
Un ballo in maschera © A. Bofill
Tal como recoge el maestro apuntador Jaume Tribó en las notas del programa de mano, Un ballo in maschera «es uno de los títulos que cuenta con una mayor tradición de voces legendarias en el coliseo de las Rambles. Intérpretes como Di Stefano, Tucker, Bergonzi, Palet, Aragall, Domingo, Enriqueta Tarrés, Caballé, Dimitrova, Renato Bruson, Joan Pons, Fiorenza Cossotto y Elisabetta Fiorillo, solo por nombrar algunos, han concurrido en este indispensable título verdiano ante el público barcelonés, convirtiéndolo en uno de los más aclamados de la cronología liceísta».
La presente producción, encargada de estrenar oficialmente la temporada, reponía nuevamente este melodrama verdiano con un reparto de voces que hacia honor a su tradición liceísta. En el rol titular, tuvimos ocasión de escuchar, el pasado 28 de octubre, al extraordinario tenor Piort Beczala, quien hizo una envidiable recreación del personaje de Riccardo. Su canto exquisito, elegante y radiante, sumó también una desenvuelta interpretación dramática, recibiendo una sonora y prolongada ovación después de su gran aria Forse la solglia attinse… Ma se m’è forza perderti.
Debutaba en el teatro con el rol de Amelia, la soprano norteamericana Keri Alkema, quien resolvió con solvencia y delicada musicalidad (quizás sólo faltada de algo más de empuje dramático, en algunos pasajes) el cometido de la atormentada amante. El barítono Marco Caria defendió con gran autoridad escénica y solidez vocal el rol de Renato, ganando enteros a medida que avanzó la representación. El Oscar de Elena Sancho derrochó jovialidad escénica y chispa canora, logrando una simpática interpretación, mientras que Dolora Zajick, lejos de sus tiempos de gloria, resolvió con dignidad el rol de la adivina Ulrica. Damián del Castillo (Silvano), Roman Ialcic (Samuel) y Antonio Di Matteo (Tom) cumplieron con oficio en sus respectivos papeles.
Lamentablemente, el buen resultado canoro de la función quedó empañado visualmente por el oscuro y tedioso montaje de Vicent Boussard, de una austeridad escénica sombría, arbitraria en el uso de unos parcos recursos – un cochecito eléctrico, una destartalada muñeca ahorcada o un sillón diminuto – y vestida anacrónicamente con unos modelos (Christian Lacroix) que rayaron lo kitsch en la escena del baile. Una lástima, pues es este un título que, por el contraste y la variedad de ambientes, da lugar a lucir una vistosa escenografía.
Desde el foso, Renato Palumbo impuso una lectura fluida de la partitura aunque algo tendente al exceso de decibelios. Si bien exprimió con sabiduría y buen aliento el pulso dramático de la obra, quedaron relegadas en el tintero algunas sutilezas de la rica orquestación verdiana. Con todo, el rendimiento de la orquesta titular fue más que notable, así como también el de los coros.
La anécdota política de la velada fue motivada por un grito de viva la república catalana, vociferado desde los pisos altos al alzarse el telón, el cual fue respondido mayoritariamente con más abucheos que vivas.
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