Doce Notas

La valquiria de Carsen agita el Liceu

opinion  La valquiria de Carsen agita el Liceu

Foto: © Antoni Bofill

El director canadiense ha demostrado reiteradas ocasiones en este mismo escenario su habilidad para la dirección de actores y un exquisito sentido plástico en la concepción de cuadros escénicos. Y, como ya pudimos apreciar en su Das Rheingold el año pasado, el universo Wagner le ha ofrecido nuevas oportunidades para profundizar en todo ello.

Valiéndose de algunos guiños cinematográficos, Carsen construye meticulosos cuadros escénicos, bañados por una impecable iluminación que, si bien no se ajustan a la expresa ambientación concebida por el maestro alemán, funcionan a modo de sugerentes metáforas que en nada desvirtúan la narración de la acción dramática. Así, el primer acto transcurre en una especie de campamento militar al aire libre, en donde florecerá el amor entre los dos desdichados welsungos, mientras que el segundo reproduce una lujosa mansión, con personajes uniformados que nos recuerdan la estética nazi. Una tormenta de nieve de gran efectismo plástico y un vehículo destrozado y corroído sirven de telón de fondo a la escena de la muerte de Siegmund. En el tercer acto, la roca de las valquirias deviene un campo de batalla plagado de soldados caídos, de entre los cuales las valquirias abren las puertas del Walhalla a los más heroicos elegidos –previo ascenso por una escalera adosada.

Por lo general, la propuesta dramática funciona y la mayoría de los cuadros logran un atractivo efecto visual, a pesar de insalvables e intranscendentes incongruencias –el propio texto wagneriano ya está plagado de ellas– y de algún incidente ocasional del día de estrena (como la caída al suelo de la espada antes de que Siegmund pudiera extraerla al descubrir Sieglinde el tronco cubierto por una lona).

Algo más accidentada estuvo la orquesta bajo las órdenes de su director titular, Josep Pons. Si bien pocos días antes, desde estas mismas páginas, aplaudíamos la extraordinaria labor de Pons y la orquesta del teatro en la pasada producción de La leyenda de la ciudad invisible de Kitej, en esta ocasión hemos de suscribir que el resultado no estuvo a la altura de las expectativas. Probablemente se echaran de menos algunos ensayos para interiorizar mejor la colosal partitura wagneriana y, sin duda, la atmósfera de incertidumbres y movilizaciones que vive el personal de la casa a causa de los recortes presupuestarios no ayudó en nada a ello. Por lo cual más de un pasaje sonó excesivamente descafeinado y la lectura general excesivamente sumaria, unido a reiteradas e inexcusables salidas de tono de los metales (muchas más de las ya tristemente habituales). No obstante, cabe subrayar el esfuerzo del maestro catalán a la hora de definir la intrincada textura de motivos wagnerianos e intentar dotarlos del mayor relieve expresivo posible.

Afortunadamente, el reparto de cantantes pudo compensar satisfactoriamente los desajustes del foso. Klaus Florian Vogt, a pesar de no ser un estricto heldentenor, defendió con dignidad y autoridad el rol de Siegmund, explotando la vertiente más lírica del personaje en el maravilloso dúo del primer acto, así como en la escena de su muerte del segundo. A su lado, Anja Kampe fue una Sieglinde espléndida, si bien no sobrada de potencia, exquisitamente musical. El veterano Albert Dohmen nos ofreció un Wotan de soberbia autoridad escénica e impecable línea canora –tan solo superado por la orquesta en puntuales frases del registro agudo. Junto a él, derrochó expresividad y talento escénico la magnífica Brünnhilde de Iréne Theorin. Muy bien también la elegante y convincente Fricka de Mihoko Fujimura, así como el inmenso Hunding de Eric Halfvarson. Maravillosas las valquirias, entre las cuales cabe destacar la participación de algunas espléndidas voces españolas.

El veredicto del exigente público wagneriano barcelonés fue generoso en aplausos para los cantantes y excesivamente implacable en abucheos para con el foso. Los responsables de escena, por si las moscas, prefirieron no salir a saludar. Y es que Wagner, doscientos años después, sigue arrebatando pasiones…

Salir de la versión móvil