Doce Notas

Praga y sus sirenas de agua dulce

notas al reverso  Praga y sus sirenas de agua dulce

'Rusalka', Státní Opera

Rusalka. Ópera estatal de Praga (Státní Opera). Jueves 15 de noviembre

Servidor es un impuntual empedernido, salvo en lo que a eventos musicales concierne. Media hora antes de las siete accedí al soberbio vestíbulo del Teatro Nacional (Národní Divadlo); la camisa plisada, la entrada debidamente troquelada. Me extrañó el recibimiento: canapés, vino moravo y otras venialidades. Uno también es un poco gañán, así que, previo paso por la guardarropía, empecé a rondar las bandejas. No reparé en el detalle hasta cuando intenté socializarme entre la high class checa. Un joven frunció el ceño al enseñarle yo orgulloso mi entrada y exclamó «¿Rusalka?».  «Hostia», repliqué no muy refinado. Las siete menos diez: la hora correcta, el lugar equivocado. Gran clásico. «¿Está muy lejos la Státní Opera?», pregunté visiblemente alterado en no sé qué idioma (posiblemente en una mezcla de varios o en un arrebato esperantista).

Mientras sonaba la obertura de Rusalka en la otra punta de la capital checa, servidor ejercía de copiloto de rally junto a su locuaz taxista, un eslavo enamorado de Cuba, que también chapurreaba esperanto. Pasadas las siete y cuarto logramos salir del atasco capitalino y estacionar ante las escaleras de la susodicha Státní Opera. Ni un alma en el zaguán. Le pagué en esperanto (mitad euros y mitad coronas checas; no me quedó otro remedio, no me daba). Cuando la amable acomodadora me condujo a la galería del primer piso –en platea no podía irrumpir, claro está– la soprano estaba arrancando los célebres compases iniciales del aria de la Luna.

Fue casi una revelación acceder a la localidad en medio del pleniluno. El palco para mi sólo, el director en el foso casi a mis pies, la cantante escorada a mi flanco como en las películas presonoras. La Státní Opera, amén de una joya como toda Praga, tiene la particularidad de incorporar tres palcos por nivel a cada flanco, sobrevolando éstos no la platea, sino el mismo foso de los músicos.

No fue quizás la mejor Rusalka de la historia. La sirena del Moldava es una sirena de agua dulce, más bisoña que las del Mediterráneo. En eso reside quizás uno de los puntos que no terminan de convencer. La música de Dvorak es deliciosa siempre. Intensa y profunda cuando así lo requiere el texto y hasta cómica en momentos puntuales. Leitmotívica y sutil.

El segundo acto es en mi opinión el de la discordia. Primero y tercero transcurren en la arcadia del río, en plena naturaleza; el segundo recrea un banquete principesco. Rusalka es un cuento, sí pero es un cuento con moraleja de calado. Por momentos parece tentada a discurrir por la camisa de once varas del Tristán. Pero no, la ópera cumbre de Dvorak es ante todo ingenua, inquietantemente ingenua me atrevería a decir. No resulta descabellado incluso verla como un canto desmitificador del amor. El príncipe se encapricha de la sirena, Rusalka se encapricha del príncipe. Rusalka contraviene el orden establecido y renuncia a su naturaleza divina para dar rienda a su anhelo. El amor se desvanece a las primeras de cambio. Fin del romance.

Pero no, no, Rusalka es un cuento y su protagonista una ingenua sirenita fluvial, a la que todo lo exterior le resulta tentador. Esta ópera, encubierta en su fábula, tiene algo de primer desencanto amoroso. Pero –y he aquí lo interesante de este cuento para niños y no sólo– hacia el final de la obra Rusalka se pregunta en un lúcido canto final, qué es más valioso: vivir perpetuamente sin conocer o conocer para morir. ¿Qué es preferible el estatus divino o el mortal? Al final libretista y compositor se las apañan para dar a la obra un cierto final armonioso, pero el daño está hecho y la espina de la sirena clavada en nuestra psique. No es fácil, no, extraer una moraleja unívoca. El agua del Moldava sigue su curso.

De la actual producción merece destacar ante todo la voz y caracterización de la bruja Jezibaba (una bruja buena en este caso). La mezzosoprano rusa Galia Ibragimova es con diferencia la mejor del reparto vocal. Un chorro, un verdadero moldava de voz.

