Los motivos de este libro no son otros más que los de reunir una compilación de las críticas musicales más lacerantes a músicos que, con el tiempo, fueron más o menos encumbrados sobre el pedestal de los genios. La portada –un diapasón convertido en tirachinas– ya apunta toda una declaración de intenciones. Pero, por otra parte, este Repertorio de vituperios musicales pone de manifiesto la caduca futilidad de esta profesión periodística, así como su desafortunada presunción para crear tendencias de moda. De hecho, con el pasar de los años el público no siempre ha dado la razón a los supuestos expertos, por lo que podemos afirmar que el gusto popular casi nunca responde con entera fidelidad a las pretensiones de los autoproclamados representantes de la intelligentsia y la alta cultura, a menos que sea bajo un yugo totalitarista.
Nicolas Slonimsky recoge aquí un listado de 42 compositores vilipendiados debidamente ordenados alfabéticamente que, sin ser exhaustivo ni tan ambicioso como para contener a los más significativos de cada país, recupera un viejo género editorial que vivió sus mayores glorias a finales del siglo XIX. Se trata del Schimpflexicon, un catálogo de invectivas contra renombrados artistas y personajes públicos de todos los colores y condiciones que causó furor entre los lectores de media Europa. Slonimsky confiesa en su introducción que el primer repertorio de vituperios musicales que se publicó fue uno dedicado ni más ni menos que a la figura de Richard Wagner, datado en 1877. Pero no sería el único, a tenor de, por un lado, las listas negras formuladas regularmente por el partido nazi –ya fuera por incluir una amplia ristra de músicos judíos o por configurar lo que se canonizó progresivamente como Entartete Musik (yodel, cabaret, opereta, dodecafonismo…)– y, por el otro, los criterios normativos de la entendida como “buena música soviética” según los gustos del comisario Zhdanov –y que tantas angustias generó a Shostakovich como expone crudamente Brian Moynahan en Leningrado: Asedio y sinfonía (Galaxia Gutenberg, 2015)–.
Sin duda, los esfuerzos de Slonimsky no son fruto del capricho. Su sistemática búsqueda por hemerotecas y viejos tratados musicales nació seguramente el día que empezó a coleccionar las críticas aparecidas en la prensa tras cada uno de sus conciertos como director de orquesta. Cabe mencionar que Slonismky se curtió en tales labores estrenando (quizá a su pesar) varias piezas de Edgar Varèse –por supuesto, también incluido en esta compilación de autores vilipendiados–. No obstante, el reputado neurólogo Oliver Sacks recuerdo en su Musicofilia (Anagrama, 2009) que ya en la década de 1920, Slonimsky se ganaba el pan componiendo efectivos jingles comerciales que se clavaban en la mente del oyente como si fuera un gusano musical. Dichas técnicas habrían inspirado a músicos como Frank Zappa y John Coltrane, según reza la solapilla de este Repertorio de vituperios.
El estilo que impera en el libro en cuestión bascula entre el tono jocoso y una profunda erudición, como atestigua la presencia aquí de Peter Schickele en calidad de prologuista. Más allá de su contribución al mundo del folk-rock haciendo arreglos para Joan Baez, Schickele es el creador a la sombra del paródico P. D. Q. Bach, un ficticio hijo ilegítimo del Kapellmeister de Köthen que escribió sus mejores obras en estado de ebriedad. Glenn Gould se declaraba un fan de este tipo, según admite entre sus Escritos críticos (Turner, 1989).
Pero volvamos al libro que nos ocupa. Grosso modo, la mayor parte de comentarios apelan a todo un repertorio zoológico recurriendo a analogías con mugidos, maullidos, cacareos, rebuznos y balidos, entre otras expresiones animales. En los casos más suaves se acusa a algunos compositores de disimular sus carencias musicales con el don de la elocuencia para estafar al público forzando su gusto estético por puro esnobismo. Cuando las lenguas se vuelven más viperinas es cuando se dice que tal obra o tal otra son poco menos que deposiciones excrementales o que inducen efectos laxantes: Bartók, Schoenberg, Beethoven, Debussy, Liszt y Wagner son algunos de los que honraron con tales lisonjas. Como excepción, podemos citar a Max Reger porque sabía muy bien cómo defenderse, espetando en una misiva a un periodista que no había sido muy amable con su Sinfonietta: “Estoy sentado en el cuarto más pequeño de mi casa. Tengo su crítica delante de mí. Dentro de un momento estará detrás de mí” (pág. 183).
