Doce Notas

Gianni Schicchi puede con todo

siamo forti  Gianni Schicchi puede con todoHace falta no pocas especulaciones para encontrar sentido a un programa tan irregular, pero aún será poco para dar por digerible una sesión en la que se ha añadido un recital lírico a cargo de Plácido Domingo y la colaboración de los barítonos Luis Cansino, Bruno Praticò y la soprano Maite Alberola.

Resumimos lo que allí pasa: el respetable se sienta y escucha un concierto sobre una ópera, Goyescas, sobre la que nos detendremos luego. Después, una hora más tarde, le llega el turno al esperadísimo Plácido Domingo y a sus colaboradores en este recital semiimprovisado. Después de esto llega el merecido descanso y, tras él, Gianni Schicchi, el plato de consistencia de la sesión, máxime si valoramos el fuerte atractivo de poder ver una versión escénica del mismísimo Woody Allen. En suma, casi tres horas y media cuando la única cosa sólida, la única ópera, en suma, dura tres cuartos de hora.

Quizá se pueda concebir como una suerte de festival fin de temporada, el propio Plácido Domingo, con su tirón popular, su simpatía y la espontaneidad con la que afronta el tránsito de brindar al público de su ciudad natal arias de concierto, parece corroborarlo. Por supuesto, todo el mundo está al cabo de la calle de que el otrora tenor está pasando un muy mal momento por el fallecimiento de su hermana. En suma, la sesión está bañada de patetismo, simpatía y un cierto aire de ópera a la vieja usanza. Y de ello se desprende un guiño: “¡Ay, la vieja ópera! ¡Con sus cantantes ídolos de masas! ¡Con sus astucias para conmover al público! ¡Sus braceos! ¡Sus gestos ora conmovidos, ora decididos! ¡Su inteligente uso de la voz para acentuar sus puntos fuertes y disimular los débiles! ¡Su brillante ejercicio de comunicación en la ceremonia de los aplausos!…” La gente se olvida de moderneces y se entrega incondicionalmente al héroe que antaño conmovió su corazón y del que supone que no le quedan muchas más posibilidades de disfrutarlo.

Pero Plácido Domingo tiene mucho de pícaro, como ese Gianni Schicchi con cuya interpretación se anunció este programa. Y no hubiera estado mal verle encarnando al legendario jeta.

Para empezar, este programa le debe mucho a Plácido: el Gianni Schicchi que ha montado Woody Allen fue fruto de los afanes del madrileño para su Ópera de Los Angeles. Plácido iba a ser Schicchi, luego se cayó del cartel y se anunció que, al menos, dirigiría Goyescas. Todo ello, consecuencia de su drama personal por el fallecimiento de la hermana querida, terminó dejando las cosas como han quedado.

En fin, esto es lo que hay y así se cierra la presente temporada. Seguro que este programa tiene ingredientes para gustar a mucha gente. Pero serán pocos los que disfruten con la integralidad de un programa que tiene plomo en las alas.

La trampa de Goyescas

Goyescas es la última ópera de Granados. Volvía de su estreno en Nueva York, en 1916, cuando su barco, el Sussex, fue torpedeado por un submarino alemán, falleciendo junto a su esposa a la que intentaba ayudar sin saber nadar él mismo. Irónicamente, uno de sus hijos y otro de sus nietos fueron campeones de natación.

Goyescas es una ópera muy rara. Primero fue una suite pianística, una de las más célebres de su autor y una de las piezas más extraordinarias de la historia del piano español. Pero luego llegó la posibilidad de convertirla en ópera. En realidad, convertir en ópera la fijación del leridano por las imágenes de Goya: las majas, los chulapos dieciochescos, sus verbenas y sus juegos, el pelele, por ejemplo. Y sus desafíos y amoríos. La suite pianística fue orquestada y convertida en columna vertebral de lo que sería la ópera y, como es lógico, es lo mejor con diferencia.

Pero una ópera es más que eso y Granados se topó con un libreto de su colaborador Fernando Periquet asombrosamente flojo, por no decir directamente malo, débil la historia y tópica la manera de contarla. Además, Granados se empecinó en algo que es magistral musicalmente pero letal teatralmente: el coro y no pocas veces los cuatro protagonistas cantan en conjunto textos diferentes hasta el punto de que la acción se torna incomprensible. No estamos ante el astuto conjunto verdiano sino ante una música coral con textos diferentes pero simultáneos. Convertir eso en teatro implica hacer filigranas, máxime teniendo en cuenta que las partes vocales no son especialmente fáciles. Pero si se salva esa dificultad, el resultado tampoco es relevante, aunque quizá un coro bien adiestrado en el juego teatral pudiera brindar un ambiente de fiesta aceptable. Y luego, está la historia misma: dos parejas con un juego de amor y celos que roza la tontuna.

