Dmitri Shostakovich
Si su primera aparición en el Real, en enero de 2000, firmada con la dirección musical de Rostropovich, ya causó sensación, su reaparición en un montaje de Martin Kusej y la dirección musical de Harmut Haenchen no le ha ido a la zaga. El público madrileño comienza a familiarizarse con una de las óperas más impresionantes del siglo XX.
¿Por qué digo la ópera soviética por antonomasia? ¿Qué deberíamos considerar ahora como el periodo soviético? ¿Lo que el poder soviético quiso ser, en lo cultural? ¿O, más bien, lo que se produjo, pese a todo, en esos turbulentos años? Parece obvio que me refiero a esto último si designo a Lady Macbeth como la gran ópera, pese a que significó justamente el mayor ataque del poder soviético a cualquier autonomía creadora en el ámbito operístico.
Las circunstancias que llevaron a esta ópera a convertirse en un episodio crucial de las relaciones entre poder y cultura son bien conocidas y existe una excelente documentación del acontecimiento.
Resumamos: Lady Macbeth de Mtsensk fue la segunda ópera de Shostakovich (1906-1975). La primera, La nariz, a partir de un cuento de Gogol, se había enmarcado dentro de la experimentación posrevolucionaria de los años veinte en la Unión Soviética. Era la ópera de un compositor de 22 años cuya fama se había extendido por los círculos culturales rusos como la pólvora.
Shostakovich, para su segunda ópera, se había fijado en un cuento de Nikolai Leskov, escrito en 1865, que narraba un turbio suceso acaecido en un distrito campesino en pleno periodo zarista: la protagonista, Katerina Ismailova, había asesinado a su suegro y su marido, en complicidad con su amante (en la novela original de Leskov, mata también a un niño que amenazaba su herencia) y que es descubierta y enviada a Siberia con su cómplice.
La ópera, iniciada en torno a 1928 (cuando el autor solo tenía 24 años, retengamos el dato), se estrena en 1934. Su éxito es arrollador, se representa simultáneamente en Leningrado y Moscú y su fama traspasa las difíciles fronteras de la Unión Soviética y se llega a representar en más de quince ciudades de todo el mundo. En enero de 1936, la ópera alcanza casi el centenar de representaciones en cada una de las dos ciudades y en Moscú llega a un segundo teatro, el prestigioso y oficialista Bolshoi. Y en ese momento se produce el descarrilamiento: el 26 de enero de 1936, asiste a la función del Bolshoi Stalin y algunos de sus colaboradores (Molotov, Janov…)
La célebre representación del 26 de enero ha quedado perfectamente retratada por el testimonio de Serguei Radamski, un tenor americano de origen ruso-polaco que había sido invitado a esa representación por el propio compositor. Radamski escribió en el año 1963 para Times sobre el suceso. En el palco de autoridades, los tres acompañantes de Stalin reían y se burlaban notoriamente con evidente gesticulación en momentos concretos de la ópera. Stalin quedaba fuera de la visión, tapado por una cortinilla que impedía ser visto por los espectadores. Shostakovich esperó en vano una llamada a saludar al Gran Líder, como era usual, todo en un ambiente de máxima tensión nerviosa. Dos días después, el diario oficial Pravda publicaba una demoledora crítica sin firma (lo que significaba que representaba la posición del Partido) titulada “Caos en lugar de música”. Ese día cambió la vida de Shostakovich y, en menor medida, pero más cerca de lo que nos interesa en este blog, la suerte de la ópera del siglo XX.
¿Quién hace una ópera?
Sobre la extremada violencia ejercida por el poder soviético, especialmente en esos años de plomo, y sobre las consecuencias demoledoras que el episodio alcanzó en la carrera y la propia salud del nervioso compositor se ha escrito mucho y el lector interesado tiene a su alcance suficiente literatura que me va a permitir centrar esta opinión en los perfiles que me interesan para este blog: la creación o la destrucción de la ópera en el siglo XX.
