Doce Notas

‘Un pastel de manzana y palomitas’

no sin policrates  Un pastel de manzana y palomitas’

Polícrates en 'The Perfect American'

La creación obedece a un encargo propuesto al compositor con motivo de su 75 aniversario entre el Teatro Real y la English National Opera londinense, donde se podrá ver el próximo mes de junio. La inquietud del gestor flamenco se justifica considerando que, para dar cuenta de la apuesta, además del nutrido equipo de críticos nacionales e internacionales que congregaba este martes el coliseo madrileño, está prevista una ambiciosa difusión por televisiones y radios de diferentes países.

El público soberano, que antes del comienzo acudía ante las dudas al socorrido “si no nos gusta, tenemos un descanso…”, pareció rendirse al poder hipnótico de las estructuras repetitivas de Glass (así prefiere referirse a su música, renegando casi del término minimalismo al que se adscribió al principio de su carrera) y, como prueba de confianza, regresó a sus localidades tras la pausa de rigor. Una decisión acertada ya que, de ese modo encontró la recompensa en que por fin oyó cantar. No mucho, pero más que en el prólogo y los cinco cuadros de la primera parte, organizados en forma de viñetas: la forma de exposición que mejor puede cuadrar a la hora de servir un personaje como Walt Disney, el demiurgo-creador de dibujos animados más famoso de la Historia, cuya vida quiere testimoniar el argumento de The Perfect American. En realidad, una especie de flash-back de sus últimos años, reducidos a una sucesión inconexa de datos. Viene en su ayuda la música de Glass, más amable y de mejor digestión que en otras ocasiones. Incluída El Cuervo Blanco, única de las óperas suyas que pasó por el Teatro Real en 1999: el mismo año en que Mortier –¡casualidades del destino!– abría a Philip Glass las puertas del Festival de Salzburgo, cuyas llaves manejaba, para el estreno de su Quinta Sinfonía “Coral”.

Viene a cuento el título de ese trabajo sinfónico, del que Glass se apunta una decena, para ayudar a comprender la importancia que el músico dispensa a los coros. Como se ha podido comprobar en esta ocasión, cuando los conjuntos que tan bien coordina Andrés Máspero han vuelto a tener sus momentos de gloria. Especialmente, en la intervención al comienzo del segundo acto, dividido en este caso en seis cuadros y un epílogo.

Voz y voto

Por esta vía desembocamos en las prestaciones canoras. The Perfect American, especialmente en la primera parte, está escrita a favor de la voz. Con una redacción que facilita la emisión y permite entender el texto. Aunque a veces uno se pregunte para qué, dado lo inconsistente del libreto para el que Rudy Wurlitzer se apoya en el libro homónimo de Peter Stephan Jungk. En efecto, Glass respeta a los cantantes sin exigirles: no les fuerza, pero tampoco les permite lucimiento, reduciendo su cometido a papeles planos, que ganan en intensidad en determinadas intervenciones concertantes, como el sexteto de la primera parte.

La segunda, más consistente como se dijo, comienza a despegar con la presencia caricaturesca de Andy Warhol, uno de los iconos que a lo largo de la ópera van desfilando, dentro de una especie de pesadilla, por la cabeza del egocéntrico Disney. Como sus propios personajes de ficción dibujados, que muy a pesar suyo le sobrevivirán. O la indiscutible figura de Abraham Lincoln (el bajo barítono Zachary James), cuya talla Disney es capaz de cuestionar frente a sí mismo. En una muestra más de la soberbia que salpica esta catarsis, de amable autoajuste de cuentas, con que el texto describe al protagonista, antihéroe despiadado, racista y reaccionario.

Junto a la intervención de Warhol, encomendado al tenor John Easterlin (hombre de Mortier, que ha contado con él desde Mahagonny hasta el Boris Godunov de esta temporada, además de en Lady Macbeth de Mstensk), y que no pareció ser valorada en su justa medida por el calor del público, destacó la de otro tenor, Donald Kaas, que revalidó su presencia en las mismas tablas hace unos meses en el doblete carcelero-Gran Inquisidor de Il prigioniero de Dallapiccola. Kaas, encarnando aquí el cometido de Dantine –papel de carne y hueso que recae en el empleado contestatario de la escudería Disney–, protagoniza el dúo más memorable de The perfect american, junto con su empleador, el barítono británico Christopher Purves. Un Purves, que a pesar de su contínua presencia en escena, la monótona línea de quasi oratorio en la que, en el arranque, parecía estar escrito, –incluso a veces luchando contra la masa orquestal– apenas puede mostrar la talla de alguien de quien este verano hablamos aquí con motivo del estreno en el Festival de Aix en Provence, protagonizando entonces Written on skin, una ópera, la segunda, de George Benjamin, a la que el compositor británico dedicó veinte años en su gestación.

Cuestión de tiempos

Laborioso parto, que poco tiene que ver con la fecundidad de Glass, que la semana próxima cumplirá 76 años y que, desde el Einstein on the Beach de 1975 –que marcó el principio de una fructífera colaboración con Bob Wilson y sus aportaciones estéticas, que daban perfecta respuesta plástica a la música glassiana– hasta la fecha, son 25 las óperas firmadas. Sin contar con The lost que, de aquí a poco más de dos meses servirá para inaugurar el nuevo teatro lírico de Linz, en Austria. Lo que no implica merma de calidad en su música, que por momentos consigue chispazos de gran lirismo, además de captar el interés de la audiencia con golpes de genialidad.

Como el recurso esta vez de una rica percusión con sabor latino, reforzada con ataques románticos de la trompeta. Si en algún momento alguien pudiera pensar que subyace alguna evocación a Britten, los coros apuntarían hacia grandes números del musical de Broadway, género al que The Perfect American podría responder, de haber introducido en él alguna melodía pegadiza reproducible por el espectador a la salida del teatro, en ese “pastel de manzana y palomitas” con que en un cierto momento Roy Disney (David Pittsinger), califica al hermano a través de su legado.

En el foso, Dennis Russell Davies, sacó el mayor partido a la partitura, refrendando su batuta como la más solvente para traducir la música de Glass, de quien ha dirigido buena parte de la producción operística –con el de Linz en abril serán seis los títulos en première absoluta–, además del ciclo sinfónico encargado por él al compositor. Incluso algunas piezas para lucirse como pianista, otra de las facetas que Davies, defensor a partes iguales de clásicos y contemporáneos, cultiva. Su buen hacer fue corroborado por el público, convirtiéndole en el más ovacionado de la noche. Junto a él, y, claro está, Glass. Sin olvidar al responsable escénico de esta producción anticrisis, Phelim McDermott y su equipo, premiados con justicia por la sala. Además de Leo Warner y Joseph Pierce por su labor videográfica y de animación respectivamente, con la que consiguieron, apoyados en los coros, hacer olvidar el estatismo actoral de los protagonistas.

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