A Nietzsche, esas ínfulas le llevaron primero a enemistarse con su antes admirado maestro, y luego a enfermar de gravedad (hasta enloquecer) cada vez que oía unos pocos minutos de música wagneriana. Así lo narra Blas Matamoro en el ameno ensayo que dedica a Nietzsche y la música, en el que desglosa el particular pensamiento estético del filósofo y, de paso, nos introduce en algunas peculiaridades de su agitada biografía.
Como compositor, Nietzsche fue un autor mediocre, tirando a kitsch, con todos los defectos de la música romántica que tanto detestaba por afeminada y blandengue. En calidad de crítico musical era algo tosco y de gustos más bien populares y, cabe decirlo, bastante torpe como musicólogo e historiador de la música. Inicialmente seguiría el gusto wagneriano a la hora de rechazar las obras de Schumann, Rossini y Meyerbeer (ni siquiera Liszt, el “suegro putativo” de Wagner, se salvaría de la pira nietzscheana). Luego de su “divorcio estético” con Wagner, adecuaría sus preferencias hacia Offenbach y Bizet y, de éste, sobre todo su pasión desmedida por Carmen, tornándose cada vez más amigo de lo melódico antes que soportar los farragosos juegos armónicos de Wagner, siempre tan heavy.
Blas Matamoro, que educó tantas sensibilidades musicales a través de revistas como Scherzo o Diverdi, presta especial atención en Nietzsche y la música a la indiscutible y taxativa arenga que el bigotudo filósofo erigió en pro de la música absoluta, aquella que se explica sin palabras, a las que, desde una actitud apolínea por oposición a la dimensión dionisíaca de la experiencia estética, acusaba de “diluir y entontecer” al oyente (p. 95). De hecho, repudiará incluso el género de los poemas sinfónicos por esclavizar al oyente bajo el yugo de un significado predefinido en la música, entendida ésta como “arte puro” por su propia naturaleza efímera. Esa radical opinión no le impidió componer lieder que referían tópicos tan manidos como el vagabundo errante que canta a una amada ausente mientras le arropa el arrullo de un riachuelo y el trino azaroso de un pajarillo, entre otras ñoñerías calcadas de Schubert.
En el terreno estético, Nietzsche querría haberse parecido más a Schopenhauer, pero la ambición se le fue de las manos y terminó creyéndose las sandeces megalomaníacas de Wagner hasta intuir que tras su Parsifal se escondía un pequeño Führer en potencia empachado de palabrería mesiánica y demasiado prendado de sí mismo.
Buena parte de ello son las más de 50 Cartas sobre Luis II de Baviera y Bayreuth que Blas Matamoro compiló en 2013 para conmemorar el II centenario del nacimiento de Wagner. El epistolario no sólo comprende las amorosas misivas que éste se cruzó con el ingenuo rey bávaro, sino que reúne casi dos décadas de correspondencias con otros personajes influyentes de la época (médicos, músicos, arquitectos, políticos, etc.) con el fin de financiar su oscuro y caro capricho: el Festspielhaus de Bayreuth. Practicando las aviesas artes del peloteo, Wagner se las ingeniaría –con un excelente uso de la retórica y la grandilocuencia– para mendigar entre burgueses y aristócratas un poquito de dinero para su teatrillo.
El resultado final no convenció a casi nadie. Wagner reconoce en estas cartas una cierta decepción porque el exceso de austeridad y funcionalismo al que quiso reducir su proyecto respondía sobre todo a los problemas de financiación para tal hazaña arquitectónica. Lejos de la colosal fastuosidad que su arte se merecía, el teatro operístico de Bayreuth se quedó pequeño, mazacote y algo cutre para lo que se esperaba ofrecer allí. El enorme déficit con el que estrenó su pretencioso sueño llevó a la ruina a su principal valedor, el rey Luis II de Baviera. A la ruina y, de paso, a la reclusión psiquiátrica, obsesionado como estaba éste por coleccionar horrorosos castillos neogóticos que parecen haber inspirado los policromados de las películas Disney.
