Doce Notas

La voix humaine, cuando el amor es solo voz

siamo forti  La voix humaine, cuando el amor es solo vozDe vez en cuando, Los Teatros del Canal de Madrid dan un latigazo en el ámbito lírico. Y siempre cuando menos se espera. Puede ser una Pepita Jiménez (Albéniz) marcada por la polémica que alimenta Bieito; o quizá una efeméride (o dos) convertida en chacota fina por el responsable artístico de la casa, Albert Boadella, esto es, El pimiento Verdi; también se ha convertido en sede básica de las experiencias de operadhoy, fieles a su cita de verano.

Siempre interesan estos montajes, inquietos y saludables, a los que el público ya fiel de esta institución no le hace ascos, al contrario, porque sabe que siempre son bienvenidos, que se cuenta con ellos. Además, los más grandes forman parte de coproducciones ambiciosas.

Uno de estos espectáculos operísticos que caen como agua de abril ha subido a las tablas de la Sala Verde de la casa el día 11 de abril. Contará con dos funciones más, los días 13 y 15, y a no dudarlo tendrá vida, más allá de la contrapartida del coproductor, nada menos que el Gran Teatre del Liceu.

Y es que resulta curioso que una pieza tan ambiciosa y bien planteada aterrice sin más en un espacio generalmente lleno de espectáculos. Es una curiosidad feliz porque esta Voix humaine tiene envergadura y no ha pasado desapercibida, a tenor de la expectación de la función del estreno madrileño y del cartel de no hay entradas para las dos que quedan.

Un plantel artístico de gran altura

Para empezar, hay que señalar la presencia magnética de la soprano navarra María Bayo que se ha tirado a la piscina con un proyecto valiente. María Bayo reúne todas las características para dar fuerza a la mujer que habla por teléfono con su amante en un recital de sentimientos difíciles, como lo son los de este monodrama carismático del desamor. Para empezar, Bayo tiene una gran cercanía con la ópera francesa, se siente cómoda. En cuanto a esta ópera, Bayo es prácticamente hija de ella; de hecho, Bayo ha nacido el mismo año en que fue compuesta, 1958. Es, además, esa mujer elegante, madura, con una vida detrás, pero en sazón como para no dar la impresión de haber sido abandonada por motivos de deterioro físico, algo que Poulenc consideraba imprescindible para este papel.

Con este as en la manga, faltaba completar el juego ganador. Y el segundo gran ingrediente es la presencia de una orquesta. La voix humaine se ha hecho muy popular por muy diversos motivos, pero al ser un monodrama, o sea, una ópera con un único personaje, se ha hecho habitual representarla con reducción a piano o con otras fórmulas de ópera de cámara. No es una opción despreciable, pero verla y oírla con una orquesta completa se ha convertido en un lujo.

Y la orquesta de esta versión tiene su interés, se presenta como la Orquesta Sinfónica Verum, que es una marca de vinos convertida en patrocinadora de todo una orquesta. Y como corresponde a la situación actual de los músicos españoles jóvenes, suena muy bien, incluso  se alcanza a reconocer a intérpretes que no han dejado de intentar dar vida a orquestas nuevas en estos últimos años.

Y al frente, nada menos que un director de la solvencia del catalán Ernest Martínez Izquierdo, curtido en mil batallas, ya sea como titular de la Orquesta de Navarra o la OBC o como animador de numerosas iniciativas.

Queda la parte teatral, que ha corrido a cargo de Paco Azorín como  director de escena y escenógrafo, auxiliado por María Araujo en el vestuario, Pedro Yagüe en la iluminación y Pedro Chamizo en la videocreación.

Pero no acaba ahí la aventura, sus responsables han tenido una idea sumamente ingeniosa para realzar tanto la atmósfera dramática como poner en valor la figura de Francis Poulenc. Se trata de proponer, a modo de prólogo, la interpretación del Concierto para dos pianos en re menor del parisino, y no de cualquier manera. Los movimientos primero y tercero se interpretan en primer lugar y, como colofón y empalme con la situación dramática de la ópera, el segundo, el bellísimo y popular Larghetto, cuya sabia mozartiana parece sugerir un clima cercano al de la Condesa de Las Bodas de Fígaro, y su magistral aria del desencanto y el abandono amoroso.

Y como solistas del Concierto, nada de figuras de relleno, dos pianistas enormes, Juan Carlos Garvayo e Isabel Requeijo, que interpretaron la obra con claridad, dominio y una seguridad que ponía en bandeja el inicio de las desventuras de la protagonista.

