Haciendo gala de la elegancia que le caracteriza, el director galo abordó la partitura bachiana con un tempo siempre vital y un sutil vigor expresivo. El discurso incisivo de la orquesta se sumó a un tratamiento plástico y colorista de las voces, preciosista, de profundo aliento dramático y brillante nitidez discursiva. La suya fue una lectura que sacó a relucir la opulenta arquitectura polifónica del compositor de Leipzig con un equilibro magistral entre la pureza formal y la dinámica expresiva. Los pasajes culminantes del Gloria, los sobrecogedores Et incarnatus est y Crucifixus (Credo) o la vigorosa entrada del Santus alcanzaron unas cuotas de intensidad expresiva rayando lo sublime.
El espléndido y homogéneo grupo de solistas estuvo integrado por la deliciosa soprano Katherine Watson, el brillante tenor Reinoud Van Mechelen, el vigoroso bajo André Morsch y el irresistible contratenor Tim Mead. Mención especial merecen también, entre otros, el bajo continuo de David Simpson (Chelo), Jonathan Cable (Contrabajo) y Marie van Rhijn (Organo), así como el concertino Hiro Kurosaki y la trompa obligada de Anneke Scott.
Afortunadamente, la próxima temporada tendremos nueva ocasión de reencontrarnos con el extraordinario conjunto que lidera William Christie con un programa no menos colosal: El Mesías de Haendel.
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