Doce Notas

Instrumental, memorias de James Rhodes

libros  Instrumental, memorias de James RhodesInstrumental reúne las (algo prematuras) memorias de James Rhodes, uno de los concertistas más aclamados de la actualidad, entronizado entre sus fans como supuesto renovador de la música clásica. Blackie Books nos ofrece una preciosa y cuidada edición en tapa dura con el fin de promocionar a este artista tan discutible como prometedor. Sin duda, se trata de una obra nada exenta de polémica que defraudará a lectores exigentes e incomodará a los más puristas.

Instrumental no es sólo el título de las memorias de James Rhodes, sino también el nombre de su propio sello discográfico. Dicho esto, queda al final justificado un discurso de autobombo de casi 300 páginas que arrastra al lector inevitablemente a la explotación de un exacerbado narcisismo que no tiene por qué corresponderse con el reflejo de un gran talento. En efecto, el estilo confesional de Rhodes llega a caer antipático las más de las veces, confundiendo malamente la combinación de emociones encontradas (culpabilidad y victimismo, odio y ternura, esperanza y asco, etc.) con la autocomplacencia. Por eso resulta paradójico que entre sus máximas esgrima una con la que casi todos los lectores estarán de acuerdo y que resume lo que es la filosofía de este libro: que la industria discográfica se concentra más en engordar los egos de los artistas de su catálogo que en incentivar la creatividad de los mismos. Viniendo de alguien que apenas ha empezado a trascender en el elitista mundo de la mal llamada música clásica es tan petulante como ingenuamente provocativo.

Por si no le conocen, James Rhodes es un reconocido pianista londinense de 40 años nominado a diversos premios del gremio que presume de programa propio de TV y de ser trending topic entre el público hipster británico. Hasta la fecha ha publicado cinco discos, de entre los que destacan los dos primeros por sus títulos: el de su debut, Razor Blades, Little Pills & Big Pianos (“Cuchillas, pastillas pequeñas y pianos grandes”), tan explícito como autobiográfico, y el de la secuela de éste, Now would all Freudians please stand aside (“Ahora, por favor, que los freudianos se aparten”). Rhodes tiene el dudoso honor incluso de firmar un disco en directo que recibió la bien visible fajita “Parental Advisory” por su lenguaje malsonante y sus chistes guarros entre pieza y pieza. Expresa sin discreción su personal ojeriza contra artistas como Lang Lang y alardea de sus amistades con Geoffrey Rush –quien ganó su único óscar interpretando al pianista autista David Helfgott en Shine (1996)– y Stephen Fry –quien, contra todo pronóstico (casi acaban a guantazos en su primer encuentro), accedió a ser su padrino de bodas–. Su salto a una multinacional (Warner) terminaría cincelando en bronce su propio endiosamiento, llegando a diseñar una línea de zapatos exclusivos y lanzarlos al mercado.

Rhodes no hace ningún esfuerzo por ocultar o limar en su libro su condición de enfant terrible y de niño mimado de la industria que él mismo dice detestar. Sin desdeñar para nada su alta calidad literaria, el autor cae a menudo en un cierto tono reiterativo que aporta poca sustancia en materia musicológica y poco menos que morbo para los fans irredentos que se acerquen a su obra escrita. Al respecto, Instrumental no es por descontado un texto ensayístico, pero tampoco es enteramente autobiográfico porque mezcla sin orden ni concierto tantos delirios personales como opiniones que no siempre vienen al caso. Y lo hace precipitadamente, con mucha prisa, dedicando capítulos enteros a mirarse el ombligo, vomitar bilis y disparar metralla por doquier despachando en cambio otros temas de trascendencia en apenas tres o cuatro páginas, como ocurre con la celebración del nacimiento de su hijo, su crisis de pareja o sus consejillos sobre el amor –sí, Rhodes es un adicto a los libros de autoayuda, entre otras muchas cosas. Entonces, ¿por qué deberíamos admirar a James Rhodes?