La ópera ha sido el género de mayor trascendencia social de la música en Occidente. Ha sido, también, el que más equívocos ha provocado. Cualquier aficionado supone que sabe de ópera a partir de sus opiniones respecto a los argumentos, el estilo narrativo o la trascendencia de su temática. No se trata de algo especialmente escandaloso, lo mismo sucede con el cine del que (como es sabido), todos entendemos mucho. Va, por decirlo así, dentro del ADN del género.
De los prejuicios o las oleadas cambiantes del gusto supieron mucho, y lo sufrieron, compositores como Mozart, Wagner, Verdi o Puccini. Es, en suma, consustancial al género y está inextricablemente relacionado con su popularidad.
Lo que sucede en el siglo XX es que la propia importancia de la ópera (al menos hasta la brecha brutal de la IIª Guerra Mundial), lleva a todo el mundo y a todas las instituciones a tomársela en serio y a querer intervenir en su definición. Cada país, o casi, con una lengua no beneficiada con las tradicionales del género quiere tener su ópera; y como el idioma es el flujo sanguíneo de la musicalidad del canto, eso implica la invención de la ópera para cada idioma. Luego, sería cada momento histórico social el que pretendería tener su ópera, cada impulso de modernidad, cada grupo social convencido de su protagonismo y, en el campo de los propios compositores, cada salto cualitativo de la técnica compositiva. Todos, en suma, pretendían tener su ópera. La ópera proletaria, la ópera aria, la ópera dodecafónica, la ópera de los desfavorecidos, la ópera revolucionaria, la ópera de denuncia, la ópera de reconciliación social, etc. No nos riamos mucho de esto, ahora se habla de ópera rock, de ópera circense… y eso que ahora casi no hay nueva ópera. Al menos como acontecimiento social.
Esto, como es lógico, creó una hiperinflación de definiciones de la ópera. Y como era previsible, no escapó a la fuerza fiscalizadora del poder soviético.
Shostakovich, con sus dos óperas, se estaba metiendo en un lío sin ser, aparentemente, muy consciente. De Lady Macbeth declaraba: “Podría definirse como una ópera trágico-satírica [… ] He tratado de escribir una ópera que tenga el carácter de una sátira desenmascaradora”. Se trata de definiciones un tanto vacías, y más con el paso del tiempo. Pero, en cualquier caso, muy insuficientes para guiar la opinión de esos públicos que reaccionan siempre “sabiendo” lo que es una ópera, y cuándo es buena o mala, todo ello en función de sus prejuicios o de la percepción que hayan tenido en una determinada representación. Los públicos, curiosamente, habían reaccionado formidablemente bien ante Lady Macbeth. Pocas óperas en la historia habían tenido un éxito tan formidable en sus dos primeros años de vida. Pero Stalin determinó inmediatamente que todos estaban equivocados: “Desde el primer minuto, el oyente queda estupefacto ante el caótico aluvión de sonidos marcadamente discordantes. Jirones de melodías, pequeñas semillas de las que podría nacer una frase musical se hunden en el marasmo, se sueltan o vuelven a salir a la superficie entre estrepitosos vapuleos, traqueteos y alaridos. Seguir esta ‘música’ es difícil; entenderla, imposible”.
Se ha supuesto siempre que el libelo de Pravda representaba fielmente el pensamiento del propio Stalin (Shostakovich no lo dudaba), y eso nos da unas pistas formidables respecto al pensamiento musical del Dictador. Lo que más sorprende de esta frase entresacada del artículo es que se complace en denunciar supuestos desvaríos musicales, sin entrar en el contenido de la ópera; como si se tratara de un crítico musical. Entre los numerosos miembros del público que habían admirado esta ópera había dirigentes soviéticos, artistas de la talla de Gorki (aún respetado en la nomenklatura soviética), casi todos los músicos, intelectuales de los que ya empezaba ser bueno apartarse, como Meyerhold, y centenares de miles de personas que no se habían dado cuenta de lo que Stalin comprendió de inmediato ( el “…caótico aluvión de sonidos marcadamente discordantes…”).
