Doce Notas

Dido y Aeneas, amor embrujado

opinion  Dido y Aeneas, amor embrujado

© Javier del Real

Considerada la cumbre del barroco inglés, la reinterpretación de Sasha Waltz de esta gran ópera de Henry Purcell deja entrever signos afrancesados. Entre danzas como el minueto, la zarabanda o la gavota, se cuela el imperativo más reconocible del estilo francés: ¡sorpréndeme!

La obra, estrenada en el año 2005, comienza con una imagen que ya se ha convertido en icónica; la de los bailarines dentro de una enorme pecera flotante en la que simulan ser medusas, tritones, nereidas y todo tipo de personajes fantásticos que rinden tributo al viaje por el Mediterráneo de Eneas y al descubrimiento de la ciudad hundida de Cartago.

El agua está presente en toda la representación y es una de las culpables de las poderosas imágenes que recrea una escenografía sumisa a la trama: el mal sale de las entrañas del escenario, con manos y voces que proceden del inframundo, y los bailarines flotan en el aire colgados de trapecios que parecen enormes péndulos.

Todos estos elementos escénicos serían superficiales si no estuviesen cuidadosamente relacionados en una propuesta que presenta una tranquila comunicación de las artes: no se notan las rupturas en un género que ha venido a llamarse «ópera coreografiada» pero que, sin embargo, tiene la misma dosis de música y teatro que de ópera y danza. La propuesta de Sasha Waltz bien podría ser la consumación de la idea de «obra de arte total» wagneriana si no fuese porque el propio Wagner descuidaba de forma escandalosa a la danza.

Pero si hay algo que caracteriza a este conjunto es la dislocación de la mirada, una ruptura permanente de elementos de enorme complejidad que no sólo se intercambian cordialmente, sino que se unifican al servicio de una misma idea: la expresión de los sentimientos. Si bien el lenguaje escénico de Waltz es el resultado de influencias muy dispares (como el impresionismo de Mary Wigman o la postmodernidad de Trisha Brown), la influencia de Pina Bausch es clara en ese periodo de su carrera en la que los distintos elementos se ponen al servicio de una trama protagonizada por los sentimientos. Para ambas coreógrafas, la expresión de los afectos busca traducir lo intangible (aquello que se siente) a un marco espacial concreto (el escénico) o, dicho de otro modo, pretende otorgarle una dimensión espacial a lo afectivo. Con esta presentación se discute el carácter inmaterial de lo sentido, que se pone al servicio de un escueto texto que se rellena con el movimiento entendido en un sentido amplio.

Así, la trama literaria se cuenta a través de cada uno de los cantantes que aparece desdoblado en uno o varios bailarines, de manera que puede captarse la amplitud y complejidad de las emociones que padecen. Una trama que avanza con el habitual estilo de las lógicas escénicas contemporáneas: el comienzo antes de la representación, la aparición del coro en diversos lados del teatro, o el primer violín caminando por el escenario ofrecen una mirada plural que, sin embargo, permite ver la unidad a golpe de vista.

En este juego salen ganando los intérpretes que mejores dotes presentan para transitar los diferentes géneros, como el bailarín y bajo-barítono Yannis François, formado en el Béjart Ballet de Lausana y con claras dotes para la interpretación teatral, que encarna a una de las brujas en una representación en la que la maldad es solo masculina. También brilla la actuación de la mezzosoprano Marie-Claude Chappuis en el personaje de Dido, capaz de fundirse en la heterogeneidad de un cuerpo de baile que abarca diferentes edades, formas físicas y hasta estilos.

La calidad interpretativa de este complejo aparato escénico fluye al son de la excelente interpretación musical. A pesar de que la partitura de Purcell huye de las extravagancias del barroco francés e italiano, la orquesta es capaz de transmitir un realismo extremo incluso al reproducir una tormenta, cumpliendo así con el adorno barroco sin caer en excesivos aspavientos.

Este conjunto de elementos contemporáneos tienden un puente natural con el barroco, permitiendo saborear el estilo escénico de nuestros antepasados en una reinterpretación en la que Waltz se permite explorar todas las posibilidades: desde el enredo en la forma coreográfica de los ritmos musicales, hasta la parodia de las poses (como la burla a la reverencias o al supuesto hieratismo del torso), su propuesta nos invita a ver a Purcell hoy consciente de que el pasado solo puede leerse desde el presente.

 

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