Doce Notas

Apoteosis de la bella danza. El jardín de Terpsichore

 

La danza es un exponente de las bondades de la música. El arte inmaterial y más sutil por desarrollarse en el tiempo, encuentra, gracias a la danza, la entrada para desplegarse en las tres dimensiones del espacio. Un orden digno de los diamantes, repetido en estas tres dimensiones, había sido ya entendido por muy antiguas culturas como la egipcia, griega y romana y utilizado incluso como medio de comunicación con la divinidad. Además, la danza es “madre de las artes” porque vive en el tiempo y en el espacio, recuerda una frase de Curt Sachs en el libreto..

De la Edad Media, sigue recordando un erudito -desde la práctica y la teoría- Jordi Savall, datan las primeras fuentes musicales de danzas religiosas, como las del Llibre vermell de Montserrat, auténticas estrellas que coronan a la Virgen, como ya se aventuró en el libreto de un trabajo anterior sobre el manuscrito de la última década del siglo XIV, según datación de nuestra admirada profesora Gómez Muntané. Tampoco hay que olvidar las danzas del manuscrito de Cervera del siglo siguiente. Los teóricos medievales como San Agustín, Severino Boecio y Casiodoro, además, ya habían imaginado cierto tipo de música reinante en la armonía de los miembros del cuerpo e incluso un tipo de música moral basada en la armonía de las acciones humanas.

Sin duda, la danza podía ser también una poderosa herramienta a los intereses eclesiásticos; no en vano el mismo Rey David había bailado delante del arca. Sea cual fuere entonces la actitud de las autoridades ante la música y la danza, lo cierto es que todo vibra y tan controvertida como atractiva para todos es la vibración uniforme del sonido frente a la del ruido; el Dios arquitecto crea con ladrillos muy sutiles.

En la alborada del siglo XV, el interés por los textos y la cultura grecolatina y la concepción neoplatónica y humanista de la danza confiere a esta última un rango que eleva a la potencia de la materialidad los afectos y emociones del espíritu en el concierto de la armonía de los astros. Los pitagóricos ya intuyeron que incluso los astros generaban un tipo de música tan perfecta que la persona no puede escuchar su sonido. Quizá dejaron una página en blanco al estudiar el efecto de la música en el cuerpo y no interrogarse por la potencia de esta misma música para influir en el curso de los cuerpos celestes, ya que como es abajo es arriba.

En el siglo XVI aparecen las primeras colecciones de Danseries en caracteres de molde y en el siglo siguiente las grandes fiestas en las cortes de los reyes franceses. Esta grabación se centra en obras de dos grandes compositores activos en la primera mitad del siglo XVIII.

Del francés Jean-Féry Rebel (1666-1747), músico vinculado a la corte de Francia, discípulo del mismo Lully, miembro de los Veinticuatro Violines del Rey y clavecinista, da cuenta un estudio histórico y musicológico de Catherine Cessac; en algunos pasajes es difícil decidir si se disfruta más la lectura de datos desconocidos o la escucha de música que no suele sonar.

Después de la breve alfombra roja, símbolo “de la autoridad y del genio” -según expresión de Luis Ángel de Benito, muy querido maestro- que no llega a ser obertura sino solo dos compases indicados como Grave, La Terpsichore comienza con un rápido movimiento de una melodía en forma de pedestal con la basa de los violines, que desciende de la propia inercia que han generado. En absoluto es el Ruido que reza el título sino, al contrario, uniformidad de sonido en cada trémolo de la orquesta de cuerda. Menos lo es el segundo movimiento, cuyo Allegro se alza un poco más en el pedestal de la dificultad de Terpsícore, musa relacionada con la danza.

La siguiente parte, efectivamente, está constituida solo por danzas, dos sicilianas y una giga inglesa. La musa empieza a bailar. La segunda siciliana está construida “sobre pedales en el bajo, a imitación de las musettes”, quizá por eso habíamos escuchado ya una versión de estas piezas a otras agrupaciones de intérpretes donde estas últimas las titulaban Musette en ré pour flûte. Las sicilianas, con su característica figuración que evoca pasos de baile, dan paso a la giga de tipo inglés dedicada a Madame Law, la musa Terpsícore del compositor en ese momento. No es ya la languidez del bordón que evoca el ambiente pastoril-pastoral de la musette, es ahora la llamada de atención desde las primeras dos notas, la exclamatio que nos recuerda el final de fiesta danzado siempre más rápido, más veloz que las piezas y aires lentos anteriores.

