do, Si) esa rúbrica personal, o ex libris sonoro, con el que el compositor inicia, desarrolla y tensa el op.110 hasta que tanta contención acaba por desbordarse en los dos allegros siguientes consecutivos.
Porque, si cierto es que el cuarteto nº8 nos remite a Beethoven, no es menos perceptible su filiación con Bach. El contrapunto sencillo pero profundo de la esbozada fuga inicial apunta hacia él. Esas notas acrónimo aludidas, tetracordio autoral, sonaron menos obsesivas y más líricas, más fraseadas y acariciadas. Especialmente Vera Martínez y Abel Tomàs, violines, logran emulsionar un sonido mucho más sensual y curveo, frente a la implacable rítmica del chelo y la viola, mucho más espasmódicos y angulosos. La lectura del Casals parece contraponer esa línea más ondulante de las voces agudas con querencia a lo arquitectónico en los bajos.
El célebre Allegro molto del segundo movimiento, precedido de tanto lamento especulativo, estalló sin dilación a modo de catarsis demoníaca: marcial y macabro. El contraste no puede ser más evidente. Me remito a las notas del programa del compañero Gómez Schneekloth para contextualizarlo. “Su segundo movimiento está impregnado de asperezas sonoras, auténticas metáforas de la violencia fascista, al desfigurar brutalmente los temas aparecidos en el primero”. Efectivamente hay algo destructivo, demente y delirante en este Allegro molto, que es cualquier cosa menos muy alegre (si nos ceñimos a la literalidad anímica y no a la del patrón rítmico del pasaje). Así lo hicieron notar los cuatro poseídos intérpretes del Casals, primando la determinación, la convicción de una demencia inevitable, frente a una lectura en clave desesperada. No hay espacio para desesperación, ante tal aquelarre de almas desgarradas. La desesperación ha dado paso al desgarro. Algunos entendidos apuntan que la obra podría tener en mente a las víctimas de la ciudad de Dresde durante el bombardeo de la ciudad, poco antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial.
La omnipresencia del motivo críptico DSCH retornó en el tercer movimiento. Aquí, esas cuatro notas debidamente camufladas entre notas de paso, dibujan la melodía de un vals tan grotesco como inquietante. El Allegretto del tercer tiempo aglutina si cabe más escarnio que su predecesor. Y tras el vals, vuelven las sombras y los arcos meditabundos, cuyos lamentos balbucean frases en constante dialéctica.
Lirismo exultante. De todos modos si tuviera que quedarme con un pasaje de la velada elijo el Intermezzo, cuarto y penúltimo movimiento del Quinteto para piano y cuerdas en sol menor op.57, que el Casals junto al pianista Alexei Volodin interpretaron en la segunda parte del concierto.
Se habla mucho de la ambivalencia en la sintaxis shostakoviana. Esa música que coquetea con lo grotesco y en la que nada es lo que parece. Ni lo trágico es tan trágico, ni lo heroico está exento de maldad, ni lo lírico será tan inofensivo. De todos modos dudo que todo su opus se pueda justificar a partir de la tan manida querencia al pasticcio. Habrá quien entrevea ciertamente en el Quinteto con piano op.57 una concesión a los gerifaltes soviéticos, nada extraño por otra parte. Tras la versión ofrecida por el Casals, me atrevo a discrepar en parte, y me resisto a aceptar que toda la música ‘auténtica’ del compositor deba ser sombría o pivotar entre el sesgado halago soviético y su posterior mueca encriptada.
Estamos en 1940 ni Shostakovich ni nadie barrunta la barbarie que se avecina tras el recién estrenado status bélico. Sólo así se explica el lirismo que exhala su único quinteto, fechado en este año. Hablar de lirismo exultante quizás resulte excesivo ya que, de nuevo, los movimientos lentos (dos lentos y un adagio) se imponen a los dos allegrettos. Ahora bien, en esta elegante partitura, de escasos aspavientos y virtuosismos, abundan más los claros que los claroscuros. Esa al menos fue la sensación que me transmitió el pianismo brillante y comemedido de Volodin y esos arcos que, de nuevo, en la cuerda alta mostraban verdadera vocación de cantabile. Apenas rastro de ofuscamiento y sí algunos instantes para la contemplación, como en el exquisito Intermezzo ya comentado y en la fuga previa. Si no fuera por lo fatídico de la fecha de composición se diría incluso que hasta el dulce y sutil final encierra algún mensaje esperanzador. Viniendo de Shostakovich, uno nunca sabe.
Quizás sería bueno huir de esa dicotomía –Shostakovich de puertas a fuera (sinfónico), Shostakovich de puertas a dentro (camerístico)- y juzgar al Quinteto por sus cualidades meramente musicales y no tanto a partir de lecturas especulativas, apriorísticas.
Excelente sincronización entre los cuatro integrantes del cuarteto catalán y el pianista ruso. Y gran compenetración entre las cuerdas, conservando el tempo giusto, exquisito. Si no fuera por el flagrante anacronismo, me atrevería a señalar que esa música íntima sonaría mejor a la luz de cinco candelas que bajo el furor de los focos. Hay algo de tradición manifiesta en el quehacer del vanguardista soviético, de deuda al siglo XVII, de guiño a la convención heredada.
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