Doce Notas

La obertura de ‘La traviata’

notas al reverso  La obertura de La traviataVioletta Valéry encarna algo más que la insulsa mujer fatal de teleserie. En ella se aúnan la irresistible e irracional atracción por la inconsciencia y el funambulismo; su regocijo en el rechazo y en la enfermedad. Muchos hombres terminan prendados de las jovencitas que más los desprecian, de las que los convierten en objeto de burla. Quizás sea este nuestro lado más femenino, y también más fatal. La enfermedad, la flema, es más seductora que la salud.

¿Cuántas Traviatas no se habrán representado en los dos últimos siglos y cuántas no se representarán en este 2013 verdiano? ¿Cuántas jóvenes no habrán querido emularla, pese a su fatalidad y descaro? Y por más que los años pasen, Violetta y su pálida tuberculosis crónica, cronificada ya en las hemerotecas, siguen encandilando y resistiendo los terribles achaques, aquellos que Dumas no le permitió superar.

Yo también caí prendido a los encantos de la cortesana. A los de la culta, frívola, dulce, cruel, vital y convaleciente, coqueta y desmadejada… Angela Gheorghiu. La primera ópera que compré en VHS (y la última, la era digital acechaba) es uno de mis tesoros más preciados. Sólo ver su carátula me estremece. El vestido negro, riguroso luto, y su brocado justo, sin excesiva filigrana; el torso firme de la soprano rumana y su rostro desafiante y lejano; su casi imperceptible temblor labial, sardónico, premonitorio. Uno puede leer en su rostro los primeros (y a la vez conclusivos) compases de la ópera de Verdi.

En la contra, el rostro vivaracho, sabio y comedido del maestro Sir Georg Solti. La mirada de un gentleman, septuagenario seguro, que observa la comedia humana y que, sabedor de que nada puede hacer para remediarla, asume con placer el compromiso de darle forma, de deleitar y deleitarse en la resignación de su excelsa música.

¿Cómo no caer en la trampa ante semejante reclamo? ¿Cómo no ser un inocente Alfredo, cómo no envidiar su tormento? Es una pena que La traviata sea una de las óperas más mainstream de todos los tiempos. Me explico. Una pena porque a la vez que la sobreexplotan, y por consiguiente edulcoran,  despierta un cierto desdén entre los supuestos entendidos, por eso de ser demasiado… accesible. Sendos despropósitos en cualquier caso.

Traviata suena a brindis, a opereta, a pizzería o a plato de pasta (alla arrabiata, verbigracia); a italianada, a vodevil incluso, si me apuran. No sé por qué, su equívoca eufonía remite a carcajadas, a una broma pesada. Lo cierto, no obstante, es que esta obra maestra es cualquier cosa menos una frivolité. Rara vez, creo, se piensa en el verdadero significado de la palabra traviata. Algo así como perdida,  extraviada. Si tomamos conciencia del sensible cambio de título que Piave y Verdi infligieron al clásico de Alejandro Dumas La Dama de las camelias (la metamorfosis salta a la vista), empezaremos a entender por dónde van los tiros y quizás el brindis del primer acto nos sepa un poco distinto.

En lo poco que llevamos de año Verdi he aprendido que el maestro de Busseto y sus talentosos libretistas eran verdaderos hachas a la hora de caracterizar psicológicamente a los personajes. Su adaptación de La Dama de las camelias no es una excepción. Gheorghiu, lo sabía, lo intuyó o simplemente la música infusa cumplió su cometido en su voz y en su caracterización. Cuando musicalidad, caracterización y belleza acompañan y encajan, la ópera no tiene rival sobre el escenario. Ni que decir cabe que la triple ecuación se da pocas veces. Pero los pequeños milagros existen.

La traviata no es un dramón. Es un monumento a la música y a la literatura, como casi todo lo que hizo Verdi. Entre aparentes retruécanos y tirabuzones, cortesías y antojos, persistencias y resistencias (intercambiables a menudo), se presenta el pandemónium de las relaciones amorosas chico chica. Un auténtico chequeo psicológico de la altiva, inteligente, adorable y repudiable, por partes iguales, Violetta Valéry. “Ese mirar que no mira y ese no mirar que es mirar” del que habla Javier Marías.

Ni el universal brindis, ni el exquisito Coro de los Gitanos, ni el trepidante desenlace final. Lo  más subyugante de toda la obra se concentra en los escasos tres minutos de la obertura inicial. Todo está allí. Las cartas echadas. Todo queda dicho desde el primer baile, desde el primer compás.

Mil traviatas después, noche cerrada en los aledaños del Covent Garden, o quizás en un teatro de provincias con ínfulas líricas: “Nadie circula por la céntrica calle, el personaje apresura su paso. En su mente acaban de arrancar los compases de la obertura, lleva el compás internamente con las siete campanadas de una iglesia próxima. Soberbio metrónomo. Acelera un poco más y pronto divisa el teatro con su iluminación ámbar de hogaza. Algunas sombras en vaivén, los acomodadores desterrados al pasillo. Tocado con un sombrero y una chaqueta tres cuartos, el personaje sube de dos en dos los escalones que conducen a la entrada principal. Duda que le dejen entrar, lo consigue. Ya dentro confirma, en su partitura mental, que los chelos responden lánguidos al pasaje principal. (El motivo central desfallece, se desfigura sin que por ello pierda belleza, más bien al contrario. La obertura se precipita a su trágico final). Se agencia una fina copa dispuesta para el entreacto y arranca a correr en parábola por el pasillo exterior que envuelve los accesos a platea. Se pierde al final del punto de fuga por una puerta de servicio. Instantes después Violetta Valéry, champán en los labios, entra en escena”.

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