Wolfgang Amadeus Mozart, Così fan tutte. Anett Fritsch (Fiordiligi), Paola Gardina (Dorabella), Andreas Wolf (Guglielmo), Juan Francisco Gatell (Ferrando), Kerstin Averno (Despina), William Shimell (Don Alfonso). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dir. musical: Sylvain Cambreling. Dir. de escena: Michael Haneke. Teatro Real, 4 de marzo.
Johann Sebastian Bach, Sonata núm. 3, Partitas núms. 2 y 3. Helmut Lachenmann, Toccatina. György Kurtág, Signos, juegos y mensajes. Isabelle Faust, violín. Auditorio Nacional, 19 de febrero
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La ópera nació, en los albores del siglo XVII, a partir de las infinitas especulaciones de un grupo de diletantes y nobles florentinos sobre la eterna disyuntiva de cómo conjugar, o qué había de prevalecer en la antiquísima y peculiar pareja formada por música y texto: ¿prima la musica, poi le parole, o viceversa? Aquel caldo de cultivo ya nos queda muy lejos y desde entonces lo hemos visto y oído todo, o casi todo. La ópera es un género consolidado que ha superado aquellas inocentes digresiones, por más que, en pleno siglo XX, Richard Strauss las convirtiera aún en el centro de gravedad de su ópera Capriccio.
Hoy los tiros apuntan en otra dirección y la pregunta que flota irremediablemente en los teatros de ópera es más bien hasta qué punto una puesta en escena vanguardista, creativa o –las menos de las veces– genial justifica las tropelías que suelen cometerse a costa de la música. Muchos directores de escena, de considerarlos un obstáculo, cambiarían de buen grado la música, el libreto, y lo que hiciera falta, con tal de llevar a buen puerto sus ocurrencias. A veces, a pesar de todo, lo hacen, y así nos va. No les duelen prendas a la hora de suprimir aquí y allá, o, lo que es peor, inventar añadidos de su propia cosecha para facilitar el encaje de estos viejos artefactos en nuestro moderno mundo o, mejor, en su posmoderna visión de cómo debe representarse hoy en día una ópera.
La nueva producción de Così fan tutte que acaba de estrenarse en Madrid haría bueno un adagio de nuevo cuño: prima la scena, poi la musica. Pocas veces se ha visto una ópera en la que su dimensión escénica se imponga de tal forma sobre su contenido musical, que se adivina supeditado, casi compás a compás, a la concepción teatral de su director, en este caso el austríaco Michael Haneke, que no pudo asistir al estreno por encontrarse ese día en Los Ángeles, donde recibió el enésimo premio cosechado por su última película, Amour. Ello, lógicamente, y a pesar de que no se trataba de su primera incursión en el mundo operístico (ya había dirigido un Don Giovanni en París), despertó el interés desmedido de público y prensa por igual, con decenas de críticos extranjeros acreditados en el Teatro Real, coproductor del espectáculo con La Monnaie de Bruselas, el tricentenario coliseo de Bruselas en que alcanzó la fama Gerard Mortier.
Parece ser que los ensayos han sido largos, minuciosos y extenuantes. Se llevaron con el mayor secretismo y apenas trascendió nada de las características de la producción hasta el día del estreno, el pasado 23 de febrero. Al igual que Don Giovanni, Mozart caracterizó Così fan tutte con un curioso oxímoron: dramma giocoso. Hace poco se ha escrito aquí mismo sobre la relevancia de estas denominaciones originales, que suelen encerrar más información de lo que parece. Conociendo la filmografía de Haneke, y atisbando levemente su personalidad por las escasas entrevistas que concede, no era difícil imaginar que se sentiría mucho más atraído por el sustantivo que por el adjetivo del binomio mozartiano. Sus películas no son precisamente un dechado de jocosidad y su rostro tampoco parece el espejo de un alma jovial y bienhumorada.
Pero Così fan tutte es en esencia, no nos engañemos, una comedia bufa y las comedias bufas suelen desarrollarse conforme a unas convenciones muy asentadas. Al contrario que sus dos compañeras de trilogía –Le nozze di Figaro y Don Giovanni–, el argumento de Così fan tutte no plantea la trama como un crescendo que reclama y se abalanza casi hacia su resolución final. El primer acto de Così nos presenta el tema de la fidelidad en ausencia del ser amado como principal, y casi único, motor argumental de la ópera. Hay muchos menos personajes que en las otras dos óperas en que colaboró Mozart con Lorenzo da Ponte y, sobre todo, los mimbres de la trama son mínimos y basculan casi en su totalidad en torno al cuarteto protagonista. Don Alfonso y Despina son necesarios para encajar las piezas, pero no esenciales. Todo se concentra en las dos parejas formadas por Fiordiligi y Guglielmo, y Dorabella y Ferrando, y en la otra única combinación posible (si es que no optamos por llevar las cosas demasiado lejos: más de un director de escena, muy duchos en estas lides, haría reescribir las arias y reajustar las tesituras con sumo gusto para reemparejarlos a ellos, por un lado, y a ellas, por otro): Fiordiligi y Ferrando, y Dorabella y Guglielmo.
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[Publicado en Revista de libros el 15/03/2013]
Foto: © Javier del Real / Teatro Real