Doce Notas

Recuperación de la ópera Fantochines, de Conrado del Campo, una mirada al futuro anterior

siamo forti  Recuperación de la ópera Fantochines, de Conrado del Campo, una mirada al futuro anterior

Fantochines. Cortesía Fundación Juan March

No era para menos. Antes de entrar en materia, unas palabras sobre este admirable proyecto de recuperación. No ha sido habitual que la Fundación March se atreviera con un proyecto así, trabajan solo en su sede y con sus propios medios.

Pero el nuevo equipo no se ha dejado vencer y ahora hay ópera en la March, toda una revolución. Como, además, la Fundación March mima sus proyectos, la aventura no puede ser más que una bendición. Naturalmente, se trata de ópera de cámara con medios físicos estudiados hasta el milímetro. Resulta que hay mucha ópera que cabe en esas condiciones y, sobre todo, la visión de los responsables actuales de la March es, ante todo, patrimonialista.

El proyecto se completa con un excelente protocolo de recuperación y puesta a punto del material de acompañamiento; especialmente, trabajos de investigación. En suma, que el asistente a alguna de las cuatro funciones que se han visto de Fantochines se han llevado un catálogo modélico en contenidos a la vez que discreto en formato. Volveremos sobre algunos aspectos de estos trabajos.

Perfiles de un maestro

Conrado del Campo (Madrid, 1878-1953) es un compositor secreto para el aficionado normal y un completo desconocido para el que ni siquiera es aficionado. Los más avezados saben que se sitúa en una generación, la de principios del siglo XX, denominada como la de “los maestros” a falta de otra denominación mejor. Fue un gran compositor, un buen intérprete de violín y viola, y profesor de varias generaciones de músicos.

Su producción musical siempre se ha citado como la de un erudito con filiación centroeuropea, un admirador de esa corriente que, en su momento, practicaba y defendía el género sinfónico, la forma elaborada desde el rigor de la escritura, etc. Su catálogo contiene un elevado número de cuartetos de cuerda, más de una docena, y eso para esos años era una marca germanizante. Digamos, de paso, que esta reposición lírica se enmarca en un ciclo mayor en el que se han escuchado varios de sus cuartetos de cuerda y música de cámara.

Los que metían las narices en archivos y bibliotecas sabían, también, que había un número indeterminado de obras para la escena. Y la Fundación March contiene una de esas bibliotecas en las que ha residido parte del legado del madrileño, así como un catálogo general que realizó Miguel Alonso en 1986.

Y si nos centramos en la producción lírica, podría suponerse que era episódica y accidental, a tenor de lo poco que se sabe de ella en nuestro olvidadizo país. Así que la sorpresa es mayúscula cuando un repaso rápido a ese catálogo nos proporciona más de cuarenta obras músico-teatrales, a las que habría que añadir música para la radio, para el ballet y para el cine.

¡Caray! ¡Cuarenta obras son muchas obras! De producción episódica nada. Lo que si es cierto es que un número elevado de ellas están perdidas o son fragmentarias las partes conservadas. Pero por algo hay que empezar, y la March lo ha hecho con Fantochines, ópera de cámara en un acto con libreto de Tomás Borrás. Y tirando de ese hilo sale un continente desconocido, el que podríamos denominar, grosso modo, la ópera española.

Para empezar, marea el problema de la denominación: ¿ópera, opereta, ópera cómica? Podría parecer un asunto académico, pero el propio catálogo del autor muestra una fauna casi descontrolada: ópera, zarzuela, leyenda lírica, drama lírico, revista, humorada lírico bailable, sainete, acción lírica. Y estas son denominaciones del autor inscritas en las partituras, no títulos de circunstancias puestos por comentaristas o terceras personas. Así que si tuviéramos que entrar a dilucidar, con criterios de nuestros días, qué quiere decir cada cosa saldríamos confusos para otra reencarnación.

En todo caso, parece claro que podemos seguir llamando ópera a una cosa lírica cantada integralmente. Desde ese punto de partida, Fantochines es una ópera, aunque el presentador recita al principio, pero una vez entrados en faena ya no paran de cantar, o sea, ópera.

El conflicto amoroso en los años veinte

La ópera en español en el inicio de la década de los felices veinte del pasado siglo debía de haber alcanzado un punto de madurez que podemos adivinar por su rastro. Y de modo más preciso, parece mágico ese año de 1923 en que ve la luz Fantochines, El retablo de Maese Pedro, de Falla y Doña Francisquita, de Amadeo Vives. Y esto es mucho decir, El retablo… es una de las obras mayores de la escena española de los dos últimos siglos. Además, coincide con Fantochines en el uso de marionetas, ¿casualidad? Parece que, más bien, espíritu de la época.

En cuanto a Doña Francisquita, constituye nada menos que la genial respuesta de un músico, en su última década de creación, a la crisis de una zarzuela que apenas sostenía el impulso de las generaciones anteriores, Chapí, Chueca, Bretón, Fernández Caballero… Con Doña Francisquita, la zarzuela recupera el aliento del formato grande, los temas de amplitud emocional y las tramas con trasfondo cultural de empaque. Y sin la llegada de la Guerra Civil, ese impulso podría haber significado el entronque de la zarzuela en la recuperación cultural española que la Restauración había preparado y la IIª República llevó a un segundo siglo de oro.

Pero el problema de Fantochines consiste en cómo encapsular en una hora de duración un divertimento con tres cantantes y ocho intérpretes. Y, además, nos llega en vacío, sin que conozcamos nada de esas más de cuarenta piezas teatrales de Don Conrado. Hay que tirarse a la piscina para el análisis.

