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© Mikel Ponce y Miguel Lorenzo/Palau de les Arts
A su vez, supuso el quinto montaje de Graham Vick, quien esta vez optó por un enfoque rompedor. Sin ser usual, pero quizá sí en esta ocasión necesario, el director de escena británico así lo anunció en el programa de mano: “con motivo de mi quinta producción de La flauta mágica, he concebido una versión totalmente novedosa (…) Con intención de enriquecer la función de ópera, como deber cívico, tanto desde el punto de vista de la representación como del público.” Y así fue. El espectador se vio interpelado con los más actuales reclamos sociales nada más entrar en una sala repleta de pancartas reivindicativas: “Stop desahucios, pensiones justas, no a la violencia machista, ningún hombre es ilegal” y un larguísimo etcétera.
Ya fuera por exteriorizar su repulsa a la provocación en un espacio no dado a tales transgresiones, ya fuera por la curiosidad de ver el desenlace de tal atrevimiento, o por el sencillo interés de querer disfrutar de este Singspiel tal y como lo hubiese pretendido Mozart, desde el primer momento el público se vio implicado como una parte más de la trama. Al entrar en la sala, el telón ya estaba abierto y en el escenario había vida. Más de sesenta figurantes voluntarios, hombres y mujeres que acompañaron a los artistas profesionales durante toda la obra, habitaban un campamento al estilo 15M junto a los edificios del Banco Central Europeo, San Pedro y una tienda Apple, símbolos del poder económico, religioso y tecnológico-capitalista de la sociedad occidental. Las luces del patio de butacas permanecieron encendidas al sonar la obertura, interpretada de manera muy nerviosa, por cierto, mientras que el público formaba parte del atrezo. ¿Es el espectador mayoritario de una ópera capaz de portar una de las pancartas alli expuestas? Graham Vick anunció su intención en el folleto y su rol de director de escena le legitima para realizar traslaciones novedosas, más o menos próximas a las intenciones originales de los autores de la ópera. Sin embargo, el resultado fue una consecución de claroscuros escénicos que hicieron que el espectador se sintiese entre amenizado, sorprendido y en ocasiones perdido. Quizá la ambición escénica de Vick hubiera necesitado de una aclaración más profunda para que muchos detalles no apareciesen superfluos y fútiles. Aun así, su planteamiento no fue descabellado y aunque no acertara plenamente en la apuesta, el resultado no fue decepcionante, tampoco en el aspecto musical.
El elenco de voces sonó homogéneo sin que nadie sobresaliera de manera natural. Wilhelm Schwinghammer acertó en el temple de su Sarastro; Dmitry Korchak (Tamino) se mostró algo inseguro, aunque con buen timbre; Mariangela Sicilia dibujó una Pamina recatada al inicio y segura de sí misma hacia el final; el Papageno de Mark Stone hizo reír al público sin exagerar su comicidad; Júlia Farrés-Llongueras se destapó como una Papagena moderna y desinhibida; Tetiana Zhuravel (La Reina de la Noche) dominó con seguridad las dificultades que entraña su personaje, capaz de transformarse no solo en una madre preocupada, sino también astuta. Las tres damas (Camila Titinger, Olga Syniakova y Marta di Stefano) se compenetraron muy bien en los siempre peliagudos conjuntos de Mozart, mientras que Moisés Marín dio vida a su Monostatos de manera convincente. A la orquesta se la oyó nítidamente desde el foso, dirigida por un Lothar Koenig correcto. Únicamente la sincronía entre ésta y los cantantes dejó mucho que desear, ocasionando numerosos desajustes que no parecían preocupar a un Koenig volcado en sus músicos.
Al final de la representación del pasado día 7 de diciembre el público ovacionó esta producción que quiso poner el acento en el carácter popular de los Singspiele en general, todo ello trasladado a nuestro tiempo.
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