Pasado el desahogo de las consabidas ironías que le ha dedicado la prensa española, algo me ha llamado poderosamente la atención: en Europa necesitan decirnos hasta cuál es la mejor manera de ser pobres. Antaño, los pobres sufrían todos los infortunios, pero se libraban de los bienintencionados consejos respecto a cómo comportarse para ser pobres, cada pobre se buscaba la vida y adaptaba sus recursos para sobrevivir en función de las expectativas y de su intuición. Ahora no, necesitamos Agencias estatales que nos enseñen aquello que hemos olvidado: cómo ser pobres.
Hay un sector en Europa (me voy a centrar solo en el viejo continente) que lleva un largo periplo en cuanto a peripecias y argucias trenzadas en el problema de la supervivencia: los compositores. Es un sector pionero en la aventura de sobrevivir sin recursos, sin que nadie los solicite e incluso irritando a las mayorías con su sola presencia. No sé cuántas veces se ducha o come carne un compositor medio europeo; tampoco es adecuado igualarlos a todos, ya que cada país y cada zona son un mundo. Pero están ahí, sin dar la menor muestra de estar mal alimentados, escasos de higiene o tener sed, de momento… Su pobreza, forjada en esos momentos en los que todos nadaban en la abundancia menos ellos, hoy es ejemplo de entereza y eterna sorpresa de agoreros.
Y, como no parece esperable que nazca una agencia pública que les aconseje respecto a la pobreza, podría ser de estimable utilidad realizar una primera aproximación al estudio de su misterio. Podría ser ejemplo para otros y enseñanza elocuente para curiosos.
No es pobre todo lo que reluce como tal
Digamos de entrada que para que un compositor sea un auténtico pobre debe dedicarse solo a eso, a componer. Pero como el martirio es una vocación sobrevenida, lo más normal es que la persona-compositor tome pronto la decisión de vivir de otra cosa y dejar la pobreza a los puros. Señalemos, también, que hablo de compositores de tradición clásica-contemporánea; los que se dedican a sembrar en territorios más fecundos (cine, publicidad, música popular, videojuegos y, más recientemente, en músicas del arrepentimiento, o sea, en músicas clásicas que reniegan alborozadamente de haber sido arriesgadas, vanguardistas, modernas, etc.), esos “compositores” pueden tener salidas económicas florecientes. Incluso, si son del privilegiado número de los de la “rueda de televisión”, sus ganancias andarían al nivel de Bárcenas.
Ahora bien, el que el compositor se dedique a otra cosa para vivir, digamos que prácticamente todos, no elimina el análisis sobre la pobreza que aqueja al oficio. Sobre todo porque si de verdad compone, ya sea parcialmente, tendrá que dedicar a ello un esfuerzo y un tiempo tan elevados que se hará notar en su cuenta de resultados en forma de agujeros proporcionalmente cercanos a los de la deuda del país.
Naturalmente, ser pobres en un momento de crisis como el actual, no tiene ni siguiera el encanto de la originalidad. Pero sí es notable el hecho de que lo lleven siendo desde los viejos tiempos de la “abundancia”, de que se trate de unos pobres con raigambre. Aunque, será bueno insistir, no olvidemos que casi ningún compositor ha sido pobre del todo al haber ido tirando de otras cosas; lo que nos lleva a la constatación de que quizá tampoco hayan sido compositores del todo. ¿Alguien se lo va a reprochar?
Por una genealogía de la pobreza del compositor
¿Por qué es pobre un compositor? Responder a esto no es sencillo, y sobre todo no es breve. Una respuesta seria y razonada nos llevaría a una revisión de los dos últimos siglos de historia, evaluando el papel jugado por la composición en la cultura y en los mercados tanto culturales como de espectáculos.
Así que cortemos por lo sano. Un compositor es pobre porque nadie quiere pagar por su trabajo. Como, además, su trabajo es de una enorme complejidad técnica y artística, estamos ante un malentendido de profundas raíces culturales. Cuando un aspirante a compositor toma la decisión de dedicarse a ello, está claro que lo hace deslumbrado por una estela gloriosa: la composición es eso que hicieron los más grandes héroes de la historia de la música.
Además, hay que añadir que la composición es una parte de la práctica de la música y que la vecindad entre la interpretación, la enseñanza y la creación es tan grande como difusas son sus fronteras. Alguien se interesa por la música, generalmente de forma temprana, y en el curso de su formación y sus primeras inquietudes, quizá se enamore de la creación. Es decir, estamos ante un músico que, en un momento dado, da el salto a ese espacio de riesgo que es el de hacer música en lugar de conformarse con interpretar la que otros han hecho ya.
Y aquí nos situamos ante una intrigante pregunta: ¿son pobres todos los músicos? En principio, no. O sea, que la sociedad sí se interesa, hasta el punto de pagar por ello, por los músicos que tocan música hecha ya o por enseñarla o investigarla. Si esto es así, queda el siguiente paso: ¿en qué momento la sociedad estableció una línea divisoria que les llevaba a pagar por una parte de la actividad musical y no por otra? La pregunta es retórica, ya que establecer el momento es lo de menos. Pero hay algunos cenizos que la formulan, ya que hay una poderosa corriente de opinión que entiende que eso sucedió cuando la música clásica se convirtió en una actividad de vanguardia, en algún momento del siglo XX.
De ser esto así, se puede colegir que los compositores tuvieron su parte de culpa cuando se echaron al monte, como anacoretas, y decidieron reprocharle a la sociedad sus múltiples vicios en el consumo de música “impura”.