Con historias así, la Commedia dell’arte italiana hacía maravillas, pero con ironía, agilidad y trazo fino. No es este el caso, Goyescas es una obra muy desigual que combina una música excepcional en la orquesta y, en general, en el coro (que es toda una sorpresa), pero que no puede levantar una historia hueca y termina llevando el todo hacia la irrelevancia.

Goyescas tuvo una acogida muy buena en su estreno y posteriores apariciones. Se debía de valorar, sin duda, la extraordinaria reputación de Granados, auténtico héroe del piano en ese inicio del siglo XX. Luego, su orquesta deslumbra, aunque algunos sigan prefiriendo el piano. Se añade a ello que quizá se disfrute más esta ópera en un país extranjero, es decir, sin entender lo que se canta, ya que musicalmente funciona muy bien. Pero los años son implacables y las historias de amor, celos y duelo final, casi previsto nada más empezar aunque no se conozca la historia, son tremendas hoy día.

Pero si Goyescas es una ópera delicada por su irregularidad, lo que la termina matando es situarla al lado de una ópera magistral de arriba abajo, como Gianni Schicchi, donde no falla ni una nota ni una palabra y donde la historia se adapta a cualquier época sin dejar de ganar modernidad. Y máxime si subrayamos que son prácticamente contemporáneas (Goyescas, 1916, Gianni Schicchi, 1918). Es esta una prueba demoledora que muestra lo que es ser operista y no serlo.

Y un último pecado: la versión de concierto. Las óperas en versión de concierto deberían estar totalmente fuera de cualquier código de buenas prácticas de un teatro lírico. Señalan impotencia para cumplir con su misión. Una ópera en versión concierto vale como un ejercicio profesional limitado. Del mismo modo que una lectura de una ópera sin música no se entendería con taquilla abierta. Pero en Goyescas, además, amplía el drama de una ópera problemática, lo que es dudoso parece de pronto que es malo, aunque esté sonando musicalmente bien. En la ópera de Granados, la parte musical es magnífica y la teatral deficiente, pero sin teatro, el público no puede establecer criterios, lo que no funciona contamina al todo. Y esto, además, afecta al elenco que se encuentra injustamente confrontado con otro que se despliega en toda su potencia, María Bayo (que hace el papel de Rosario en este ejercicio de lectura) no debe de estar contenta con el compromiso.

Intermedio lírico

Tras una Goyescas olvidable, el público tiene que cambiar el chip: llega el culto al divo querido, a ese Plácido que el público “de toda la vida” tiene como suyo. La gente disfruta y aplaude a rabiar su sola presencia y su veteranía. Canta bien sus actuales papeles de barítono lírico, pero si contara un chiste daría igual, lo quieren. Es una opción legítima del público, pero los minutos pasan y Gianni Schicchi no llega antes de que el aficionado lleve dos horas y media allí.

El pícaro convertido en padrino

Gianni Schicchi no tiene especial buena suerte. Quizá sufre la maldición que Puccini intuía, la que relega las óperas cortas a un limbo extraño. De hecho, el último gigante de la ópera italiana no terminó de estar convencido con la idea de ofrecer tres óperas cortas en un mismo programa, lo que terminó siendo Il Trittico. Como es sabido, estas fueron, Il Tabarro, Suor Angelica y la citada Gianni Schicchi. Se trataba de tres estados de ánimo extremos. Il Tabarro era una ópera sórdida y lúgubre que añadía notas de serie negra al verismo declinante. Suor Angelica fue un trabajo excepcional, pero las monjitas son siempre terreno delicado. Gianni Schicchi, por último, se sumergía en el humor brindando el último ejemplo de ópera cómica italiana de una larga tradición. Se basaba en una brevísima mención de El Infierno de La Divina Comedia, de Dante; uno de los personajes condenados lo era por haber suplantado en el testamento a un rico florentino llamado Buoso Donati. Se trataba, sin duda, de un personaje real de la Florencia de Dante. Convertir esa simple mención en un libreto absolutamente magistral fue un milagro de un joven poeta y músico: Giovacchino Forzano, quien presentó al maestro las dos historias, Suor Angelica y Gianni Schicchi. Se dice que fue el único libretista que no tuvo ningún problema con Puccini en toda su carrera.

Forzano convirtió a Schicchi en un listo y ágil villano de los que poblaban la Florencia del siglo XIII y que alimentaron la gloria de la Ciudad Estado. Su estratagema para quedarse con la fortuna de los Donati se convertía a su vez, en un canto al talento y la vitalidad, una manera de romper el rígido esquema de las herencias que terminan angostando la energía de una sociedad.

Pero, lo que hace de Gianni Schicchi una ópera absolutamente genial es la perfecta condimentación de los ingredientes. El motor es una joven pareja que se ama y que enreda para alcanzar la consumación de su amor. Ella es hija de Schicchi, él es sobrino de una de las Donati. Al principio se sabe que la herencia de Buoso ha ido a parar a un convento, pero pronto descubren que el testamento está aún en la misma casa en la que yace, caliente, el cadáver del patriarca. Hay que hacer algo, pero los parientes son necios, y es ahí donde interviene Schicchi, que se hace pasar por el difunto y cambia el testamento. Al final, los principales beneficiarios son la joven pareja que canta su amor en una incomparable terraza florentina y que, en su momento, serán la continuidad de las dos fuerzas: los ricos Donati, y los ascendentes villanos representados por Schicchi.