No parece que el rol de Rusalka sea fácil por esa mezcla de ingenuidad pueril y presunta rebeldía. A mi modo la escenografía no resuelve de forma convincente el súbito cambio de amores (antojos aquí) del príncipe. A mitad del segundo acto y en cuestión de compases, el tenor pasa de estar cegado por Rusalka a dejarse seducir por la primera cortesana que entra en escena. Eso es lo que al menos ve el espectador. Vista así, la ópera parece ser un cierto alegato contra el amor. La dirección orquestal de Jan Chalupecky, ejemplar, permitió gozar de todos los matices de su rica instrumentación. Uno de los principales atractivos de la obra sin duda.

Nikolaj Znajder/ Orquesta Filarmónica Checa. Sala Rudolfinum. Viernes 16 de noviembre

Si remontamos el río Moldava desde el Karlov Most hacia el norte, al poco de una hora, no más, llegaremos a la vieja ciudadela de Visherad, a su recogido cementerio, al panteón de los checos ilustres. Antonin Dvorak o Rafael Kubelik descansan allí, entre otros, y también el autor de una de las melodías más seductoras de todos los tiempos, Biedrich Smetana. En su lápida, amén de las fechas de rigor (mortis), está esculpido el primer compás de su inmortal Moldava, el número 2 de la suite Mi Patria. ¿Quién no ha escuchado, quién no se emociona ante ese ondulante inicial susurro de las flautas? (Mi, fa#, sol, fa#, sol, la, si; intento solfear delante de su atril mortuorio). La corriente crece y se envalentona hasta que emerge, exultante, tras el anhelado meandro: Praga y su docena de imponente puentes.

En Visherad arrancó Smetana su conocido poema sinfónico, así lleva por título su menos conocido primer movimiento, y aquí he iniciado mi singladura esta mañana. Hacia la tarde, después de múltiples zig zages por callejuelas y puentes, he llegado a mi destino final: la Sala Rudolfinum, un auténtico otero sobre el río que hoy nos ocupa.

El reputado violinista danés Nikolaj Znajder se ha hecho un nombre también como director en algunos de los auditorios más prestigioso del mundo. El pasado fin de semana se puso al frente de la Orquesta Filarmónica Checa con un programa que incluía dos obras del siglo XX (Danzas de Galanta de Zoltán Kodály y la orquestación de Schoenberg del Cuarteto con Piano de Brahms ) y una de nuestro siglo (el Concierto para oboe del escocés James McMillan). Znajder transmite una cierta petulancia en su primera impresión, pero también autoridad y escrupuloso celo del ritmo. A Kodály lo interpretó con deliberado agarrotamiento y tirando de volantazos. Una vez escuchada la obra íntegra y atendiendo a los súbitos cambios de tempo y ritmo que impuso el compositor, esa es quizás la forma más inteligente de dirigir las Danzas de Galanta. Reposo, orden y  frenesí; la máxima en que se apoya esta joya instrumental de escasos quince minutos.

El Concierto de oboe de McMillan, estrenado dos años atrás con inusitado éxito en los Proms londinenses, tiene especialmente en su pasaje central soliloquios de bella factura para el instrumento solista. Un protagonismo, que comparte con el clarinete a la entrada y la flauta al cierre del inspirado largo. Sin duda la obra es un tour de force para cualquier intérprete de este instrumento, sus fraseos largos pero muy bien dibujados obligan a compadecer al esforzado solista. Nicholas Daniel tuvo todavía aire para una onírica propina firmada por Benjamin Britten, que demuestra que no hay instrumento que no merezca ser tratado como único e irrepetible.

La ‘quinta sinfonía’ de Brahms, como ironizaba Schoenberg  al referirse a su orquestación del Cuarteto con piano, suena a Brahms, por no decir que a Schoenberg no se le reconoce por ningún lado. Eso debe ser más un elogio que un reproche y lo mismo hay que decir de Znajder que supo dar vida sinfónica a la música camerística de Brahms en toda la dimensión de la palabra sinfónica. Si Brahms compuso la ‘décima’ de Beethoven, Schoenberg ideó la ‘quinta’ de Brahms. Especialmente en los dos primeros movimientos el parecido es más que razonable. El concierto concluyó como empezó, con aires húngaros. Quienes conozcan el mencionado cuarteto, recuerden quizás que éste concluye con una danza a la zingarese. Y allí, Znajder de nuevo estuvo en su salsa.

Las estampas del viaje se quedaron, no por voluntad propia, en la cuneta de alguna estación de provincias checa. Gajes de los trenes nocturnos.

Salir de la versión móvil