Doce Notas

Primero fue el claustro, después llegó el ruido

opinion  Primero fue el claustro, después llegó el ruidoDicen que cada minuto, en hora punta y temporada alta, aterriza un avión en Mallorca. Conforme va cayendo la noche la cadencia, por suerte, se va espaciando hasta que, ya de madrugada, el firmamento se libera completamente de intermitencias estelares, sónicas o móviles.

A lo largo de sus 55 años de historia el Festival de Pollença y sus asistentes se han acostumbrado a los murmullos colaterales, que acarrea el espacio aéreo balear en verano. Judith Jáuregui se batía la noche del 13 de agosto con el Concierto para piano y cuerdas en la menor MWV O. 2 de Félix Mendelssohn cuando la aspiración de un avión, a más de 10.000 pies de altura, irrumpió en el cuadrante del Claustre de Sant Domingo. En el silencio de la noche pudimos percibir nítido el surco del último vuelo mientras Jáuregui hacía gala de una articulación perfecta, que vaticinan grandes veladas pianísticas.

Las intrusas hélices emitieron una atenuada nota pedal, audible al menos durante medio minuto. Se diría que cuanto más reconocibles son los imponderables acústicos – campanadas vecinas, grillos de jardín, envoltorios mentolados o estelas de aviones noctámbulos- más lograda es la interpretación del solista. En los espacios abiertos, más que nunca, el intérprete debe construir, o lo que es lo mismo, desenmascarar el silencio. Fujitsu, rezaba el anuncio. Retirar el último y fino vendaje al silencio, para encontrar aún otro. Sólo cuando la concentración convierte en audible el roce de la partitura, ha cumplido el solista con su cometido. Así fue en el concierto que la pianista guipuzcoana ofreció la noche de Las Perseidas junto a los Solistas de la Orquesta Filarmónica Checa.

Judith Jáuregui © Pedro Walter

Ya lo hemos destacado. Jáuregui articula con elegancia y sin el más mínimo aspaviento, recuerda en eso a Trifonov por la sutileza de su muñeca perfectamente calibrada. El sonido que extrae no tiene que envidiar al de muchos pianistas coetáneos. Quizás se le echa en falta, eso sí, un mayor contraste en las dinámicas.

Teniendo en cuenta que la partitura elegida no se encuentra entre las más populares de la literatura pianística y que su autor, un Mendelssohn adolescente entonces, escatimó en ella orquestación, es muy meritorio que Jáuregui (todo el peso de la interpretación a sus espaldas) llegará indemne al final de la larga partitura, sin apenas desclavar la mirada del atril. A veces tocar, partitura mediante, exige tanta bravura como tocar de memoria. Por lo pronto mostrar unos reflejos a prueba de fuego.

Salvo un ligero contratiempo al término del primer movimiento, Jáuregui redondeó la obra y nos regaló una bellísimo bis: la última Escena de niños de Frederic Mompou. Sublime propina, mitad nana mitad habanera si me permiten, para detener por unos instantes el tiempo y los astros en el espacio aéreo del claustro de Sant Domingo.

En la reanudación sonaron las ochos Danzas Eslavas op.46 de Antonin Dvorak en su reducción para orquesta de cámara. Salvo en la primera de ellas (el Furiant en do mayor) uno no echó de menos los metales de la versión sinfónica. Una novena danza del compositor checo, a modo de propina, puso el broche al concierto posiblemente más canónico del presente Festival de Pollença. Una cita que, en su vocación por “reinventarse”, se ha prodigado últimamente más en experimentos vacuos (crossovers y medias tintas) que en la excelencia propiamente.

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En otro claustro, el de La Cartoixa de Valldemossa, una semana después, el 22 de agosto, Charles Richard-Hamelin, pianista de referencia ya del siglo XXI debutaba ante la celda de Chopin con un programa íntegramente dedicado al compositor polaco. Hamelin no presume de planta imperial, al uso de los pianistas decimonónicos, lo que importa es su sonido, el de un grande del piano a sus 27 años.

En la primera parte se decantó por un Chopin más bien sombrío, abisal, ciclotímico (diríamos hoy) Curiosa y paradójicamente las cuatro obras de la primer ecuador en tonalidad mayor: Nocturno op. 62 nr. 1 en si major, Balada nr.3 en la bemol mayor op.47, Polonesa-Fantasía en la bemol major op.61 e Introducción y rondó en mi bemol major op.16. Hamelin capta perfectamente los vaivenes emocionales, la extrema y delicada sensibilidad del compositor (más delicada ésta que su salud). En la última de la serie, más optimista y más juvenil (basta atisbar su número de opus) desbordó virtuosismo a raudales, virtuosismo y calado. Una ecuación al alcance de pocos. Cuántas veces otros virtuosismos nos dejan fríos y cuántas los excesos expresivos desvirtúan y desfiguran el virtuosismo (“desvirtuosistas” habría que llamarlos).

El pianista de Quebec atesora dos cualidades a menudo inconciliables, que no suelen ir de la mano, antonímicas casi: análisis cartesiano y expresividad. Estamos ante un chopiniano analítico (estructura, vertebración, intríngulis compositivo, armónico, temático, modal y lo que quieran añadirle), sin menoscabo alguno de la carga expresiva. En algunas obras harto conocidas del genio polaco el intérprete se atreve a resaltar otras voces o elementos compositivos que la tradición ha juzgado quizás marginales. Existe una lógica interna, en estas quimeras y estampidas. En el arrebato y en el ímpetu hay orden. Divino y avasallador orden.

En la segunda parte arrancó con las Cuatro Mazurkas op.33, cerrando la tanda con la melancólica y quebradiza, Mazurka en si menor. Inofensiva y grácil, en apariencia, como la mirada fugaz de una niña adolescente. Indeleble también. Así es la mazurka, sin artificios ni rastro de ostentación. Brilló Hamelin con esta danza, acentuando esos repentinos cambios modales y tonales, que, por sí sólos, la convierten en una de las composiciones de mayor deleite doliente de todo el opus chopiniano. Y eso es mucho decir.

En el único pasaje de relativo reposo, que programó Hamelin para la cita valldemossina (el Largo de la sonata número 3 en si menor op.58), alcanzó probablemente la mayor excelencia de la tarde. Ante la ausencia pasajera de aprietos virtuosísticos, el quebequés se sumergió en el magma etéreo del tercer movimiento. Delicioso fluir. A mi parecer el punto álgido de la noche. Hamelin no tenía que exhibir ya más músculo y simplemente se dejó llevar. A esas alturas del encuentro ya nos había demostrado de sobras que ningún achaque o capricho chopiniano, por enrevesado que pudiera parecer, se le resistía. Así que nos sumimos en una profunda ensoñación y esperamos al momento final, a la esperada ovación cerrada.

Sólo tres días después de pisar el santuario chopiniano mallorquín, Hamelin regresaba a la metrópoli donde empezó todo hace un año, tras su deslumbrante segundo puesto en el pasado Concurso Internacional Chopin de Varsovia de 2015. Antes de tomar el avión para el Aeropuerto Internacional Fryderyk Chopin nos brindó de regalo la exultante Polonesa en la mayor.

Magnética constelación sonora la de Richard-Hamelin, a quien, en adelante, vaticinamos, arrebatarán las atestadas metrópolis a los retirados claustros.

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