Probablemente porque su vida es un drama que merecería ser musicada en forma de ópera-rock. O porque, según admite él mismo, halló la cura a sus males del alma tocando el piano por diversas instituciones mentales, algo encomiable y por supuesto modélico. Su propia historia serviría como convincente discurso antipsiquiátrico, como el propio autor confirma en la narración de sus primeros internamientos: “Me convertí en una especie de rata de laboratorio para unos psiquiatras que tenían muchas ganas de poner a prueba su pericia a la hora de hacer diagnósticos y recetar medicinas” (p. 139). Su amplio historial clínico abarcaría un ingente cuadro sintomático: depresión, alcoholismo, drogadicción a todo tipo de sustancias, ansiedad, autismo, estrés postraumático agudo, anorexia, síndrome de Tourette, complejos sexuales diversos, paranoia, múltiples tics, tendencias autolesivas, ideación suicida recurrente, trastorno obsesivo-compulsivo, personalidad disociativa y bipolar y un largo etcétera que Rhodes estira a conveniencia tanto como necesita para justificarse a sí mismo por una serie de conductas díscolas que él achaca a sus traumas del pasado –fue violado a los 6 años– y que parecen haber afectado de manera directa a su particular modo de tocar.

Pero no nos dejemos llevar por el sentimentalismo, porque pronto veremos asomar las orejas al lobo. En el relato de su primer ingreso manicomial, Rhodes también admite que falseó su rápida “curación” para salir de allí lo más pronto posible y seguir consumiendo drogas hasta las trancas. Luego se empeñaría en cursar psicología en varias universidades inglesas y acabaría la carrera con nota media de Notable. Y notable es, no hay duda, cuando arremete contra el conservadurismo de la música clásica por su temor a romper implícitos cánones a la hora de acercarse a un público joven y moderno, o al defender con sólidos argumentos la carga de obligada subjetividad en la interpretación pianística de cualquier pieza de Bach (p. 56). Mas, ay, Rhodes tropieza estrepitosamente con sus intentos por hacer una semblanza de Bach pretendiendo ver en ella sus propias desgracias, para después hacer otro tanto con la vida de Beethoven.

El otro gran héroe que más veces citará a lo largo de su libro es Glenn Gould, a quien considera un continuo referente por sus particulares excentricidades y alabándole como un claro modelo al que el autor se quiere parece a toda costa. Que abre y cierre el libro con una mención a sus famosas Variaciones Goldberg es ya toda una declaración de intenciones. Del canadiense adopta incluso algunas de sus peculiares técnicas de aprendizaje de partituras: encerrarse en una habitación en penumbra, lejos de cualquier instrumento y, tras memorizar concienzudamente la obra a ensayar, imaginar su ejecución al teclado evitando mover los dedos, con el fin de erradicar toda tentativa de caer en un automatismo mecánico (p. 57).

Las referencias musicales no terminan ahí, por descontado. Rhodes elige una banda sonora para acompañar la lectura de cada capítulo, estableciendo correspondencias con el color sentimental de cada fragmento –enalteciendo a Prokofiev y Beethoven como “psicólogos de las emociones” y a Chopin como ejemplo de redención y constancia frente a la adversidad de un ego débil e idólatra de sí mismo– o en relación con alguna psicopatología propia: Rachmaninov como artista bipolar, Scriabin por sinestésico, Schubert como maníaco-depresivo, Bruckner por su fama de obsesivo, Liszt por sus neuras ante la muerte y sus querencias por la automutilación, Ravel por las lesiones neurológicas que padeció y que afectaron a su estilo compositivo y, cómo no, también cita a Schumann por acabar sus días en un sanatorio mental –de hecho, compuso sus Variaciones Geister para piano en medio de un delirio fantasmático después de varios intentos frustrados por quitarse la vida–.

 Rhodes no es ni por asomo la sombra pálida de ninguno de ellos, por más que él quisiera. Su rabioso lloriqueo no ayuda a empatizar ni aceptar del todo su cansina mirada fatalista del mundo. Pero Instrumental supone a todas luces una interesante aproximación a la inquieta e inquietante mentalidad de alguien para quien la música el algo más que una vía de escape o una amena fuga pasajera. Para Rhodes, la música cumple una función vital que le es tan necesaria como el aire que respira.

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