Stalin, además, acababa de indicar el contramodelo. Nueve días antes de la tremenda representación de Lady Macbeth, Stalin había acudido a la representación de otra ópera, El Don apacible, con música de Ivan Dsershinski basada en la célebre novela de Mijail Sholojov: “Al término del espectáculo hizo venir a su palco al compositor, al director de orquesta y al director de escena y habló en forma autoritaria sobre la obra de Dsershinski y sobre la ópera soviética en general. Formuló una serie de observaciones positivas sobre la música de Dsershinski, que evidentemente le agradaron. Pero para que las alabanzas no pareciesen excesivas, criticó ciertas deficiencias de composición en la obra de Dsershinski y se refirió a algunos fallos de interpretación. A continuación recomendó al compositor que siguiera ‘aprendiendo’. Prácticamente toda la prensa soviética publicó el contenido de aquella conversación”. (Krzysztof Meyer).
Ese era el trasfondo y el antecedente inmediato de la tétrica visita de Stalin a la ópera de Shostakovich. Curiosamente, Shostakovich había ayudado a Dsershinski a terminar su ópera y éste se la había dedicado.
Stalin, crítico musical
En estos episodios de enero del 36, destaca tanto lo inaudito de ver a Stalin impartiendo doctrina sobre composición frente a todo el país como el hecho de que dedicara tanta importancia a la ópera contemporánea. Dejando, de momento de lado, la tragedia del asunto, ¿cuántos mandatarios en el siglo XX han asistido a una ópera recién estrenada? ¿Somos capaces de imaginar a todo un Stalin dedicando una tarde de su preciado tiempo a asistir a una representación de una ópera de un compositor de 29 años?
Naturalmente, los analistas han registrado adecuadamente el episodio dentro de la violenta lucha por el poder acaecida en la Unión Soviética en los treinta, lucha en la que el frente cultural tenía su importancia. Además, Stalin podía decir cualquier idiotez con la convicción absoluta de que inmediatamente se convertiría en doctrina. Las reuniones de compositores que tuvieron lugar después de su visita, lo atestiguan. Más de 400 músicos se reunieron días después del suceso con un único punto del orden del día: criticar Lady Macbeth. Muchos de los más feroces detractores habían elogiado al compositor poco antes. Entre los pocos que mantuvieron su dignidad se cuenta Prokofiev. De todo este episodio, sigue sorprendiendo que Shostakovich salvara su vida, dadas las claves de aquel periodo en sucesos análogos. Pero aunque la salvó, Shostakovich abandonó la ópera tajantemente.
Ópera es música
Esto nos conduce al meollo de nuestra reflexión. ¿Qué clase de ópera proponía Shostakovich (al margen de sus propias opiniones)?
Lady Macbeth tiene, ante todo, una curiosa ambivalencia. La historia es sórdida, innegablemente, y aunque transcurra a mediados del siglo XIX, la negatividad impregna los caracteres de todos los personajes. Los patronos son horribles, los criados y empleados son espantosos, los policías son tremendos y corruptos, los deseos y motivaciones de cada uno de los protagonistas son casi animales (dejando ahora de lado las diferencias psicológicas entra la protagonista, Katerina, y los otros), y aunque se suponga que todo transcurre en un periodo de opresión extrema, el estado de ánimo del espectador ante semejante visión tiende a la depresión a poco que se implique en la acción.
