Doce Notas

Haciendo el golfo. Críticas musicales de Julio Camba

libros  Haciendo el golfo. Críticas musicales de Julio CambaEl periodista Julio Camba se labró su fama a principios del siglo pasado con un estilo muy particular, a caballo entre la crónica y el ensayo. En sus tiempos, se codeó con literatos como Josep Pla y Rubén Darío, y hay quien le identifica como un maestro a la sombra de autores como Francisco Umbral y otros posteriores testigos del lumpen cañí, así como del surrealismo esperpéntico de Álvaro de Laiglesia, como prueban títulos de Camba como Aventuras de una peseta, La rana viajera, Ni Fuh ni Fah y Etc., Etc..

Ahora se nos brinda la ocasión de disfrutar de su peculiar ingenio con esta compilación de artículos de temática musical, reunidos por su biógrafo –Pedro Ignacio López– a raíz de una exhaustiva búsqueda de hemeroteca entre las páginas de Tribuna, El Sol, El Mundo y ABC, entre otros rotativos en los que colaboró habitualmente este periodista gallego. En total se recoge casi un centenar de textos comprendidos entre más de cinco décadas de historia de la música popular nacional e internacional, profusamente decorados con decenas de ilustraciones de los personajes citados en ellos.

Camba describe con afilada pluma sus impresiones en varios locales de Madrid, Berlín, París, Londres y Nueva York, donde acudió con asiduidad en calidad de corresponsal antes de que estallara la I Guerra Mundial. Fue ante todo un fidelísimo cliente de los mejores clubs y los music-halls más refinados de Europa y América. A Camba le gustaba lucirse en cafés y fiestas populares, pero tampoco se perdía los desfiles militares que el autor trataba tan kitsch y lúdicamente sin imaginar lo que estaba por venir.

Su mirada antropocéntrica analizaba los bailes en los medios urbanos como forma de expresión de una Völkerpsychologie idiosincrática de cada nación. Con tales arrobas no duda en cuestionar el don para el baile y el mal gusto musical de ingleses y belgas, siendo especialmente sarcástico con el pueblo alemán, al que considera muy sensible para el oído musical –algo sordo para la ópera italiana, a tenor de la fatal acogida berlinesa de La Bohème– pero espantosamente rígido para el baile. De paso, expone su personal visión sobre otras formas coreográficas que se consideraban perniciosas según las miras morales de la época. Ejemplo de ello es su ambigua opinión sobre la prohibición pública del tango, cuyo origen sitúa en ambientes de arrabal y en los burdeles portuarios. No es casualidad que Javier Jiménez dedique en su prólogo una especial atención a la machicha, un baile de moda que, como todo lo que acaba fagocitado por el consumo masivo, pronto quedó anticuado. De hecho, hoy casi nadie se acuerda de él y aún menos se baila.

La machicha no será el único “agarrao” del que nos hablará Camba en sus crónicas. Del jitterbug y el charlestón nos advierte su tendencia a provocar luxaciones y quebrar osamentas, además de crear malos hábitos como el de mascar chicle (pág. 239). También esgrime el garrotín como muestra de primitivismo patrio, así como niega toda capacidad coreográfica en el pueblo judío. Camba no hace ningún amago por velar el racismo imperante en la época al hablar de la samba y otros bailes de procedencia americana, asimilándolos con el baile de San Vito y la epilepsia. Al respecto, Camba abre una interesante reflexión sobre los paralelismos entre ciertas manifestaciones psicopatológicas y la expresión corporal a través del baile, como sugiere su artículo sobre el tarantismo (fechado en 1945).

Seguramente Camba no ignoraba las últimas líneas de investigación que se estaban cociendo en materia de estudio psicológico de la música en Europa. Científicos del ramo como Carl Stumpf, Wilhelm Wundt, George Simmel o Erich Hornbostel, imitados después por compositores de la talla de Janacek y Bartók, ya llevaban unos cuantos años acumulando un amplio archivo fonográfico de músicas folklóricas de medio mundo con fines académicos. Por desgracia, Camba tan sólo refiere el trabajo etnomusicológico de la señora Fahnestock, que el periodista no tarda demasiado en comparar con una colección de alaridos y rebuznos.

