En 1777 Goethe subió al monte, un siglo después Brahms puso la música. Conocimos la música de las alturas, la voz del hombre, no al servicio de Dios al uso, sino en un estado de contemplación y conciliación absoluta con la naturaleza. El canto se hizo dócil y la voz quiso hablar sin intermediarios, sin teatralizaciones. Extasiada y reconciliada consigo misma, la voz humana. Con sus flaquezas, con sus pequeñas heroicidades; sus anhelos y sus lamentos. Y no hay afán, sin desconsuelo. Esfuerzo sin anhelo de reposo.
El inicio de la Segunda Parte de la Octava Sinfonía de Mahler, los Salmos números 42 y 115 de Mendelssohn-Bartholdy y la Alte Rapsodie de Brahms tienen algo en común. Esa visión reconfortada, ese viático lúcido y placentero, que concede a modo de premio la montaña al que la corona. La noche de Walpurgis inmortalizó la Harzgebirge en la obra magna del poeta alemán, la recta final de su Fausto. También su menos conocido y silencioso poema Harzreise im Winter.
De allí extrajo Brahms una secuencia de estrofas para esculpir su célebre Alt-Rhapsodie für Contralt, Chor und Orchestra. Escuchar la voz de Kathleen Ferrier (1912-1953) pronunciando estos versos evidencia que, a esos apuntes a mano alzada, les correspondía otro sentir musical. Brahms, intuyó, escuchó ese sonido. Al igual que en su Réquiem o en su Schicksalslied, capta el declinar del hombre romántico, o lo que es lo mismo, su cénit. Su regreso al hogar, al comprobar que no hay Edad de Oro. Su música es pía en cierto sentido, pía porque contiene dolor. Eso sí, dolor destilado en belleza. Negar el dolor es la mayor de las impiedades. Sentir esa mano que enjuga la frente del agonizante es en sí misma una redención. Esa mano que no es la de un ser superior, es la del hombre cualquiera. Por eso es tan paliativa su música, porque no hay elegidos. Una llamada al descanso. Porque todos somos frágiles, todos vulnerables; todos sensibles al dolor ajeno. Denn alles fleisch es ist wie grass. El hombre sube a la montaña, la respira y bajo los últimos rayos de sol emprende su regreso al hogar.
Gabriel Chmura dirigió el pasado 22 de marzo la citada rapsodia acompañando a la contralto Malgorzata Panko en la Filharmonia de Wroclaw. Economía de gestos y sobria inmersión, su tutela recia y justa, recuerda a Karajan. Lo accesorio es eliminado. Chmura va directo a la esencia. Brahms no escribe para el oído, sino para la garganta. Un hilo de agua para sedientos.
Antes que Brahms, quizás fuera Mendelssohn, el primero en pulsar ese nuevo regurgitar interior. Escucho sus salmos en un maravilloso registro de Herreweghe con la Chapelle Royale y el Collegium Vocale, lo primero que me viene a la cabeza: ‘suena a Brahms’. En la carátula compruebo con agrado que mi apreciación coincide con las notas del disco. Este Mendelssohn no suena a su amado Bach. Mendelssohn, ese puente entre Bach y Brahms.
Mahler fue más lejos. Sus montes eran los Dolomitas y no el modesto Harzberg. Pero ese inicio de la segunda parte de la Sinfonía número 8 guarda parentesco con la Rapsodia y los Salmos. He aquí algunas de las cantatas del siglo XIX, las herederas de Bach en las salas de concierto.
Ignoro si el invierno que el joven Goethe se acercó al Harz fue tan estático como el que ahora concluimos. Los inviernos con visos de posteridad son fructíferos en lo poético. Éste lo ha sido de viajes en falso, de trenes a ninguna parte. La voz de Ferrier se me antoja la más bella y solitaria que recuerdo haber escuchado. Brahms fue un solitario a su manera. Las soledades, curioso plural el de Machado, tienen siempre una cara amable detrás de la rugosa. Al solitario le queda un único remedio, un único placebo: el viaje. Harzberg.
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Algunos de los momentos más plenos de nuestras vidas acontecen, paradójicamente, en la más absoluta soledad. O no tan paradójicamente. El Dasein se regocija en su Einsamewohlbehagen. La soledad de un delicioso paseo tardo estival (esas largas sombras que proyecta la bicicleta, siempre adelantándonos, afanosas de meta, reptando sobre la tierra bronceada y recalentada). Ese destello de último calor verdadero, esa garganta seca, esa piel de niño saharaui. Los atardeceres quizás, quizás no, seguro son más bonitos en la mayor de las intimidades. La Zweisamkeit está reservada a los dioses y no deja de ser, por eso, una superación de la soledad. Todos conservamos esa fotografía velada por un rayo marchito de dicha, impacto no buscado, fugaz en la pupila, eterno en la retina.
Cuando lloras de velocidad, a vuela pedal, embalado por esa cuesta que no recorre ningún auto. Por ese asfalto que, de tan desierto, parece naturaleza. Cuando cruzas Berlín en una templada noche de Walpurgis, agazapado a una bici robada que te robarán. Al pasar esas calles, en esa hora indeterminada, que no es ni noche ni vigilia. El único instante donde, incluso la gran ciudad, presume de solitaria.
O cuando, como ahora, escuchas los Preludios de Rachmaninov y el tren cruza tu ventana. Ese tren que suena y, por tanto, ya está en marcha (tarde). El cant urbà de les falcies le responde a modo de eco.
Esa otra bici que se lleva la chica del Kneipe. La felicidad y la tristeza se tocan, se rozan, se frotan como la dinamo y el tubular. Entre el bosque nocturno de curvas, bajo un aquelarre de beats, el meñique busca el meñique. El nudillo se cree un imán. Se tocan, no se tocan, se tocan, no se tocan… La duda. Corroe.
La línea entre volver sólo a casa (dichosamente triste) o en un tándem (gozosamente acompañado/s), es fina e indefinida como el tránsito de la noche al día. Un malentendido, quién sabe.