Paso por la calle y me cruzo con un autobús. Su publicidad anuncia el musical Hoy no me puedo levantar, y leo distraído una frase: “Lo nunca visto”. Hay días o momentos en los que, de la inmensidad de mensajes que nos inundan, uno se te incrusta y hay que hacer un esfuerzo para librarte de él: ¡Lo nunca visto! Pues es verdad. No lo había pensado, no lo he visto nunca.
Y recupero el paradigma de mi tío Luis. ¿No lo he visto nunca porque no tengo dinero o por otras razones? Bueno, seamos lúcidos, reduzcamos nuestros actos y nuestras decisiones a su justo valor. La verdad es que hay infinidad de cosas que no compro porque no tengo dinero, todo lo demás son pamplinas.
En las inmediaciones de la Gran Vía de Madrid, donde vivo, hay ingentes cosas que no compro o no acudo porque no tengo dinero. Por ejemplo, los musicales. Hay ahora mismo tres grandes títulos, el citado Hoy no me puedo levantar, El rey león y Marta tiene un marcapasos. Podría añadir La Chocita del loro y sus Monólogos en familia. Todo ello sin citar a los cines que aún quedan. ¿Por qué no voy, porque no tengo dinero o por otras razones que mi tío Luis ni siquiera escucharía?
Sobrevolando consumilandia
Ataquemos el problema por otro lado. Puedo ir a Cortylandia, es gratis. Suelo decirme que no voy porque es tremendo para mi cuerpo o mi sensibilidad. Pero, sobre todo, si fuera no podría comprar cosas que forman parte de la liturgia: los globos, por ejemplo, esos tan bonitos que simulan delfines rollizos o mikimouses con cuerpo de salchicha. Es un hecho que se me ha pasado la edad de los globos, pero si tuviera dinero quizá podría intentar recuperar al niño que llevo dentro comprando alguno; o unas chuches, cosas en suma que me parecen absurdas pero que, posiblemente, podría comprar si tuviera dinero. ¿Y cómo sé que no quiero si no tengo dinero?
Cruzo las calles de Arenal y Mayor y me desplazo hasta la universal Plaza Mayor. Su mercadillo navideño es una apoteosis de las cosas que no compro porque no tengo dinero. Es un hecho que jamás he comprado una caca de plástico, unas bombas fétidas o un matasuegras, y no siempre he estado sin dinero, aunque no lo recuerdo bien, la verdad. Pero hay que vivir el presente, el pasado es un relato que edulcoramos como nos conviene, y el presente es el de las innumerables cosas que no compro porque no tengo dinero. Tampoco compro accesorios para el belén o el árbol navideño. En fin, me gusta acudir a la Plaza Mayor en Navidad pese al agobio evidente; y me gusta porque allí me acaricia, a veces diría que me abraza, la sensación de que no compro nada porque no quiero. Pero eso de no querer por obligación, la verdad, no es realmente querer.
También son interesantes los mercadillos artesanos de las plazas del centro de Madrid (y no me digan que los hay por todas partes). Todo lo que hay ofrece un aspecto tan incomprable que casi acaba con mi experimento mental. ¿De verdad, si tuviera dinero, compraría esos horrores de cuero, de tela, de madera, esos frutos secos garrapiñados que sugieren caries dental a dos metros de distancia, esos churros hechos en un aceite indefinible, esa apología de objetos que llevan décadas repitiéndose y constituyen el mejor arquetipo de la ausencia de imaginación, por no hablar de creatividad? Sí, ya sé que es un ejemplo límite, pero ¿cómo puedo estar seguro de que no los quiero ni ver si no tengo dinero para comprarlos? Aquí me falla un pilar esencial del experimento; para poder optar entre sí o no necesito los medios que me permitan elegir cualquiera de las opciones. Uno de esos medios se llama dinero.
Que quede claro, no me estoy quejando de que no tenga dinero, me quejo de las enormes posibilidades que tengo de engañarme a mí mismo si cuando pienso que algo (o mucho) de lo que me rodea no me interesa puede que sea porque hago de la necesidad virtud, un refrán que suena muy bien pero que es tan autoengañoso como el peor.
Una pobreza cuántica
De todos modos, mañana se me pasará, seguro. Uno no puede estar ejercitando constantemente la verdad, la vida sería imposible, como decía Wilde. Llevo varios años sobreviviendo a base de pensar que no tener dinero es “guai”, y no sé cuántos me esperan. Además, mi club es enorme, somos mayoría. Creo que mañana voy a cambiar de experimento mental, voy a pensar, al menos hasta el próximo día 22 de diciembre, que puedo hacerme rico. Es muy fácil, es lo que se llama una experiencia cuántica: hasta que llegue el maldito momento de conocer el número ganador de la lotería, soy rico y pobre a la vez. El número fatal, cuando salga, matará mis ilusiones, como en el experimento del gato de Schrödinger. Pero, mientras tanto, soy legítimamente rico a la vez que pobre. Durante lo que queda de semana puedo pensar, por tanto, qué me puedo comprar con las seguras ganancias del azar.
Así que voy a comenzar a imaginar si me apetece ir a ver “Hoy no me puedo levantar”, aunque solo sea para romper el maleficio de la frase del autobús, “Lo nunca visto”. Pasearé por los mercadillos para ver si me apetece realmente una bufanda o unas zapatillas. Incluso fantasearé en la Plaza Mayor con la posibilidad de montar un árbol de Navidad o una fiesta de cotillón fascinante, con sus tonterías, su pandereta rústica y su saxofón de plástico. Puede hasta que deje cincuenta céntimos a los músicos callejeros que, tras las oposiciones del Ayuntamiento, parece incluso que afinan.
Voy a sentir lo que significa sentirse rico. Ya sé que me van a decir que la realidad no se divide simétricamente entre ricos y pobres, pero a los estados de ánimo le gustan las cosas claras, blanco y negro, triste o alegre, feliz o desgraciado; es lo que nos dicen en todas las películas, de los musicales de la Gran Vía no sé porque aún no he ido. Para sentir cualquier otra franja de la experiencia humana ya habrá tiempo.
Y cuando llegue el día 7 de enero, lo más probable es que vuelva a mis prejuicios y continúe con ese pensamiento maniqueo que parece una segunda piel y que te ayuda a sobrevivir. Por ejemplo, cuando vuelva a pasar delante de la puerta de algún teatro de la Gran Vía con sus musicales, echaré mano de mis aprioris, “vaya coñazo que debe de ser eso”, “¿cómo es posible que las salas alternativas de teatro y danza parezcan catacumbas de cristianos del siglo I y esta sarta de banalidades tengan cola?”, “¿cómo es posible que alguien compre pipas garrapiñadas o un bolso de cuero modelo David Crocket?”, “¿cómo es posible que…?”
Vale, vale, no me riñan, vean en todo esto solo lo que es, un pensamiento débil, una argucia de supervivencia de alguien que no puede estar todo el día pensando que no puede participar en los ritos sociales contemporáneos porque… no tiene dinero. En cuanto a mi tío Luis, con recordarle una vez al año es suficiente.
Y, que no se me olvide, Feliz Navidad.