Doce Notas

Isolda y el ocaso del lamento

siamo forti  Isolda y el ocaso del lamento

Escena final de 'Tristán e Isolda'. © Javier del Real/Testro Real

Resulta sorprendente y paradójica la enorme popularidad de esta ópera. Una popularidad que yo definiría casi como “pucciniana”, pero que durante más de medio siglo tras su estreno (en 1865) era prácticamente de vanguardia y que en sus casi cien años de su historia posterior ha ido ganando a los públicos gradualmente, paso a paso. Pero esa popularidad la convierte hoy día en un fenómeno de ricas posibilidades de reflexión, dada su abundancia en referencias y enfoques de profundidad cultural.

Tristán e Isolda ha hecho su aparición en la historia reciente del Teatro Real en tres ocasiones, lo que no está nada mal en poco más de quince años de recorrido. La primera vez vino de la mano de Daniel Barenboim, Harry Kupfer y la Deutsche Staatsoper de Berlín; fue en junio del año 2000. La siguiente producción llegó a la Plaza de Oriente en enero de 2008, la dirección musical corría a cargo de Jesús López Cobos y la escena era de Lluis Pascual. Esta tercera visión viene con la batuta de Marc Piollet, la dirección de escena de Peter Sellars y la celebre escenografía de los vídeos de Bill Viola.

La ópera de la metáfora

De entre los múltiples significados que se puede encontrar en esta ópera, hay uno en el que he insistido en detalle (en mi libro Cuestiones de ópera contemporánea. Metáforas de supervivencia. Ese significado convierte a esta ópera en el origen del concepto de la muerte de la ópera, concebida como un juego de espejos, un reenvío entre su deslumbrante propuesta técnico-musical y la peripecia del argumento. Así, la permanente inestabilidad del material armónico (que haría de esta obra una de las piezas clave de la revolución musical que iba a desembocar en las vanguardias del siglo XX) y la propia inestabilidad del estatus del conflicto amoroso se unirían inextricablemente hasta definir un destino fatal a la evolución armónica del lenguaje musical

Tristán e Isolda se convertiría en la piedra angular de la ópera concebida como metaópera, es decir, la ópera que remite a sí misma en un bucle  que atañe a la responsabilidad del creador con el material musical. Tras Tristán e Isolda, los compositores más comprometidos con la evolución histórica del lenguaje musical no podrían hacer otra cosa que no caminara en una dirección en la que argumento y lenguaje musical se entrelazarían con la misma fuerza de los amantes del drama wagneriano.

Así lo harían, por ejemplo, Pelléas et Mélisande, de Debussy, Wozzeck, de Berg o Moses und Aron, de Schoenberg. Y con ello marcarían el paradigma de mayor peso y trascendencia del siglo XX en la materia: la muerte de la ópera. No voy a insistir sobre este concepto ahora, ya que no es el motivo de mi comentario presente.

Hay un tema que suele pasar más desapercibido en Tristán e Isolda, y no porque esté escondido, al contrario, pero que tiene una riqueza de matices subyugante. Podría denominarlo como “la muerte del lamento”, pero pienso que el término muerte tiene ya demasiada visibilidad y un exceso de dramatismo. Por lo que he preferido el de “el ocaso del lamento”.

El sitio del lamento en la ópera

Hay dos figuras lírico patéticas que dominaron la primera mitad de la historia de la ópera (los siglos XVII y XVIII): el lamento y la súplica. Ambas se encuentran ya en todo su esplendor en el Orfeo de Monteverdi, son pues figuras fundacionales del género.

Para entender la importancia de estas figuras hay que situarse en el periodo anterior a Las Luces, un periodo aún no secularizado en el que la discusión metafísica y política no había llegado a poner en cuestión la preeminencia de los poderes superiores (dioses y mandatarios).

La súplica era la forma de dirigirse al poderoso, no había otra manera de hacerlo para quien ocupaba un lugar inferior. La súplica ritual es el rezo, pero la súplica melodramática se había abierto un hueco decisivo en el plano emocional de la vida diaria. Al dirigirse a un ser superior, ya fuera un dios, un emperador o un mandatario, tal vez se le pudiera ablandar en su “omnipotencia” desde el discurso emocional del sufriente. Así lo harán todos, desde Orfeo hasta Idomeneo. Y si no se consigue nada, al menos se habrá intentado, porque no habrá otra posibilidad de conseguirlo.

El lamento, por su parte, es una queja contra el destino a causa de una adversidad. Aquí el interlocutor está abierto, el lamento se dirige a quien corresponda, incluso a uno mismo. Exteriorizando un dolor se busca el alivio. En los siglos seculares, el lamento socializado ha perdido peso, ante una desgracia se busca consuelo en profesionales, psicólogos, etc., que gestionan ese dolor que si no se expresa hacia el exterior puede provocar consecuencias indeseables en aquel que es víctima de una desgracia.

