Yefim Bronfman
Hay pianistas meditabundos que invocan el silencio y otros que lo instauran ipso facto sin dilación. Yefim Bronfman pertenece a los segundos. Apenas transcurre un segundo, dos a lo sumo, desde que se acomoda en el taburete y la música empieza a brotar de sus dedos. El pianista ruso de origen judío, nacionalizado estadounidense, se presentó con la Humoreske, de Robert Schumann, en su primera aparición en solitario bajo el auspicio de Ibermúsica, el pasado 24 de octubre en el Auditorio Nacional. El arrojo de su inicio no fue todo lo convincente que uno desearía; yendo de menos a más, eso sí, desgranando cada vez mejor la partitura conforme se sumergía en ella. Así se acercaba el final, la montaña rusa emotiva ya no nos era tan ajena, familiarizados con tanta embriagada deflagración de estados de ánimo.
La Humoreske, de Schumann no es una pieza fácil ni para el intérprete, ni para el oyente. A diferencia de la Kresleriana, donde sí hay una cierta linealidad (programática cuando menos), en la Humoreske los saltos de ánimo se suceden sin una intención expresa y la densidad de la escritura pautada no es de las que se aprehende a primera oída. Como decíamos Bronfman evolucionó y se fue se sintiendo más cómodo. Se escuchó algún fugaz apuro pasajero en el tramo fugado del Intermezzo, ágilmente resuelto. Llegó al segundo ecuador en plenitud de facultades para asestar con determinación el sehr lebhaft final y sacar a relucir su depurada técnica y narrativa pianística, que se había echado en falta en los pasajes iniciales.
Aunque mucho más breve, la Suite Bergamasque, a servidor le supo a plato principal. Las cuatro exquisitas danzas de Debussy con que finalizó la primera parte ayudaron a bajar el atracón previo. Se diría que en esta ocasión los canapés llegaron después del contundente plato de cuchara schumanniano. Allí pudimos gozar de Bronfman en toda la expresión de su talento. Mucho más cómodo, dominador de la pieza y consciente de lo que quería transmitir y transmitió. El estadounidense, en un registro bien distinto al mostrado en Schumann, sacó a relucir un amplio espectro de sonidos, efectos y matices que fueron aquilatando su pianismo hasta dibujar un Debussy de contornos nítidos, alejado de tanta concesión impresionista a la bruma y a lo difuso.
Puede resultar recurrente, pero los efectos acuáticos y ese barniz perlado a la hora de rematar las frases convirtieron este cuarto de hora escaso en una delicatesen de primer nivel. El fraseo de Debussy era tan nítido como las texturas logradas, evitando la sonoridad nebulosa. Un Debussy desgranado, hasta narrativo diría, traduciendo con audaz y brillante lógica pianística todos sus refinamientos.
En auténtico pianísimo arrancó el célebre Clair de lune, intentando acallar (y lográndolo casi pro completo) ese mar de expectoraciones, pertinaz en las gradas. Porque Bronfman no espera a que se haga el silencio para ejecutar la obra. No necesita entrar en trance, ni un monólogo interior previo o una paradinha de salida. El pianista se lanza al vacío y el espectador que desee seguirlo ya sabe lo que debe hacer.
Cuando el tema inicial de Clair de lune retornó (una octava más agudo) pudimos gozar de ese éxtasi que nos levita, bajo el hechizo no sé sabe bien si satelital o de las estrellas circundantes. Verdadera magia la que contiene estos pocos compases, se diría desprendidos directamente del cosmos, como meteoros a ralentí: estrellas fugaces a cámara lenta, si me permiten el oxímoron.
Hasta tres móviles irrumpieron en la primera parte del recital, por no hablar de los achaques de tos en cadena que conspiraron pertinaces contra la noble acústica del Auditorio Nacional. Exceso de sonido de fondo para un recital de piano con unas partituras tan sutiles y delicadas. En la segunda parte sonó la Sonata para piano en do menor D958 de Franz Schubert. Servidor tuvo que ausentarse del concierto antes de lo previsto, sin poder llegar a escuchar esta tercera y última pieza, por lo que no cometerá la temeridad de enjuiciarla.
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