Ante esto, el olfato político de Stalin no podía engañarle, no era eso lo que necesitaban los “positivos proletarios” por más que les dijeran que eso era lo que había antes de la Revolución. Y si el olfato de Stalin le advertía de lo inadecuado del contenido emocional de la ópera para venderlo a sus “ciudadanos camaradas”, mucho más grave era el hecho de que Stalin sabía que esos deportados a Siberia del último acto se parecían como dos gotas de agua a los millones que él mismo estaba enviando por las mismas fechas. Y también las policías tienden mucho a parecerse. Y la insatisfacción se parece en cualquier régimen. Tampoco podía ser muy del gusto de Stalin la sexualización casi total del discurso amoroso de la ópera.
Pero el otro lado de la ambivalencia de esta ópera lo constituye la música. Es absolutamente extraordinaria de arriba abajo. Lírica, poderosa, subyugante, perfecta, original sin caer apenas en la menor extravagancia o guiño vanguardista. Es una ópera que corta el aliento. Y, seamos claros, cuando una ópera es musicalmente perfecta, cualquier característica de su libreto es solo combustible para esa perfección. Lo que Shostakovich descubrió en esta historia era el soporte privilegiado para un edificio emocional que era pura ópera. En la biografía apócrifa del compositor publicada por Solomon Volkov (esa que tanta polémica despertó por su supuesta autenticidad), el compositor afirma: “… el canto es más importante en la ópera que la psicología. Los directores de escena tratan la música en la ópera como algo de importancia menor.”
Shostakovich estaba intentando redescubrir la ópera, o su voz personal en la ópera, buscando aquellos elementos de carácter que pudieran soportar un edificio musical que la convirtieran en el único género posible capaz de contar esa historia concreta. Si se altera este principio, ya sea por afanes propagandísticos o por buenas intenciones, el resultado será cualquier cosa menos ópera. Dentro de las enormes dificultades que el género atravesó en esa primera mitad del siglo XX, la década de los treinta fue la más delicada; debido, indudablemente, a lo precario de la situación social, aliado a la pujanza del cine en el imaginario narrativo de los grandes públicos.
No deja de ser curioso comparar la truculencia del argumento de Lady Macbeth con el sinnúmero de películas de serie negra, que nacían prácticamente en esos años. Recordemos, por no citar más que a los mejores, a Fritz Lang o a Alfred Hitchcock. El propio Shostakovich se había forjado como pianista acompañante de películas y su ópera tiene no pocos elementos derivados de una cierta narratividad cinematográfica.
Todo esto explica esa curiosa dosificación de ingredientes en esta ópera: música perfecta, argumento turbio y descarnado. Shostakovich, por su parte, declaró que se había planteado realizar una tetralogía dedicada a la situación de la mujer en la sociedad rusa. Hubiera sido algo extraordinario, pero no pudo ser. Stalin no estaba dispuesto a que la definición de lo que sería la ópera soviética se hiciera sin su permiso. Lo que prueba esta historia, lo que Stalin le hizo comprender con tanta dureza al joven compositor, es que la ópera tiene un componente colectivo en su realización. Unos ponen las notas y el ingenio, pero otros determinan si el proyecto llega a buen puerto. En el cine parecía más claro, al tener un componente comercial mejor definido, pero los compositores seguían soñando con pilotar la nave de la ópera. En la Unión Soviética, el componente colectivo era encarnado en la opinión de una sola persona, Stalin. Él aprobaba o rechazaba, él componía también, en suma.
Y como, además de un dictador perverso, era también un hortera (aunque le gustara la música mucho más que a la mayoría de dignatarios mundiales del siglo), prefirió romper el juguete puesto en pie por Shostakovich. A Stalin le debemos, seguramente, la mayor decepción del siglo XX en materia de ópera. Si Shostakovich, con menos de treinta años, había compuesto las dos joyas operísticas que han quedado, ¿qué no hubiera realizado si hubiera podido continuar? Pero como no fue así, ha quedado como símbolo de la suerte de la ópera en el siglo XX. Algo que, dicho en plan castizo, podría resumirse en que “entre todos la mataron y ella sola se murió”.