
Valery Gergiev
Valery Gergiev es, probablemente, el director más querido y programado del prestigioso ciclo de conciertos que organiza Ibercamera en la capital catalana.
Como era de esperar, la cita congregó a un numeroso público que llenó casi al completo el aforo de L’Auditori barcelonés para escuchar tres excepcionales piezas sinfónicas: el Preludio inicial del Lohengrin wagneriano, la orgiástica Sinfonía núm. 4 de Alexander Scriabin (conocida como “Poema del éxtasis”) y la colosal y testamentaria Sinfonía núm. 6, de Tchaikovski, la “Patética”. Un programa que permitió lucir a pleno rendimiento la nutrida musculatura sonora de la histórica formación bávara, sin lugar a dudas, una de las mejor situadas dentro del ranking orquestal del viejo continente.
La exquisitez y la morbidez de las cuerdas hizo las delicias en los preliminares pentagramas wagnerianos, tejiendo un fraseo milagrosamente ensamblado con las secciones de vientos. Una unción sonora que sirvió de preámbulo a las torrenciales páginas del innovador compositor ruso Alexander Scriabin, todas ellas un estallido de fogosidad colorista y especulaciones formales que pusieron a prueba la arrolladora sección de metales y el conjunto de efectivos de la Münchner Philharmoniker. Gergiev abordó la obra de su compatriota sin vacilaciones ni titubeos desde el inicio, apurando la intensidad dramática de su riquísima e intrincada estructura rítmica y explorando la vasta gama de recursos tímbricos que inflaman sus pentagramas. Una interpretación que, para más de un espectador, fue una auténtica revelación.
No era la primera vez que el maestro ruso abordaba la Patética de Tchaikovski en este escenario con un resultado sobresaliente – aún está bien viva en la memoria de muchos melómanos catalanes su interpretación al frente de la London Symphony Orchestra -, pero esta vez su ejecución alcanzó aquellas cuotas, tan irrepetibles, en las el intérprete y el oyente logran alcanzar una comunión absoluta con el espíritu que la obra atesora más allá de la tinta de sus pentagramas. Una lectura catártica servida con toda pulcritud de detalles y con un pulso de alta intensidad dramática made in Gergiev, a la que cabe sumar las intervenciones virtuosísticas de las cuerdas y las secciones de viento bávaras -el clarinete de Alexandra Gruber rozó el milagro.
Al finalizar, un emotivo y reverencial silencio precedió a la ovación de un público absolutamente fascinado.
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