Doce Notas

La muerte de Gerard Mortier tiñe de luto al Teatro Real

siamo forti  La muerte de Gerard Mortier tiñe de luto al Teatro Real

Gerard Mortier, Madrid 2014 © Javier del Real/T. Real

Mortier había nacido en la ciudad flamenca de Gante el 25 de noviembre de 1943 y su trayectoria en los cargos más importantes de la gestión operística a escala mundial lo habían convertido en una personalidad de resonancia mundial.

Cuando la noticia de su fichaje por el Teatro Real madrileño se hizo pública se produjo un temblor de sueño de grandeza que la incipiente crisis aún no había derribado. Mortier, entre otras cosas, venía de la Ópera de Nueva York (NYCO), antes se había hecho cargo de la Ópera de París, había dado forma a la Trienal del Ruhr a solicitud del Estado alemán de Renania del Norte-Westfalia, su puesto anterior le había convertido en leyenda al hacerse cargo del Festival de Salzburgo durante diez años en donde había sustituido al mismísimo Karajan, y ahí había llegado tras dejar una estela de éxito y modernidad en la ópera La Monnaie de Bruselas, su propio país.

En Madrid aterriza en enero de 2010 y la ciudad musical queda expectante ante el acontecimiento. Poco a poco, el estilo Mortier va a acabar por polarizar el entorno cultural; de hecho, la polémica y la división de opiniones eran herramientas que el gestor belga controlaba con la eficacia del licenciado en comunicación que era.

Bienvenido, Mister Morti

En su haber: no ha parado de hablarse de que había puesto al Teatro Real de Madrid en la agenda mundial de la ópera; en su debe: que quizá eso mismo no garantiza por sí solo una adecuada salud operística en una ciudad con múltiples carencias históricas.

Se le deben montajes extraordinarios, pero no se le hará justicia completa si no se señalan otros aspectos circunstanciales, cuando no lamentables. En la hora del balance, eso mismo se le puede achacar a cualquiera. Pero Mortier se había hecho con tal protagonismo mediático que amplificaba los claroscuros.

Algunas decisiones suyas eran tan fácilmente discutibles que cobraban un protagonismo quizá exagerado. Por ejemplo, la decisión de no contar con ningún director musical estable. Añádase a ello el que para justificar su decisión faltara al respeto gratuitamente al anterior director musical del coliseo, Jesús López Cobos.

Otras de sus decisiones polémicas (aunque esta quedara para especialistas) era la de fijar su atención comunicativa de forma exclusiva en el diario más importante de la ciudad e ignorar todo lo demás. Y esto no es algo que haya hecho solo en Madrid, también París (que yo sepa) vivió el mismo esquema.

Podríamos seguir añadiendo comentarios sobre decisiones controvertidas de su gestión de las que la más grave se podría resumirse en una mezcla de desdén y desprecio hacía lo español, disfrazado a menudo de un cierto paternalismo y una capacidad dialéctica para negar la evidencia que delataba esa cultura jesuítica en la que se había forjado.

Y, sin embargo, moderno

Todo esto, y más, desdibujaba a veces una pasión por modernizar la gestión operística que ha producido no pocos resultados excelentes. Mortier, por ejemplo, había sabido rodearse de artistas de la escena de talla internacional con los que tenía una relación de privilegio (Peter Sellars, Bob Wilson, Michael Haneke, Krzysztof Warlikowski, etc.) y con ellos ha producido en Madrid varios espectáculos de resonancia mundial. Quizá el apartado de batutas no haya alcanzado la misma altura y el propio Mortier no ha dejado de salir en defensa de sus opciones. Pero, en el balance, tampoco está mal y la orquesta del Teatro Real ha ido adquiriendo soltura y experiencia; por más que el sucesor de Mortier, Matabosch, se ha apresurado en nombrar a un director musical, Ivon Bolton, cuya decisión desdice la política de Mortier.

El hecho de que Mortier haya fallecido prácticamente con las botas puestas (de hecho su sustitución se precipitó a causa de una enfermedad que se presumía muy grave, como ha sido), añade un tinte melodramático a esta tensa historia, una resonancia muy operística que no le habría molestado al brillante y controvertido gestor. La noticia de su muerte en su casa de Bruselas, rodeado de sus amigos y allegados, tiene un toque a lo Traviata que le cuadra muy bien.

Respecto al balance definitivo, es de justicia señalar que nos deja un gestor que ha definido internacionalmente el modo de acción del espectáculo operístico en las tres últimas décadas, ha modernizado ciertas prácticas y, sobre todo, las ha sabido vender admirablemente.

Quizá se podría resumir su aportación a que hoy día el gran espectáculo operístico, ese que mueve mucho dinero e influencias en cierto tipo de sociedades, debe incluir en su gestación una serie de componentes de comunicación poderosos y puestos al día. Esto no es ni bueno ni malo, depende de cómo se haga, y él lo hacía muy bien.

Queda la duda de si puede mantenerse ese modelo sin las endiabladas capacidades del gesto belga. Lo sensato es suponer que no. Así que queda hacer el duelo, elogiar la estatura de este grande, agradecer al destino que lo hayamos disfrutado en su otoño, y prepararnos para una nueva época. Su principal ejemplo es que la ópera puede y debe ser algo imprescindible en la cultura actual y en la futura. Démoslo por bueno y roguemos a quien corresponda que permita el descanso eterno a su dolorido cuerpo mortal.

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