Doce Notas

Ópera de Madrid se presenta en público con un ‘Rigoletto’ admirable

siamo forti  Ópera de Madrid se presenta en público con un Rigoletto admirable

Marco Moncloa en el papel de Rigoletto © Ópera de Madrid

El miércoles, 12 de marzo no era la primera función de Rigoletto (Verdi), lo fue el día 7, pero ha sido la fecha elegida para que se congregue allí crítica, colegas y profesionales.

También ha sido la fecha elegida para rendir homenaje a una gran pionera, la directora de orquesta María Dolores Marco (1935-2005). El homenaje corrió a cargo del empresario Enrique Cornejo, que acoge a la joven Compañía, y lo recibía uno de los hijos de la directora barcelonesa, el tenor Lorenzo Moncloa. Significativamente, el papel principal de esta atormentada ópera corría a cargo del barítono Marco Moncloa, hijo también de la directora recordada.

Ya se ha hablado en este medio sobre el nacimiento de esta sorprendente y esperanzadora compañía lírica. Formada por artistas (cantantes, actores, directores de orquesta y de escena…), su salida al ruedo es una de esas buenas noticias que animan el depauperado panorama lírico musical actual.

Y es que se trata de un excelente grupo de profesionales que, además de pensar la ópera y la zarzuela, cantarla y pretender hacer una carrera profesional adecuada en su contexto, se echan sobre sus espaldas todas las responsabilidades de la gestión de una compañía en un entorno económico tan dramático como la dura trama de la ópera con la que se acaban de presentar.

En este sentido, su formación y presentación constituye un alegato contra más de una cosa: la crisis, desde luego, pero también la desidia y el desistimiento de los inanes poderes públicos en los asuntos de la cultura.

Su presencia nos recuerda que en España hay unos pocos teatros líricos de alto nivel, dominados por todos los fantasmas del elitismo y de una papanatería que se dice moderna aunque no es más que el disfraz snob del provincianismo; y luego nada y más nada hasta, si acaso, algunas compañías de bolos mejores o peores que han vivido a costa de las contrataciones de festivales de verano o circunstancias de aluvión; y que ahora ya ni eso.

Y si los artistas, especialmente los jóvenes, viven todo esto como pueden, otro tanto le sucede a mucho público que se siente expulsado de esos pocos y caros teatros en los que el acceso suele ser tan difícil y frustrante como hostil a los gustos de un público “tradicional” al que se le ha negado la posibilidad de acceder a una modernidad que concilie con una continuidad sin la que la afición lírica no encuentra referencias.

En suma, que hay un ancho valle de posibilidades en ese vacío insensato de la lírica en España. Pero, eso sí, posibilidades que solo son tales sin ayudas ni zancadillas. Y, como el mundo es de los valientes, esas dos o tres docenas de artistas asociados van a probar suerte sin ayudas y con zancadillas. Su salvación será el público, claro, y público hay, pero bueno será que despierte pronto, porque Ópera de Madrid trabaja sin red.

En la función del señalado día 12 había un ambiente estupendo, casi eufórico, incluyendo caras conocidas del teatro y la joven lírica. Y la respuesta ha sido efervescente. Se aplaudía tras las arias más representativas, como en los viejos tiempos, y aunque a mi es una costumbre que no me gusta, me sumaba a ella con la convicción del que reivindica un acto que va más allá del reconocimiento puntual al artista. Había un ambiente casi como de nacimiento de un género, de una complicidad contagiosa.

Una producción valiente y sólida

Pero toca entrar en materia, lo que conlleva dar opiniones que se confunden con las de un crítico, y no he dejado de insistir en que esta sección no es de crítica, por más que las opiniones (formuladas profesionalmente en un medio) y las críticas sean primas hermanas. ¿Qué hacer…? La excepción que confirma la regla, no sin admitir que la subjetividad y la complicidad con este proyecto de las que pueda hacer gala me dejan en los márgenes de la crítica formal (¡menos mal!).

Ópera de Madrid ha formado una orquesta de tamaño medio, con predominio de gente joven. El Reina Victoria es un teatro pequeño y sin foso. Pues bien, todo esto funciona a favor, la orquesta de una buena treintena de instrumentistas, situada a ras del público, tiene el sonido adecuado para el espacio dada su disposición. Todo ello con algunas excepciones. Seguro que funcionará de maravilla en la orquesta rossiniana de la próxima producción, El barbero de Sevilla. Y tendrá alguna dificultad más en la siguiente: La Bohème, de Puccini. Pero, en líneas generales, el sonido musical es una sorpresa una vez que se acepta la convención del tamaño. Y no es tan raro, ya que existen transcripciones de numerosas óperas para orquestas de esta talla.

Y llegamos a la almendra: los cantantes. La mayoría de los conjurados en esta compañía son cantantes y su nivel es muy bueno. Muy superior al de cualquier compañía de aluvión. Buena parte de ellos son o han sido habituales en producciones de teatros como La Zarzuela, por ejemplo. Aquí dan un paso adelante y asumen papeles protagonistas que nuestro ambiente les niega, y el resultado es sorprendente.