El lamento y la súplica fueron piezas medulares de la expresión emocional de la ópera. Siempre que el aficionado poco reflexivo acusa a tal o cual ámbito de la modernidad de que la música, o la ópera, o lo que sea, no emociona, sería bueno que pensara en que la emoción de la primitiva ópera no era superficial, no era la tristeza por una historia de amor desdichada o la efusividad por lo contrario. Era una emoción existencial que surgía de complicidades culturales básicas en su contexto.

A partir del siglo XIX, el sujeto histórico se rebela frente al poderoso, no se aguanta ante una injusticia porque piense que el grande sea inamovible o porque represente una delegación de un poder ultraterreno imperecedero. El proceso entre la vieja ópera, la que convive con figuras metafísicas trascendentales, y la nueva, la que quiere recrear que cada persona es dueña de su destino, se sitúa, para simplificar, en la obra de Mozart. En sus ópera cómicas (comedias, diríamos mejor en nuestros días), cada personaje tiene en sus manos posibilidades de crear su vida; y en sus óperas serias o semiserias, Tito, Sarastro o Selim son mandatarios benevolentes y, en gran medida, irreales.

El lamento y la súplica han mantenido una presencia en la ópera de los dos últimos siglos muy significativa, pero trastocados en fragmentos, como si el espejo roto hubiera provocado múltiples trozos de la gran pieza original.

Isolda y la imposibilidad del lamento

Entre las múltiples imposibilidades del destino que conviven en Tristán e Isolda, hay una muy significativa: al final de la segunda escena del IIIº Acto de la ópera, Isolda está ante el cadáver de su amante, Tristán. Antes le ha pedido que se levante, que no la castigue más; pero la muerte es una realidad, y pronuncia una frase clave que, quizá, pase algo desapercibida entre un largo parlamento: “Nicht meine Klagen darf ich dir Sagen?” (¿Ni siquiera puedo decirte mis lamentos?).

Después se desencadena el drama completo y una Isolda transfigurada canta su inmortal Liebestod. ¿Qué figura es esta “muerte de amor”? ¿Es un lamento? El poema ya no tiene nada de queja: “¿No lo veis? / ¿Cómo el corazón se le dilata, valeroso, / cómo pleno y noble / se le hincha el pecho?”

Esto no es una expresión de lamento, Isolde ya no puede lamentarse. En clave realista, diríamos que es una alucinación: “¿Solo yo oigo / esta melodía…?”  Isolda ha perdido a su amante y sabe que no podrá vivir tras el golpe. ¿De qué hablamos, entonces? ¿De suicidio?

El mundo simbólico de esta ópera no cae tan bajo. Pero los lamentos históricos de la historia de la ópera identificaban al público con la peripecia argumental. ¿Cuál puede ser la identificación con la imposibilidad del lamento?

En realidad, Wagner no propone más posibilidad de identificación que con la grandeza de la música, schopenhaueriano hasta el final. Pero la música es también el puente hacia la desintegración de la identidad: “anegarse, / abismarse… / inconsciente… / supremo deleite!”

Así acaba la ópera. La obra de arte suprema, sublime, es el límite existencial. Fuera de ella, solo cabe la desintegración. Y aunque hablar de suicidio parezca muy descreído o vulgar, Tristán e Isolda no permite otra salida si alguien cae en la trampa de una identificación existencial. Al fin y al cabo, suicida es la acción de Tristán cuando renuncia a defenderse frente al arma de Melot, y suicida es la acción del fiel Kurneval. Suicida era también la propuesta de Isolda al brindar un filtro de muerte a Tristán al principio de la ópera, suicidio que tuerce la criada Brangania al cambiarlo por el filtro de amor.

El suicida ya no tiene posibilidad de lamentarse, “no puede decir sus lamentos”, ha vivido su drama como una jugada maestra del destino y, al perder, tiene que pagar su apuesta, su capital es su vida.

Hay otros lamentos más humanos en esta ópera, por ejemplo, el del rey Marke al final. Él es un rey benevolente y comprensivo, como Sarastro, Selim o Tito. Y cuando consigue entender, solo busca hacer posible el perdón, la reconciliación y la vuelta a la amistad con Tristán. Pero llega tarde. La jugada que le brinda el destino es la de la contingencia o, dicho más coloquialmente, la de la mala suerte. Pero si Marke no puede llegar a tiempo de salvar la situación, tampoco podría salvar al género de la ópera. Humano, demasiado humano, Marke es básicamente, el buen espectador, una víctima colateral. Y Tristán se lo deja claro en su respuesta más oscura: “… lo que preguntas, / jamás podrás saberlo.”

En rigor, el suicidio generalizado que subyace en Tristán e Isolda es, ante todo, un suicidio social. La posibilidad de realizar un destino en el marco del apogeo de la burguesía del siglo XIX se había convertido en algo tan improbable que su simple hipótesis abocaba a la muerte. El amor como destino tendía hacia la destrucción, y la ópera como destino parecía aspirar solo a su disolución, como así ocurría con la evolución del lenguaje musical. Y la imposibilidad del lamento era otro de los síntomas de que las tradicionales fidelidades del género operístico habían llegado a su fin, e Isolda (Wagner) lo había descubierto.

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