
Don Pasquale © A Bofill
A pesar del clima de protesta y el griterío a las puertas del recinto, protagonizado por los acomodadores del coliseo barcelonés en vaga, la irresistible música del fecundo compositor italiano hizo olvidar bien pronto al público la tensión del vestíbulo, sumergiéndole en la graciosa trama de la que ha sido considerada la última de las grandes óperas bufas de la escuela italiana. El talento cómico exhibido por Donizetti unos años antes en su popular “Elisir d’amore” (1832) fue explotado nuevamente, y enriquecido con una vibrante y colorista orquestación – de acentos románticos y resonancias mozartianas-, en este entrañable título tardío (1843) concebido poco tiempo antes de que una enfermedad venérea le privara de sus facultades creativas y su uso de razón.
El director de escena francés se vale de una austera puesta en escena (una estancia desnuda con un sofá y una simple lámpara), situada sobre una plataforma giratoria, que en el tercer acto la pretendida Sofronia pone, literalmente, patas arriba. Una austeridad que compensa con un hábil movimiento escénico y una iluminación francamente destacable (especialmente en el tercer acto). Contribuyeron a facilitarle la faena, un equipo de cantantes de muy alto rendimiento, encabezados por un Don Pasquale (Lorenzo Regazzo) de notable autoridad escénica –aunque de voz poco voluminosa-, muy bien secundado el elegante nipotino de Juan Francisco Gatell y la feliz Norina/Sofronia de Valentina Nafornita. Mención aparte merece el extraordinario Malatesta de Mariusz Kwiecierí, a quien después de este exitoso debut liceísta –aunque ya participó en el Concurso Viñas de 1998- confiamos ver más a menudo por este teatro.
El joven director de La Fenice, Diego Matheuz, supo sacar un óptimo sonido del foso, aunque en ocasiones tendió a dar excesivo protagonismo a la orquesta en detrimento de las voces. El coro redondeó la función inaugural gracias al buen trabajo de Conxita García.