Pero, claro, Wagner no ha pasado a la historia precisamente como teórico, y eso queda patente en la falta de sistematización y en el galimatías conceptual que baraja al inicio de su opúsculo dedicado al músico de Bonn. Prueba también de ello son sus acercamientos sui generis al campo de la Psicología, ya sea por sus aproximaciones un poco patosas al credo schopenhauriano –y que tanto marcarían el pensamiento de Freud–, por la velada mención a Helmholtz al hablar de puntillas de los estudios sobre la fisiología de la escucha y por sus acentos en la dicotomía entre el plano de lo consciente y lo inconsciente. Incluso avanza una posible lectura darwinista de la Tetralogía, según nos sugiere Blas Matamoro, responsable de esta edición, en las primeras páginas del prólogo.
Un prólogo declaradamente desmitificador en el que, con su particular estilo picaruelo y erudito que tanto nos engancha a sus fieles lectores, Matamoro presenta a Wagner sin restar la gloria atribuida a su obra, pero sí desbancando de esa discutible cima la que siempre se ha ocupado a su persona sin más rigor que el del encendido fanatismo. Al respecto, el texto introductorio de Matamoro desvela algunas claves para reinterpretar el antisemitismo de Wagner como pretendido intento por exculpar quizá su propio linaje judaico –recuérdese que era hijo ilegítimo de padre desconocido–; así como también se nos mencionan sus devaneos sentimentales (y poco discretos) con Cosima, los caprichos un poco carcas que le paga su acérrimo fan (el rey Luis II de Baviera) y las duras críticas que recibió en su época (con Eduard Hanslick en cabeza).
El propio editor nos confiesa al inicio que más que una labor de traducción tuvo que recurrir a la adaptación de diversas versiones del texto original publicadas desde su primera aparición en 1870. No puede ser más elocuente cuando afirma que “abrirse paso por la enmarañada floresta de la prosa wagneriana exige matar más dragones que el propio Sigfrido” (p. 29). No le falta razón ante párrafos tan largos como enzarzados en complejísimas y casi infinitas frase subordinadas en las que fácilmente uno se pierde… ¡tanto el lector como también el autor! Y es que podría pensarse que al titularse Beethoven el primer artículo que se reúne en este volumen, será el músico alemán el protagonista absoluto del libelo. Nada más lejos de la realidad.
Beethoven es, eso sí, un punto de partida. Pero al poco rato Wagner ya ha empezado a despacharse a gusto contra Haydn por su servilismo cortesano – ¡quién fue a hablar!–, contra Mozart por los caprichos que le llevaron a la ruina –porque, desde luego, no tenía todo un reino bávaro a su disposición como el propio Wagner, que saqueó hasta el forro las arcas de Luis II hasta volverlo literalmente loco–, contra la ñoñería de la música francesa y, no contento con tanto exabrupto, antes de dar el punto final a su escrito Wagner carga repentinamente sus tintas contra los amaneramientos de la moda musical, asomando ahí con poco disimulo su particular tirria contra Meyerbeer y contra Marius Petipa, quien introdujo en contra de su voluntad un ballet al inicio de su Tannhäuser. Entremedias, Wagner aún tiene tiempo para, como mínimo, especular que el aislamiento antisocial de Beethoven era debido a su sordera.
El segundo artículo que complementa este libro, La dirección de orquesta, parte del axioma de que no hay buenos o malos compositores, sino mejores o peores interpretaciones, de las que son medianamente responsables los directores de orquesta. Aquí Wagner tampoco se ahorra ejemplos con nombres y apellidos. Por supuesto, siguiendo su exacerbado narcisismo, según él no habría mejor director que el propio Wagner. No obstante, es justo reconocer que también le dedica alguna palabra amable al cornudo de Hans von Bülow, pero sospechamos que más por interés que por convicción. Y de paso, Mendelssohn –a quien Wagner achaca el fracaso de su Lohengrin en Berlín– será quien reciba peores coces y rebuznos. Por el contrario, las dificultades que presume dirigir a Beethoven van a cobrar aquí un destacado protagonismo, manteniendo de esta forma una sabia línea de continuidad con el artículo precedente.
Al final queda la sensación de que, aunque la portada luce el nombre y el rostro de Beethoven (en un retrato clásico de J. K. Stieler que subraya aún más su carácter adusto y colérico), el yo wagneriano lo acaba fagocitando todo. Para no desorientarnos entre tantas personalidades a las que lanza sus emponzoñados dardos, se cierra el libro con una breve biografía de algunas de ellas, así como un extenso índice onomástico para facilitar al lector su localización a lo largo de las 180 páginas anteriores. Para enriquecer este profuso texto, la presente edición recoge numerosas ilustraciones y notas que, como siempre, van a hacer de esta nueva referencia en el catálogo de Fórcola una cita ineludible para melómanos bibliófilos como el abajo firmante.
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