En la función del día 12, a la que asistí, Rigoletto estaba encarnado por el citado barítono Marco Moncloa, Gilda estaba en manos de la soprano canaria Ruth González y el Duque de Mantua corría a cargo del tenor José Manuel Sánchez. Otros días serán otros, ya que hay tres o cuatro cantantes por cada papel grande. Y los que no trabajan en esta ópera, o lo hacen en los días finales del mes que dedican a cada producción, son, a su vez, ayudantes de dirección o de producción de las siguientes en un trabajo quizá extenuante, pero que los convertirá, sin duda, en profesionales de ancho recorrido.

Y ¿cómo estuvieron? Marco Moncloa y Ruth González magnetizaron al público (y a mí). José Manuel Sánchez, en el comprometido papel del malvado Duque, algo menos, pero solvente. Y a destacar la seguridad y el profundo color vocal del bajo Piet Vansinchen, como el gótico sicario Sparafucile, y la contralto María José Trullu en un doble papel de Ama de cría de Gilda y de hermana de Sparafucile. En el resto del reparto, hay seguridad y buen hacer que, a no dudarlo, brillará en siguientes producciones, dado el nivel de compromiso de esta asociación de artistas.

La orquesta, dirigida en esta ocasión por José Fabra (que se alterna con Alexis Soriano), sonaba segura, como corresponde al nivel alcanzado por nuestros jóvenes intérpretes, tan alejados de las rutinarias prestaciones de antiguas orquestas de teatro lírico en España.

La dirección de escena es de Tom Baert, reproducida de otra con destino al Festival belga de Alden. Sórdida, como corresponde, pero contando la historia original, su principal problema es el de adaptarse a un espacio físico exiguo. Curiosamente, esa estrechez del escenario del Reina Victoria crea una complicidad mayor entre orquesta y voces que proporciona empaste en un teatro del que cabría dudar de sus aptitudes acústicas para la ópera.

En suma, un resultado sorprendentemente alto, con una decencia artística que solo se alcanza cuando detrás hay pasión y oficio, y un consecuente éxito de público que aplaudía entusiasmado por tener ópera de calidad tan cerca de una zona de Madrid que parecía abandonada al cultivo esterilizante de los bares de tapas, copas y demás zarandajas del ocio urbano barato.

…y una Administración hostil

Queda una apostilla inevitable. Esta aventura es el resultado de unas circunstancias que no se deben pasar por alto. En cualquier país europeo de nuestro entorno, la ópera y otras variedades de teatro lírico tienen un cultivo bien articulado. Hay compañías y teatros de primer nivel, segundo, tercero, etc. Los artistas, especialmente los cantantes cuyo desarrollo profesional precisa más cuidados, pueden hacer unas carreras coherentes y crecer junto con un público cuya afición mantiene el género por encima de tendencias y modas.

En España no hay nada de eso. Los tres o cuatro grandes teatros viven su sueño de grandeza jaleados por poderes mediáticos que quieren creer que ya somos lo que no hemos sabido alcanzar de manera congruente. Nuestros cantantes jóvenes tienen la permanente invitación de la puerta de salida del país porque aquí no se les da oportunidades, y al público se le dice que es cateto porque le gusta Puccini, por ejemplo.

Y en esto llega la crisis. Los grandes ya no son tan grandes, el público, además de desorientado, comienza a tener menos dinero para asistir y hasta los bolos se hacen escasos o desaparecen ante la desesperación de jóvenes.

Si los poderes públicos querían lanzar un mensaje de que aquí cada uno se debe buscar la vida como pueda, está entendido. A efectos de nuestros músicos, aquí no hay Estado, ya que les ha fallado de manera estrepitosa. Pero si alguien pensaba que su contrapartida, una ley de la jungla raruna, era la oportunidad de olvidarse de todo y mirar a ver qué pasa con los propios medios, llega el malhadado IVA. Es decir, que no hay Estado para crear tejido social y cultural, pero sí lo hay para desbatarar cualquier iniciativa libre.

Así que, si alguna iniciativa de este tipo sobrevive y hace lo que le pide el cuerpo, su vocación y su formación, se convertirá en una denuncia frente a una Administración tan inoperante como insensata. Y si no sobrevive, también. Si los liberales que nos gobiernan piensan (o se comportan como si lo pensaran) que la cultura es un terreno salvaje en el que solo debe sobrevivir el más fuerte, compitiendo en el tejido urbano con la comida basura, el comercio desregulado y el negocio oportunista tipo compro-oro, lo menos que se le puede pedir es que dejen de gravarlo de una manera anticompetitiva con respecto a los países de nuestro entorno.

En realidad es una posición tan abusiva y cobarde que no puede uno por menos que compararla con el drama que nos había congregado, Rigoletto: una chica, Gilda, hija del bufón del Duque, seducida, raptada, violada y engañada que, encima, da la vida por su torturador. “Lo amo demasiado”, dice, manteniendo una posición hoy incomprensible y que da ganas de saltar al escenario y darla una bofetada si no fuera porque se trata de Ruth González, una soprano deliciosa y una artista sensacional que merece tanto aplauso como mimos.

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