Para Wagner no fue difícil seducir a un pobre incauto como el desnortado rey Luis, ensimismado en su mundo de misantropía y agobiado por un rol de gobernante que le venía grande. Wagner presentó sus credenciales ideológicas insistiéndole a que, como dijera Platón antaño, se afianzara un compromiso ético y político firme con la necesidad de configurar una identidad cultural nacional. Y, por supuesto, Wagner era el elegido para tan noble misión. Sin embargo, la llegada de Wagner a la corte bávara fue recibida “como una plaga de langostas” (p. 12) por su fama de gorrón y de niño mimado. No se equivocaron en absoluto.
Pero esta antología de Cartas sobre Luis II de Baviera escritas por Wagner no sólo se centra en las vicisitudes previas al levantamiento del Festspielhaus –imponderables que llevaron al compositor a pensar seriamente en abandonarlo todo y pirarse a Londres o a América para hacer fortuna–, sino (sobre todo) en la nada velada relación homoerótica que unía a Luis II con su envidiable músico. Si bien el soberano hubiese querido tener más que alguna intensa experiencia estética con Wagner, éste se escurría como podía manteniendo siempre una prudente distancia platónica y virginal ante los constantes y frustrados acercamientos de su señor y mecenas.
Las artimañas para ganarse su devoción y sus arcas eran las de la más arrastrada adulación, como prueban muchas de las cartas reunidas por Matamoro. Véanse unos pocos ejemplos: “¡Sublime amigo mío, mensajero de los dioses! ¡Mi protector y fiel defensor!” (p. 148); “Enseguida late mi corazón con altura y orgullo si oigo cuán hermoso, señorial y seguro recorre su camino mi regio ángel, despertando la sorpresa y el encanto a su paso” (p. 76); “no se puede creer que tanta belleza, hondura y sublimidad puedan caber en la vida de un hombre” (p. 79); “Ahora él lo es todo para mí, mundo, mujer, hijo” (p. 66); “nos amamos como dos hombres que están por encima de las leyes del mundo” (p. 94); y así hasta la náusea.
Según Wagner, el peor sufrimiento del soberano era vivir alejado de su música. Su carencia total de humildad le hace poner en boca de un finado (el tenor Schnorr) la gloria de morirse sólo por el mero hecho de haber conocido en persona a Wagner. No obstante, éste solía ser muy rácano con los cantantes, quienes a juicio del compositor, ya se sentirían suficientemente pagados con el honor de representar en escena alguno de los personajes creados por tan insigne inteligencia.
Pronto empezaron a ver que Wagner era una mala influencia para el rey, a quien apartaron de sus regias labores cuando los ataques de paranoia eran cada vez más inexcusables. Wagner comenzó a contagiarse de esa enajenación mental al interpretar por doquier toda serie de pistas que implicaban algún oscuro complot judío para impedir el estreno de sus Nibelungos y su ultracatólico Parsifal. Da la sensación, al leer sus cartas, que él mismo había caído víctima del trampantojo que impusiera ante las gradas de su teatro, con el que justificaba su particular técnica del “abismo místico”. A saber, el profundo foso en el que colocaría a la orquesta de tal modo que no interfiera la visibilidad hacia el escenario y permita una sonoridad casi telúrica, provocando en el espectador la impresión de porosidad entre lo real y la ficción.
Nietzsche no pudo superar su ciega obsesión musical, Luis II de Baviera sus personales y excéntricas parafilias. Wagner no supo vencer su propia ambición sin mesura. Hete aquí tres almas condenadas a (des)entenderse.
Ambos libros están profusamente ilustrados con fotos, pinturas y grabados de la época y, en el caso de las wagnerianas Cartas sobre Luis II de Baviera, se añade un introductorio prólogo firmado por Matamoro así como un utilísimo índice onomástico con una breve semblanza de todos los remitentes citados. Se completa el libro con el discurso que Wagner escribió con motivo del primer aniversario del teatro de Bayreuth, tras la colocación de la piedra inaugural.
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