Pero si nos centramos en el periodo que más nos inquieta, el que va desde el final de la IIª Guerra Mundial hasta nuestros días, tenemos de todo: desde compositores furiosos que rechazaban la contaminación que pudiera representar el público hasta personas que han sabido rentabilizar bastante bien el radicalismo. No es este el sitio para juzgar a unos y a otros, simplemente habría que poner de manifiesto que si algunos (incluso muchos) han vivido bien es que las cosas no son tan claras.
Lo que sí parece claro es que los compositores se retiraron del mercado libre, adoptaron un tono y una moral de científicos o de educadores y se incrustaron en el territorio de la economía pública, ya fuera en la modalidad de subvenciones o en puestos de trabajo ligados al funcionariado cultural. Quien ahora se lo reproche debería pensárselo dos veces, ya que ocurrió en momentos históricos en los que la opinión imperante era la de que la creación musical era algo tan imprescindible para la sociedad como el pensamiento científico, el cultivo de la imaginación o la función educativa. Si ahora no es así, no pensemos por ello que es el ahora quien tiene razón; la mezquindad o la envidia no son buenos retratos de una civilización o un momento histórico.
Pero una cosa es que el sustento público de la composición sea o no pertinente, y otra muy distinta si además se hace chapuceramente y sin la menor convicción. Si lo primero es un debate colectivo, lo segundo es un chanchullo defectuoso. Habría, también, una derivada del problema: que muchos enemigos de lo que signifique subvención o ayuda pública (los “neoliberales de diverso pelaje) se han empeñado en envenenar el problema sosteniendo que lo segundo es la única manifestación de lo primero. Habría que estar al menos de acuerdo en que esta derivada es lo único intolerable en el debate; la subvención es un instrumento financiero tan neutro como el crédito o la ganancia de mercado. Todos se pueden usar bien o mal.
Quedaría una segunda derivada del problema: ¿qué pasa cuando no hay dinero (les suena esto)? Bueno, parece que las sociedades bien articuladas hacen sus cuentas y racionalizan la escasez. Pues bien, a tenor de esto, lo que está sucediendo en España podría denominarse como un Estado fallido en lo que respecta al problema que nos ocupa. En lugar de racionalizar la escasez, patada en el trasero al débil y no se hable más. Desde luego que un país tiene en su mano destruir lo que sea, unos lo harán por acción y otros por omisión. Si se suprimen derechos básicos ligados a la cohesión social y cultural y todos lo permitimos, nos encontraremos en un solar sin referentes, donde la ley del más fuerte ocupará el sitio de otras normas. Y, ¡ay!, la creación musical no tiene opciones en un mundo de brutos.
Y en el pequeño rincón cultural de ese patio salvaje, a los compositores de raíz clásica contemporánea se les tenía ganas, por raros, provocadores, pelmazos e irrelevantes. Es decir, no solo se les ha proporcionado la fuerte patada allí mismo que se destina a cualquier sector pequeño y sin posibilidad de protestar, es que además se les mira con la condescendencia de quien espera que se declaren culpables: ¡Os lo habíais ganado! ¡Reconocedlo. Esto para vosotros no es solo una crisis, es un punto de no retorno! ¡Erais como unas bacterias y hemos aprovechado para limpiar los rincones! ¡Estáis sobrando! ¡Y, además, no se os ocurra reivindicar legitimidad! ¡Cuando haya algunas monedas para pagar composiciones, ya buscaremos algo más apropiado, más ligado a nuestras necesidades emocionales, a nuestro ocio, a nuestras posibilidades, a nuestra pereza! ¡Algo bueno tendría que tener la crisis! ¡Al fin veremos sobrevivir solo aquello que produce su propia economía!
La mirada centrípeta
Esta pesadilla neoliberal podría ser un hecho cumplido si no se producen interferencias. Por ejemplo, puede darse el caso (¿quizá se da?) de que Alemania y otros satélites centroeuropeos, mantengan unas señas de identidad culturales en las que los “raros” caben, mantienen una cuota de legitimidad, esto es, representan la punta de una continuidad histórica que no desean suprimir, y mantienen una inversión muy tasada pero suficiente como para que el sector que hace posible esta presencia musical sobreviva (temporadas, festivales, editoriales, sellos discográficos, ayudas, atención social…). Si ese fuera el caso, los españoles, en su pulsión destructiva, podrían quedar como los cafres y catetos que son.
Podría ser que algunos compositores españoles se instalen allí y sobrevivan y, andando el tiempo, vuelvan a su país a ver a sus familias o a tomar el sol. Podría ser que en la postcrisis el nuevo cateto, que habrá sustituido al cafre-cateto de hoy, sienta una comezón y piense que somos inferiores (idea absurda, ya que un no-país no es inferior a un país, es otra cosa), y se vuelva a poner el rudimento de unas ayudas sin las que sería imposible simplemente pensar en la reconstrucción del solar arrasado. Será tarde y poco, y con el riesgo de que cuando empiecen a funcionar tímidamente aparezca otra crisis económica y se les reproche vivir como parásitos. Pero alguna mala conciencia se lavará, y los jóvenes de ese momento aprovecharán para decir ¡a mí, a mí! Los compositores anteriores se habrán reciclado en lo que puedan y habrán alimentado un rencor muy poco sano.
Y en el saco de asumir responsabilidades tendremos que echar no pocas cosas: habremos fallado como compositores, como españoles, como europeos y como civilizados. Pero, ¿a quién le importa?, en este país siempre hará sol, incluso con el paso de los años hará mucho más que ahora. ¿Bastará entonces con ducharse menos?