La perfección de esta ópera viene, sin duda, de un ritmo frenético de acontecimientos y de una música que conduce la acción modulando los estados de ánimo, los deseos, las estrategias y el contrapunto lírico cuando es preciso. Pero hay más, toda la ópera es casi un resumen de su historia misma como género, su principal aria “Oh, mio babbino caro”, una de las más famosas del repertorio para soprano, es un aria de súplica de confección genial pero aún más genialmente ensartada en la conducción dramática de la historia. Otro tanto se podría decir del aria de su enamorado, Rinuccio, “Firenze è come un albero fiorito”, aria heroica en miniatura. Todo es breve, ajustado y justificado. Por ejemplo, el aria de Lauretta, Oh, mio babbino caro es un modelo de acción teatral. Su padre se acaba de negar a ayudar a la familia Donati por su avaricia y grosería, pero Lauretta ve así frustrada su boda con Rinuccio, tiene que convencerle y rápido; es decir, Lauretta tiene un motivo poderoso para pedir, tiene urgencia y tiene estrategias, es el esquema básico del actor en el modelo de Stanislavski. Todo esto se sustancia en un aria de una belleza tan sublime que la ha convertido en un paradigma del aria de soprano, pero la belleza del aria es una necesidad dramática del momento. Es este un ejemplo de cómo lo operístico es, en esta obra, imprescindible de su dramaturgia.

Todo esto es, además, irresistiblemente divertido y musicalmente impregnante y, por si alguien quiere más aún, resuelto con una economía de medios asombrosa, unos pocos temas que se estiran y encojen, que cantan, narran, puntúan, acentúan y se elevan…, un festín de recursos técnicos y teatrales que asombra y se convierte en experiencia inolvidable.

En cierta ocasión, tuve que escribir comentarios a Suor Angelica y Gianni Schicchi para una producción, decía allí una cosa que me permito citar: Suor Angelica es la obra de un maestro, Gianni Schicchi es la obra de un genio. Un maestro es aquel que conoce y controla sus recursos y que dispone de ellos para realizar un trabajo del que sabe cuales serán los resultados. Un genio es aquel que se ve sobrepasado por sus recursos, que virtualmente lo atraviesan y producen un resultado absolutamente inesperado; algo que no es predecible a la vista de los recursos empleados por más hábil que sea su manipulación. Y, en efecto, sigo pensándolo, Gianni Schicchi es incomparablemente más que la suma de sus ingredientes, es como una explosión de energía en donde todo se sitúa de manera paradigmática creando una referencia de lo que es ópera que se convierte en su propia salvación.

Siempre quise ver Gianni Schicchi como un alegato asombroso en favor de la propia ópera. Un maestro como Puccini, en lo que iba a ser su última ópera terminada por su propia mano (después llegaría Turandot, inacabada), debía de intuir que la época era crítica. El 1918 el cine era ya un medio formidable y algo negro se cernía sobre el futuro de su querido género. Schicchi, al final de la ópera, se dirige al público y hablando, es decir, renunciando al principal recurso de la ópera que es el canto, le dice “por esta bizarría me han mandado al infierno (¿a él o a la ópera misma?), pero si esta noche os habéis divertido, concededme el atenuante…”

¿Y Woody Allen?

¿Qué podía hacer Woody Allen con esto? La verdad es que pocas óperas reflejan mejor la comedia que esta. Y el gran director neoyorquino sale bien parado. Traslada la acción a una Italia de postguerra, con aires mafiosos más que evidentes y una italianidad sobrerrepresentada. No importa, Gianni Schicchi lo soporta todo. La acción misma está muy bien llevada, los ritmos y los movimientos de la disparatada familia funcionan muy bien, y aunque sobran un par de chistes gruesos (la Lauretta sacando una navaja de la liga, por ejemplo) la acción fluye con toda libertad. Hay una pequeña sorpresa final, que no voy a desvelar, que apenas molesta aunque te deje perplejo. Pero, en general, Allen capta la chispa del modelo familiar italiano que sin duda conoce de Brooklyn y evoca más de una idea del cine mismo, lo que es una perfecta manera de cerrar el bucle que hace casi cien años abrió esta formidable ópera.

Una última consideración. Esta es la primera vez que el nuevo Teatro Real lleva Gianni Schicchi a su escenario. Se ha hecho largo para los schicchiófilos. Yo soy uno de ellos y, por si alguien no ha caído, les recuerdo que el título de este blog, Siamo forti, es una de las frases características del genial embaucador florentino. Por algo será.

Ficha artística: http://www.teatro-real.com/es/espectaculos/1862

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