Al respecto, la prensa germánica y estadounidense son las que vomitan más bilis en comparación con otras naciones, sobre todo en sus arengas antisemitas y racistas. Como era de esperar, se ensañarán aún más con la influencia de la música moderna y el jazz, ya sea esgrimiendo argumentos neuropáticos o bien un cierto paganismo hipersexualizado. Óperas como Carmen, La Traviata o Lady Macbeth de Mzensk fueron arrojadas a los leones por la inmoralidad de su temática o por estar protagonizadas por mujeres liberales, independientes y algo descocadas que hasta fuman y visten pantalón. El vals y el tango también fueron rechazados por similares razones de decoro.
A veces hasta se sugiere usar dichas músicas como arma bélica, como ya se hizo en el siglo XX en las guerras del Vietnam y el Líbano –con Wagner y el heavy-metal, respectivamente–, en el asedio a los davidianos de Waco (Texas) y al del General Noriega y, más actualmente, como tortura intimidatoria en la prisión de Guantánamo. Otras aluden a una naturaleza creativa de algún modo particular de locura: ahí están las críticas que asocian los clímax musicales que persiguen el éxtasis del oyente con fenómenos histéricos o los rasgos degenerativos que dictamina un médico sobre la obra de Strauss (pág. 249-250) y otro sobre la de Wagner (pág. 305). Luego están los males físicos que provocan ciertas músicas –comparándolas con operaciones quirúrgicas sin anestesia, dolencias dentales muy infectadas o catarros incurables infinitamente moqueantes–, además de secuelas psicológicas de toda índole –cuando no son jaquecas, se refieren efectos diversos sobre los nervios, hasta producir el colapso, el desmayo y la epilepsia, en ese mismo orden creciente–.
Las palabras escogidas en el índice final de vituperios muestran con claridad la intención punitiva de algunas categorías empleadas por la crítica musical del momento. Aberración, barbarie y broma serían ejemplos de las más flojitas. La gravedad va en aumento con sustantivos como tedio, tortura, destrucción e infierno hasta que llegamos al dolor y los espasmos para acabar finalmente en la locura y otros sucedáneos. La columna consagrada a la cacofonía y a los ruidos inarmónicos es la de las más extensas, mientras que las variables anticristo y compositor de salón se concentran exclusivamente en los nombres de Wagner y Chopin, por separado.
El Repertorio de vituperios musicales de Nicolas Slonimsky también plasma la ojeriza que se tenían algunos colegas entre sí y sus piques personales en forma de críticas públicas. Véanse a continuación unos cuantos: Hugo Wolff despotrica contra Brahms –sobre quien, por cierto, también escribieron negativamente Nietzsche y George Bernard Shaw–, Satie vs. Debussy, Rimsky-Korsakov vs. Strauss, y suma y sigue. César Cui apedrea los tejados de Tchaikovsky, Rachmaninov y Wagner –al que valora como adalid del histerismo según consta en una carta remitida a Rimsky-Korsakov–, mientras que Tchaikovksy no le va a la zaga en materia de desacatos afilando el lápiz contra Wagner, Strauss, Rossini y, de nuevo, Rimsky-Korsakov, entre otros muchos. Pero el gran lobo feroz de todos los críticos es sin duda Eduard Hanslick, quien verdaderamente se lleva la palma fabricando enemigos si nos atenemos a sus venenosas opiniones sobre Liszt, Bruckner, Tchaikovsky, Strauss, Rimsky-Korsakov y, cómo no, su principal bestia parda: el endiosado Richard Wagner.
Éste, a juzgar por el número de páginas que ocupa en este volumen, va a ser uno de los tres favoritos de las dianas de la prensa musical, junto a Richard Strauss y Arnold Schoenberg. Pero, claro, será Wagner quien pueda presumir aquí de ser el mártir más castigado de todos, al acumular los dardos más urticantes lanzados por Debussy –“evidentemente, Wagner está loco” (pág. 298)–, Rossini –“Wagner tiene momentos bellos, pero cuartos de hora malos” (pág. 312)– y Strauss –aunque luego se detractó de calificar su Sigfrido en términos coprotípicos–, más un larguísimo etcétera en el que convendría añadir los nombres de literatos como Leon Tolstoy, Oscar Wilde y Frederich Nietzsche, declarado y despiadado ex–fan y ex–amigo.
De lectura ágil pese a la prominencia de su lomo, este libro a hacer las delicias de quienes se acercan a la música clásica sin prejuicios profilácticos ni postureos de copetín. Tienen aseguradas unas cuantas carcajadas y, de paso, les dará herramientas para rebajar los humos de los fanáticos de turno que anteponen sus preferencias musicales para menospreciar las ajenas.
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