
Kazushi Ono
La incesante programación de repertorios consolidados que retornan una y otra vez a la sala de conciertos otorga, casi siempre, una renovada emoción en el oyente que asiste a su reiteración.
Pero es cierto que la atenta escucha de fragmentos que sobreviven en el imaginario colectivo cobra fuerza si, con acierto, se intercalan obras que aguardan necesariamente el momento de su descubrimiento. Si, además, nos referimos a creaciones que “juegan en casa”, el motivo de su recepción no sólo es de agradecer, sino que habría que apostar por la continuación de recates como el que, en esta ocasión, L’Auditori ofrece la oportunidad de presenciar.
Manfred (1945), suite del compositor catalán Xavier Montsalvatge, exhibe esta urgente tarea de mostrar la abundante creación de tantos compositores catalanes que se están haciendo de rogar demasiado.
Si bien el programa de mano, sin faltarle razón, se refiere a Manfred como paradigma del drama romántico, la intención de Montsalvatge multiplica su sentido al trasladar el poema de Byron hacia los pies de la pareja de bailarines formada por Paul Goubé e Yvonne Alexander, quienes estrenaron la obra el día 18 de abril de 1945, en el Teatro Coliseum. En estos afamados miércoles de ballet, se celebraron una serie de recitales en honor de cuantos artistas habían colaborado con la compañía Paul Goubé, entre los que se encontraban compositores como Joan Manén, Joaquim Serra, Carlos Suriñach o Frederic Mompou.
Pero sería Manfred una de las obras que alcanzaría mayor trascendencia en la vibrante escena barcelonesa de los años cuarenta, en la que Xavier Montsalvatge destacó de manera prolífica.
Mientras que sus anteriores ballets representaban breves episodios destinados al lucimiento de los bailarines mencionados, la extensión de Manfred alcanzaría mayores pretensiones. Para ello, el compositor proyecta una sólida orquestación, capaz de traducir la fuerza pasional del poema sin olvidar la parte esencialmente rítmica, camuflada entre las diferentes secciones de la orquesta, a través de un desarrollo motívico que recuerda, en ocasiones, al Strauss de Vida de héroe.
Con el clarinete como protagonista –expresión muy cuidada por Fuster- y un entretejido diálogo que se intensifica por estratos entre la sección de madera -con algún despiste- y el arpa que sirve de enlace, se contrapone al armazón formado por la cuerda, con un concertino muy resuelto en sus intervenciones a solo y la réplica de una sección de metal bien trabada. El éxito no se hizo esperar, el público contesta cálidamente con una ovación que hizo levantar a la orquesta en varias ocasiones.
Con un entrante así, el Concierto para piano en La menor, op. 54 de Schumann mantuvo las expectativas elevadas. El pianista cubano Jorge Luis Prats (1956) inició una de las obras claves del pianismo romántico con pulso firme y atrevido, quizá contradiciendo el ámbito intimista de la partitura con un virtuosismo que se aleja en este concierto del deslumbramiento técnico exhibicionista.
El equilibrio con la orquesta generó algún conflicto, con un acompañamiento forzado en ocasiones y ligeras dudas en la dirección del fraseo. El sonido diáfano del piano, a veces robusto y otras de un lirismo incuestionable, luchaba por buscar una reconciliación que parecía no llegar. El estilo del director y el del pianista no despertaban la misma energía y, en este sentido, el poderoso sentido rítmico del segundo y su nítida digitación, que propiciaba ataques precisos, se enfrentaba a las imprecisiones de la orquesta ante un gesto demasiado sosegado.
Pero lo que más pareció atraer al público fueron los bises que Jorge Luis Prats dedicó gestualmente muy agradecido. Hasta tres pudimos escuchar de manera estimulante sobre danzas cubanas que hicieron gala de buen gusto y un virtuosismo que atravesaba el teclado incluso “con un solo dedo”, como aseguró el pianista al auditorio en el último de éstos, mostrándose verdaderamente agradecido.
Con tal atracón, el inicio de la Sinfonía n. 4 en Mi menor, op. 98, de Johannes Brahms, planteaba la difícil tarea de volver a conectar a intérpretes y público con la pulcritud de una partitura intensamente exigente.
La lección nos la dio Kazushi Ono en esta segunda parte, conteniendo la emoción de una versión equilibrada, milimétricamente ordenada, desvelando todos los contrapuntos de una orquesta comunicativa y resuelta que no parecía ser la misma de la primera parte. Presenciamos una admirable sección de trompas, arrebatadas y enérgicas –en otras orquestas, lamentablemente, las escuchamos siempre pasadas de tuerca- , un oboe intenso y limpio, y una masa de cuerda en la que reposaba toda la arquitectura de la obra, con especial control por parte de las voces internas, destacando a violonchelos y violas.
La familiaridad del repertorio en absoluto le restó encanto al procurar transparentar los diferentes planos, sobre todo, en las arduas variaciones y coda final. Con momentos algo ampulosos, la sinfonía devino serena y noble, así la exigencia de lo sutil se tradujo en un versión desnuda, en la que se agradece enormemente un dramatismo elegante y sobrio, aligerado de excesos superfluos.
Carmen Noheda es Investigadora del Departamento de Musicología de la UCM