
Svetlana Ignatovich (Fevronja) © Monika
Rittershaus
Gracias al empeño del por aquel entonces empresario del coliseo de Les Rambles, Joan Mestres Calvet, este monumental drama musical no tan solo pudo estrenarse en primicia sino que arraigó con fuerza en las sucesivas temporadas liceístas, convirtiéndose en uno de los títulos más habituales hasta el estallido de la fatídica Guerra Civil –se programó en 8 de las diez temporadas posteriores a su estrena (1926-1936).
El pasado mes de abril pudo verse de nuevo en el espléndido montaje de Dmitri Tcherniakov, recientemente grabado en DVD y comercializado por Opus Arte –fue premiado en los Opera Awards 2013–; una inolvidable puesta en escena que realza la opulenta partitura de Rimsky-Kórsakov con una maravillosa escenografía y un concienzudo trabajo escénico. Sin lugar a dudas, con permiso de la deliciosa Cendrillon del pasado diciembre, la producción más espectacular que hemos podido ver esta temporada en la capital catalana.
Abordar la obra magna de Rimski-Kórsakov no es tarea nada fácil. Toda ella fue concebida como la síntesis monumental de su carrera, una partitura en donde confluyen y culminan gran diversidad de fuentes estilísticas integradas magistralmente por una arquitectura sonora que nos abre las puertas a la modernidad del nuevo siglo XX. La evocación del folklorismo russo se entremezcla con la profundidad espiritual de la música sacra –que tan bien conocía el compositor ruso–, todo ello unido a resonancias de las músicas de Glinka, Mussorgki, Liszt y Wagner. No obstante, como toda auténtica obra maestra, su aportación va más allá de la brillante síntesis creativa y nos augura ya algunas soluciones que serán desarrolladas por compositores como Stravinsky o Shostakovich.
Su libreto fusiona dos leyendas feudales a modo de solemne declaración sobre el poder del amor, la fe y la transcendencia. La leyenda medieval de la gran ciudad de Kitej, a orillas del lago Svetly Iar –cuyas aguas gozan en la actualidad de gran popularidad y en la profundidad de las cuales cuentan los guías que algunas veces aun hoy se escuchan repicar las campanas y los corazones más puros pueden entrever la luz de sus procesiones–, que por intercesión milagrosa se libró de la invasión y del saqueo de los temibles tártaros, sirve de telón de fondo de donde emerge la historia de amor entre la doncella Fevrònia y el príncipe Vsevolod, cuyo destino final no será otro que su reencuentro en el paraíso.
El papel protagonista de la ópera, el de Fevrònia, corresponde a una soprano lírica con carácter para penetrar psicológicamente en el rol y habilidades canoras holgadas, como muy bien demostró poseer la cantante rusa Svetlana Ignatovich, cuya intepretación fue a más a medida que avanzaba la función. Su compañero de reparto, el príncipe Vsevolod, fue asignado al joven tenor Maxim Aksenov, quien ofreció una más que aceptable encarnación del heroico personaje. El perturbado rol de Glixka –concebido para tenor altino– fue resuelto magistralmente por el cantante (y trompetista) Dmitry Golovnin.
Espléndido y conmovedor en sus intervenciones del tercer acto, estuvo el Fiódor del barítono griego Dimitris Tiliakos, así como también el veterano y viejo conocido del público liceísta Eric Halfvarson, quien encandiló nuevamente al publicó liceísta con una antológica interpretación del aria del Principe Iuri, una de las arias para bajo más bellas del repertorio ruso.
Los dos papeles de los caudillos tártaros –cuyo destino recuerda el de los gigantes Fasolt y Fafner wagnerianos–fueron interpretados también con suma pericia por Alexander Tsymbalyuk y Vladimir Ognovenko. Entre los restantes papeles secundarios, todos ellos resueltos con eficacia por voces habituales de la casa, cabe destacar la lucida interpretación del joven tenor Albert Casals como domador de osos, en el segundo acto.
Mención a parte merece el coro de la casa, quien trabajó a fondo el doble rol de pueblo ruso y pueblo invasor, rubricando una de sus interpretaciones más memorables de la temporada. Sus intervenciones del tercer acto y la sublime plegaria del tercero fueron realmente de ensueño.
Y ¿que decir de la orquesta? Josep Pons, al frente de Sinfónica del Liceu, logró uno de sus éxitos más redondos desde que aterrizó en el quebradizo coliseo barcelonés. Hombre de contrastado oficio y buen olfato lírico –a pesar de lo que algunos resentidos quieran negarle–, supo desentrañar con notable brillantez y fluidez discursiva las riquísimas e intrincadas páginas orquestales de la partitura, logrando algunos cuadros musicales, especialmente en el tercer y cuarto actos, francamente excepcionales.
El público supo apreciarlo y agradecerlo, premiando al conjunto de músicos y cantantes con merecidos aplausos y sonoras ovaciones. El contrapunto negativo lo ofrecieron los responsables de la edición de programas de mano, dejando a buena parte del público de las dos últimas funciones sin posibilidad de hacerse con ninguno. Una muestra más de cuan ridículas pueden llegar a ser las políticas de “ajustes” y “recortes”.