La pieza juega con la evocación del galante siglo XVIII y sus juegos amorosos de corte veneciano, aunque la cosa castiza no deja de transparentar en la trama urdida por Borrás. Estamos en el clima de la commedia dell’arte, escondiendo quizá algo, si no mucho, de moral burguesa que busca un correcto matrimonio tras las travesuras de una pareja que tiene, además, un asunto de herencia de por medio.

La ópera tiene, además, una rendija por la que vemos esos asuntos de parejas que han dado óperas memorables en los años veinte. Pienso en Mavra, de Stravinsky (1922) o De la noche a la mañana, de Schoenberg (1928-29). ¿Para cuándo un ciclo que podía completarse con algunas de las deliciosas películas de Ernst Lubitsch?

La crítica y los falsos problemas

Curiosamente, italianismo prerromántico idealizado, máscaras y, sobre todo, neoclasicismo musical eran problemas que bullían en ese momento. De Falla, por ejemplo, hemos citado El retablo de Maese Pedro y su uso coincidente de marionetas. Pero me viene a la memoria otra obra de Falla aún más hermanada con las preocupaciones de este Fantochines, el abortado proyecto de Fuego fatuo, una proyectada ópera sobre música de Chopín y textos de María Lejárraga (esposa entonces y escritora en la sombra de Gregorio Martínez Sierra). Esta ópera estuvo en la mesa de trabajo de Falla entre 1918 y 19. Además de problemas estilísticos y de conflictos estéticos sorprendentes (¡¡¡hacer una ópera con textos de la commedia dell’arte sobre música de Chopin rehecha por Falla!!!), se inmiscuyó, según se dice, todo un conflicto amoroso entre el púdico don Manuel y la escritora en la sombra. Consecuencia, no se acabó nunca y se perdió uno de los proyectos más insólitos de la música española del siglo XX.

En el estreno de Fantochines, la crítica de la época nos dio una lección de confusión que debemos mirar con algo de ternura. En el programa que proporciona la March, y en un texto que firma la institución se habla de la dualidad de la acogida: “En el fondo, subyacía un debate entre partidarios de la vanguardia neoclásica [sic], que contemplaban con escepticismo el experimento de Del Campo (en quien podrían ver un advenedizo), y aquellos que consideraban válidos los moldes del postromanticismo encarnado por el compositor madrileño.”

La “vanguardia neoclásica” es un concepto que precisa más de una explicación, ya que el relato oficial de la primera mitad del siglo XX nos cuenta que la vanguardia era enemiga radical del neoclasicismo. Hablar de “vanguardia neoclásica” es como hablar de la “guerra pacífica” y significa dar por zanjado este asunto y considerar que ambas cosas eran parte del mismo fenómeno. Pero, ¿cuál?

Al margen de este asunto, que merecería una tesis de máster, lo más importante es que esa dualidad enmascaraba lo que era el verdadero problema de la ópera española: construir una auténtica relación feliz entre música y texto. La zarzuela lo había hecho, pero en cantables, en verso y en género cómico casi siempre. La ópera, para ser posible, debía reinventar esa relación desde sus propias claves, desde cualquier atisbo de recitativo o texto de acción dramática hasta cualquier momento sublime; sin olvidar que había que definir cuáles serían esos momentos sublimes.

En suma, había que inventar la ópera española a cada intento. Como parece claro que la ópera española no se inventó, hay que ver cada uno de esos intentos desde la absoluta simpatía hacia el inevitable morrón que se pegaba cada compositor que reproducía la famosa maldición de Peña y Goñi varias décadas antes: “la ópera española es como el manzanillo, cuyas fatales emanaciones matan a todo el que se le acerca.”

Y sabiendo que siempre se fracasaba, es como debemos disfrutar de cada intento. En Fantochines hay momentos líricos extraordinarios, es célebre el dúo del rosal, auténtico número de consistencia de esta operita. Pero, en general, toda la obra es admirable aunque no falten los momentos en que el texto está encajado a capón en la música. Sorprende que gente tan preparada y tan metida en harina no hubieran resuelto el problema de las sinalefas, por ejemplo, o la construcción de una forma musical que se adapte milimétrica y amorosamente a la frase. Pero todos estos momentos de caída no dejan de admirarnos porque Del Campo y Borrás son ambiciosos y, en muchos momentos pero no en todos, inspirados.

No hay nada que reprochar a estos artistas que querían nada menos que inventar un país sabiendo que las posibilidades de que sus papeles acabaran en la basura eran altísimas. Cada pequeño fallo de esta ópera es un fallo del país en su conjunto, mientras que cada acierto solo a ellos les concierne, son, que duda cabe, gente admirable y, tras esta reposición, las ganas de conocer las otras cuarenta piezas líricas de Del Campo se convierten en un deseo que antes no teníamos. Así que gracias a la Fundación Juan March que nos ha dado una puntada de lo que todos los demás deberían hacer.

Y que nadie se esconda, construir la ópera española es también escuchar todos estos intentos, todos y todas las veces que haga falta. Quien piense que construir una ópera española es como jugar a la lotería que se haga a un lado, queda mucho trabajo pendiente.

En cuanto al equipo, aunque en este blog eludimos la crítica, cómo no mencionar la ejemplar entrega de cantantes (Sonia de Munck, Borja Quiza y Fabio Barrutia), a la pequeña orquesta de cámara; al director musical José Antonio Montaño y al director de escena, implicado, además, en la investigación de este trabajo, Tomás Muñoz. Sin olvidar a los responsables de los trabajos teóricos que convierten el programa de mano en pieza de musicología: Tomás Marco, que habla de la parte musical, el citado Tomás Muñoz y a la institución que tan púdicamente esconde el nombre propio con dos trabajos de sumo interés. Además, el libreto, que ya no hay que ir a buscar a polvorientos legajos. Así que ¡bienvenida a la vida, Fantochines!

Programa de mano y libreto en pdf

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