Quedaría señalar otra idea extraordinariamente estimulante: en primer plano se ve una suerte de apartamento en el que la pared posterior se abre a la orquesta. Pocas veces, una ocurrencia de este tipo la he visto funcionar tan bien: el teatro delante y la música detrás, ideal para la acústica en un teatro sin foso, pero a su vez todo el fondo es como una pared móvil. Al igual que la parte superior de la escena, convertida en pantalla para unos vídeos discretos y turbadores. El acierto se completa con una ambientación que, pese a la ruptura de la primera pared del cubo escénico, no deja de acentuar el clima Art Déco de la obra.

Del ataque de nervios a la desesperación

La voix humaine nació como obra teatral de Jean Cocteau en 1932 y es una pieza maestra de lo que a mi me gusta llamar la cultura de los treinta, un periodo sublime que inventó casi todo el siglo XX y que quedó fijado, como Pompeya o como una mariposa cazada al vuelo, como consecuencia de la violenta crisis de la IIª Guerra Mundial.

Como pieza teatral ha tenido mucha influencia, cómo no recordar que Pedro Almodóvar reconoce en ella la primera fuente de inspiración para sus “Mujeres al borde del ataque de nervios.

Es un monólogo de una mujer que habla por teléfono con un amante que ha roto con ella y que va a casarse al día siguiente. La peripecia emocional de esta mujer es todo el nervio del monólogo, sus estrategias para que la voz no se corte, su ansiedad ante el abismo de una separación que aún no puede digerir, sus miedos y sus fantasmas… y siempre, el teléfono como única realidad.

Y si el teléfono de esta obra era un aspecto de modernidad en los treinta, ahora es arcaísmo en pleno periodo de los smartphones, el WhatsApp, las redes sociales, etc. En la pieza, el teléfono se corta, se interrumpe, se interpone una operadora… en suma, tortura al personaje desde su modernidad (la de entonces), como siempre lo hace cualquier modernidad con los personajes frágiles. Por ello tiene mayor mérito no intentar modernizar la situación de la ópera.

Pero el meollo de la obra es el desamor, una antología de sentimientos que muestran la extrema desnudez emocional de la mujer que ya solo aspira a ganar minutos a la conversación con quien ha compartido cinco años de amor y se va para siempre de su lado.

También esta concepción del desamor (y su contrafigura, el amor) ha quedado fijada en esos años treinta. Siempre hay sentimientos universales que cualquier amante compartirá, pero ya no se rompe así una relación y apenas quedan intentos de suicidio en una mujer madura por estos temas. Y sin embargo… Poulenc mismo decía, esa mujer “soy yo, como Flaubert decía, Bovary, soy yo”.

Y es que esa foto fija de la desesperación por una ruptura amorosa tiene un punto de lucidez que no pierde la menor actualidad. El tiempo pasará y esa mujer se levantará, y quizá antes de lo que piensa; como se dice popularmente, el tiempo todo lo cura. Pero lo que tiene de intenso y terrible esta obra es que hay algo que el tiempo no cura, algo que hace que el tiempo se detenga y confronte a alguien con una experiencia irrepetible; en este caso es el desvalimiento absoluto, la constatación de que, en un momento dado, podemos quedar radicalmente desvalidos. Y cuando el tiempo pase y nos levantemos, ya seremos otros, el tiempo no nos ha curado, simplemente ha dado paso a otra persona de la que la cicatriz será apenas el recuerdo y la medalla ganada en esa tremenda batalla.

Por ello, esta pieza de Cocteau se convirtió en una ópera paradigmática del desamor en el siglo XX. El desamor que el tiempo no cura porque sencillamente no llega a alcanzarlo es la perfecta metáfora de la música. También ante la música queremos que no termine (como la conversación telefónica con el amado), pero deseamos a la vez que se consuma, que nos dé ese algo que buscamos en ella, y ese algo es un final que nos dejará vacíos, al menos en el ámbito de la experiencia, simplemente porque termina.

El amor y la música nos conectan con el tiempo y nos sacuden en la angustia de su finalización. En el largo plazo, nos sucede lo mismo con la vida, pero solo el anciano tiene el sentido de una experiencia que ya no tiene opciones de compartir. El amor, la música, la vida… todo sucede en un plano de intensidad que nos lleva de la euforia al abatimiento, y solo porque comienza, nos ilumina y finaliza, y no sabemos por qué. Apenas sabemos que no queremos que la línea se corte.

Por esto y otras cosas más esta ópera está viva, tanto como el monólogo teatral original de Cocteau. Texto y música beben de una gracia que sostiene su peripecia. Como Poulenc, Flaubert y seguro que Cocteau, nosotros somos también esa mujer.

 

 

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