Otra de las joyas de este extenso y deleitoso trabajo discográfico (52 piezas) es sin duda Les caractères de la danse (1715) de Rebel. Tres grandes bailarinas de la época definieron las interpretaciones de esta obra, “verdadera quintaesencia del arte coreográfico”, recuerda Catherine Cessac. La parte musical aboga por la sorpresa y la inventiva, tomando como base la brillante tonalidad de Re mayor, apuesta frecuente del compositor. Dos fragmentos de sonata custodian la Loure y la Musette (pista 20), pieza que nos deja reposar con su amplitud bucólica habitual sobre las notas mantenidas o bordones que evocan instrumentos de pastores. Contrasta con la velocidad de la última sonata.

En verdad parece que la suite y las agrupaciones de danzas toman cierta inspiración de las reuniones campestres de ingleses e irlandeses, en las cuales a los aires lentos sucedían más animadas gigas finales. No en vano, las “músicas célticas” también son música antigua en muchos casos, recordaba Carlos Núñez en un memorable concierto del pasado agosto de 2018 en Jaca, en que unió fuerzas con Jordi Savall; sin duda, uno de los conciertos del año.

Al otro de los compositores en que se centra la grabación le era muy familiar este sentir; él mismo dijo que del folclore europeo podrían salir siempre suficientes temas para ser moldeados por la pericia del compositor, como nos recordó el chelista y violagambista Alberto Campanero. Se trata del gran Georg Philipp Telemann (1681-1767), uno de los compositores más prolíficos de todos los tiempos y exponente fundamental de la “gran tríada alemana” -si sigue valiendo esta expresión- de esta primera mitad del siglo XVIII.

Descubrimos que Telemann fue, entre “todos los grandes compositores europeos del período barroco” quien más se interesó en todo tiempo por la música francesa. Tan prolífico como versátil, le sobró capacidad mimética para componer una Gavotte en rondeau (pista 24) que es una de las que más invitan al baile de todo el trabajo discográfico.

Un retórico, latino, políglota, letrado, ducho en dialéctica y por tanto en retórica musical –esto último nunca se improvisa- que mueve nuestros afectos desde la primera obertura y nos prepara para un branle (pista 25) mejor que los de Borgoña.

Por fortuna para nosotros, a pesar de que fue presionado a estudiar Derecho y de que su familia le escondía todos los instrumentos, que dominaba rápidamente, cultivó Telemann todos los géneros, como esta suite “La Bizarre”. El “Rossignol” de la última danza (pista 29), la más veloz de todas y una de las más virtuosísticas, nos deja soñar, ya que va sobrevolando la gran dificultad técnica –el arte es esconder el arte-, con el pájaro cantor por excelencia, quizá en el jardín de plantas exóticas que tenía el risueño compositor.

Rebel continúa con su tonalidad preferida en Les plaisirs champêtres (1724) y de nuevo es la amplia, sencilla y entrañable musette (pista 30) la danza campestre que elige para abrir las dos primeras secciones de la gran obra, llevada a escena en una sala de ópera renovada. Una Gavotte (pista 31) mejor que las de la Bretaña francesa, con sonajas dulces y tan precisas que nos parecen ser un instrumento melódico, nos sumerge de nuevo en la paz esplendorosa de la musette. En otra de las obras del compositor, la Fantaisie, publicada en 1729 pero aplaudida hasta 1742, según recuerda Catherine Cessac, destaca una danza llamada Tambourin (pista 43); quizá estamos ahora ante la mejor interpretación de esta última danza grabada hasta la fecha.

Llegamos a la última parte del disco con la tercera de la Tafelmusik del gran Telemann; a pesar de la variedad de las 52 pistas del disco seguimos en los dominios de Terpsícore y su danza. El último y virtuosístico “Furioso” también nos hace apreciar, con Herder, la propensión al canto que nos confiere la naturaleza, la altura de los intérpretes que trabajan con ella.
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