
Habitual de los escenarios catalanes y muy querido por la temporada de Ibercámara, Gergiev nos ha deleitado, en pasadas temporadas, con memorables interpretaciones de grandes páginas sinfónicas de los siglos XIX y XX, mayormente del repertorio ruso y germano. En esta ocasión, después de ofrecer la quinta, de Malher y el primer concierto para piano, de Rachmaninov el día anterior en L’Auditori de Barcelona, recaló en la histórica sala del Palau de la Música Catalana, dentro de la temporada Palau 100, para interpretar dos piezas de profundo aliento eslavo: el Concierto para piano, de Aleksandr Scriabin y la cantata Aleksandr Nevski, de Prokófiev, precedidas por el popular Bolero, de Ravel.
Gergiev condujo con aplomo y gran precisión la página del compositor francés, subrayando la variedad de texturas y el crescendo de dinámicas sobre un pulso firme y regular. Tan solo algún puntual desliz de los vientos salió del guión de esta pulcra audición. El momento culminante de la primera parte llegó, sin embargo, con la magistral recreación del concierto de Scriabin ejecutada por el joven pianista Trifonov, uno de los valores musicales emergentes más sólidos y laureados del panorama internacional. Su interpretación exprimió con gran sensibilidad y vigor expresivos los virtuosísticos pentagramas del compositor ruso, desde los pasajes de una calidez cuasi impresionista hasta los clímax de máxima intensidad dramática, en los que llegó a saltar reiterada y literalmente de la banqueta. En todo momento, estuvo arropado por una musculatura orquestal perfectamente ensamblada y que hizo gala de una envidiable unción expresiva.
Después de una pieza sobrevenida a cargo del Orfeó Català – O vos omnes de Pau Casals, en memoria del recientemente fallecido Lluís Millet Loras -, la segunda parte del concierto comprendió la interpretación de la vigorosa cantata de Prokófiev, con la participación de las entregadas voces del orfeón de la casa, cabe decir que algo comprimidas en el escenario. Si bien en los primeros números su canto sonó excesivamente articulado, a medida que avanzó su ejecución fue ganando fluidez e intensidad, logrando una rutilante interpretación del victorioso canto final. Cual demiurgo de los pentagramas y del espíritu ruso, Gergiev exprimió el pulso dramático y el instinto evocador que atesora la extraordinaria partitura de Prokófiev, para lo cual contó con la pletórica prestación de su orquesta y de la deliciosa mezzosoprano Julia Matochkina, cuyo canto íntimo y profundo prendió el auditorio. Al finalizar, los efusivos aplausos del público que llenaba el aforo de la sala no se hicieron de rogar, prolongándose largamente.
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