A favor de Camba cabe reconocer su interés por la experimentación con técnicas meloterapéuticas, señalando las canciones de cuna como un ejemplo de la eficacia sedante de la música. En un artículo de 1944, Camba también apunta la práctica del vals para reducir el estrés y la manía depresiva, al tiempo que nos recuerda que la escucha excesiva de Wagner puede ser perjudicial para el sistema nervioso (pág. 241). A menudo confiesa a los lectores su preocupación por la verdadera naturaleza de la inteligencia musical, como cuando aprueba la aplicación de un hilo sonoro ambiental en las fábricas (muzak) para estimular un aumento en la productividad al son de los ritmos escogidos (pág. 233). En otro momento, Camba admite el poder curativo de la música, capaz de enaltecer el valor del soldado en el frente e instar al reclutamiento masivo gracias al atractivo de formar parte de sus bandas en desfiles y galas. En cambio, plantea que se evite a los traumados de guerra la sobreexposición de himnos patrióticos ya que, según él, puede provocar efectos contrarios en su salud mental. Como alternativa, Camba propone ciertas dosis diarias de músicas frívolas y más populares como el Tipperary, adoptado por la soldadesca británica como un falso canto bélico (pág. 253).

Como puede intuirse, Camba se sentía más cómodo en medios mundanos que en los círculos más intelectuales y cultos, a los que calibraba de estar poblados por gente snob y muy estirada. Pese a todo, no se descuida de asistir a algún estreno de copetín. Cuando habla de música sinfónica y de ópera, Camba no ahorra cartuchos al disparar a diestro y siniestro contra Caruso –al que denomina “káiser de opereta” (pág. 121)–, Puccini –un falso bohemio idóneo para el público burgués, por remilgado (pág. 125)– y el Festival de Bayreuth –al que acusa en un artículo de principios de siglo de convertir a Wagner en meretriz de su propio merchandising (pág. 159)–.

Ciertamente va a ser la mal llamada música ligera la que ocupe un mayor espacio entre las páginas de este libro. Ahí quedan las numerosas referencias a cupletistas y cabareteras que avivaban la libido del auditorio: la Tortajada, la Fornarina, la Bella Otero, las Malaguitas y un largo etcétera. Y, claro, también lo va a flipar con el jazz, ese género moderno que lo estaba petando ya por entonces. Sin embargo, a Camba esta música le enfermaba sobremanera. Coincidiendo con las tesis de Teodoro Adorno, el cronista la valoraba poco más que como subproducto de una raza inferior. Comentarios como éstos reflejan sin miramientos el parecer general del momento que le tocó vivir a Camba. Su pensamiento no dista demasiado del de otros textos de la época, oscilando entre lo ingenuo y lo reaccionario, muy propio de un país que todavía desconfiaba de un utensilio doméstico como el vidé por desatar los bajos instintos con sólo imaginar la postura a la que obligaba su uso. La ordenación cronológica de los artículos que reúne el libro permite dibujar una cierta línea de continuidad evolutiva en la mentalidad de Camba, variando desde un anarquismo naïf en sus comienzos hasta un consolidado conservadurismo a medida que pasaban los años.

Camba también nos ofrece algunas anécdotas impagables, como el proyecto frustrado para dotar de nueva letra a La Internacional, por iniciativa de Pio Baroja (pág. 61), o la mediación alcahuetera de Valle-Inclán entre una cupletista y el rajah de Kapurtala, entre otros cotilleos entre ciertas personalidades de la corte aristocrática y algunas vedetes y vicetiples. En fin, sobran los motivos para hacerse con un ejemplar y disfrutarlo a pequeños sorbos como un buen vermut casero.

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