Lohengrin. ©Bayreuther Festspiele GmbH/Enrico Nawrath
Viene esto a colación, porque el escatológico montaje de Tannhäuser ha servido para digerir un poco mejor, si esto es posible, la propuesta de Neuenfels de Lohengrin que el pasado año convertía en ratas a los habitantes de Amberes que cita el libreto. Pero ya se sabe que el texto es accesorio, prescindible incluso, para este creador que a los setenta años gusta que le tilden de enfant terrible. Un provocador que, se recordará, anota como hazaña haber sacado de sus casillas a la comunidad musulmana por exhibir en su Idomeneouna cabeza cortada de Mahoma.
Su Lohengrin sitúa la acción en un laboratorio donde se estudian las reacciones de los múridos –con los que el público acaba simpatizando por el efecto ratatouille– frente a sentimientos como la violencia o el amor, entendido como se desprende de las palabras de Sentir, pensar, actuar, de Gerhard Roth, recogidas en el programa de mano: “Estar enamorado se considera como una enfermedad en muchas culturas. En efecto, este estado tiene muchos puntos en común con la relación al stress, como por ejemplo el insomnio, la inquietud, las sudoraciones, la boca seca, los temblores en manos y rodillas en tanto que feromonas, la confusión en los pensamientos y las dificultades de concentración”.
La negativa actitud de la crítica ante estas consideraciones, hizo creer que tal vez el Lohengrin ratuno se pudriría para la eternidad en el último rincón de los almacenes de Bayreuth. Sin embargo, la salomónica solución de las responsables ha consistido en asignar el papel titular al tenor alemán Klaus Florian Vogt, una de las últimas revelaciones del Festival, después de medirse en él una tarde el pasado año en esa misma producción, sustituyendo por enfermedad a su paisano Jonas Kaufmann. La fórmula podría ser plausible de no ser que para ello ha tenido que renunciar a ser en Los Maestros Cantores Walther von Stolzing, rol idóneo para su tesitura. Vamos: desnudar a un santo para vestir a otro, insistiendo en el refranero.
El fenómeno Vogt, con su mágica capacidad vocal para transportar a quien le escucha (como el flautista de Hamelin, igual que él rodeado de ratas), logró abstraer al público del apartado visual. La sustitución de Annette Dasch, inicialmente prevista como la Elsa de Brabante con que debutó en plaza el pasado año, dio la oportunidad el día 2 de estrenarse en Bayreuth a la joven soprano Astrid Weber, que se fue creciendo a medida que avanzaba la acción. Hasta dar la talla en el dúo del segundo acto con la malvada Ortrud (sirva el calificativo por la estridencia en algunos pasajes de su voz), a cargo de la mezzosoprano lírica Petra Lang. Fue uno de los momentos mejores plásticamente, servido como el duelo de los cisnes antagonistas en el ballet de Tchaikovsky. Un resultado del imaginario zoológico que marca las pautas de Neuenfels. Obsesiones a las que recurre una y otra vez. Como el carruaje averiado y el caballo muerto, similar al de su propuesta para El Murciélago del último año de Mortier en Salzburgo, donde se recuerda como una de las más desafortunadas de su historia. Hasta el punto de crispar los ánimos de los asistentes entonces al estreno, que obligaron a detener la representación, mientras algunos de ellos, con la esposa de Herbert von Karajan, Eliette, a la cabeza, abandonaban ruidosamente la sala.
De vuelta al Lohengrin que nos ocupa, otro momento glorioso llegó en esa confrontación entre Elsa y el hijo de Parsifal que, Liszt –responsable en el foso del estreno mundial en Weimar el 28 de agosto de 1850–, en carta a Wagner datada el 2 de septiembre siguiente se refería como el súmmum de la belleza y de la verdad en el Arte. La compensación en las voces también llegó con el bajo Georg Zeppenfeld dando vida al rey Enrique y el barítono Samuel Youn, sin alcanzar este las cotas que consigue como Amfortas en el Parsifal que compagina estos días.
Consolidando el apartado de la música (olvidémonos de los coros, que han funcionado en las cinco producciones del verano como auténtico milagro y motor primordial), fue definitiva para dotar del mejor sabor a la ópera más italiana de la decena que integran el canon de Bayreuth, la batuta del joven de Riga Andris Nelsons, a quien el próximo octubre podremos ver en España al frente de la Sinfónica de Birmingham, de la que es titular.