Doce Notas

‘Don Carlo’ perdido en traducciones

no sin policrates  Don Carlo perdido en traducciones

'Don Carlo', Staatsoper © Monika Rittershaus

De ahí que, cuando alguna propuesta consigue sobre el papel satisfacer en gran medida nuestras expectativas nos sintamos felices. Porque esta ópera –para cuyo libreto François Joseph Pierre Méry y Camille Du Locle tomaron como punto de partida argumental el drama de Friedrich Schiller–, más allá del veto por lo que se quiso ver en ella de antiespañola, es imposible de programar con un mínimo de garantías si no se cuenta con el elenco apropiado para defender los ocho papeles de entidad que la estructuran. La berlinesa Staatsoper Unter den Linden –trasladada hasta la restauración de su sede al teatro que, por cierto, lleva el nombre de Schiller– lo ha intentado, equilibrando adecuadamente el cartel. Pero ha tropezado con el siguiente escollo, al parecer no fácil de salvar: el del montaje.

Es lamentable la ligereza con que los directores de escena pueden llegarse a tomar esta joya verdiana  a la hora de presentar al público semejante tragedia familiar en la corte de Felipe II. Un auténtico culebrón con tintes históricos, que algunos tomaron al pie de la letra, dando lugar a la leyenda negra de España (de ahí el recelo a la hora de presentarla en nuestro país). Es tan precisa su ubicación temporal, que admite pocas lecturas si no están bien razonadas. Y ninguna de las  tres que hemos podido ver en los últimos meses –Lisboa, Viena y ahora Berlín– lo están. En el primero de los casos, las prisas de Stepehn Langridge y Georges Souglides dieron como resultado un pastiche indigesto en el que se hacía convivir a Goya con las escuadras negras. La de la capital austriaca, firmada en primavera por Daniele Abbado, sobre un fondo de sobriedad pretendidamente moderna, volvía a hacer hincapié, con más fuerza aun, en la estética del pintor aragonés, recurriendo para ello, tanto a sus pinturas negras como a los retratos de Corte. Confundiendo visualmente a la familia del primer representante de la Casa de Austria en España con la del borbón Carlos IV. Sin pararse a valorar la importancia en los cambios de la Inquisición a lo largo de los siglos…

Apuntalando el drama

La propuesta para Berlín, que desde 2004 se recupera con cierta regularidad, se debe a Philipp Himmelmann, el director escénico alemán que el año pasado debutaba en España con un sencillo montaje del Dido y Eneas de Purcell para el Centre de Perfeccionament de Les Arts de Valencia que dirige Plácido Domingo. En Don Carlo, Himmelmann, donde también recurre a una escenografía minimalista –prácticamente toda la acción la resuelve en torno a una mesa–, se pierde en la traducción conceptual; fallan los referentes. Las ingenierías afectivas familiares las traslada a un universo fascista, equidistante entre aquel de los Krupp hacia el que Visconti miró para su Caída de los dioses y el asfixiante reducto creado por Pasolini para Salò. Un mundo de dominantes y dominados: de sadomasoquismo llegado el caso. De extorsiones y sumisión regidas por la sed de poder, donde mujeres uniformadas, militantes con pistola bajo la chaqueta gris, corean la canción del velo a su estricta gobernanta, la princesa de Éboli. Con las víctimas del auto da fe inquisitorial colgadas públicamente boca abajo, como las imágenes del momento nos muestran a Mussolini y Petacci.  Mientras, la representación regia y la eclesiástica meriendan plácidamente. Actitud similar a la del último cuadro cuando, muerto Carlos por los esbirros, la reina, flanqueada por el inquisidor y el monarca, toman el te en un gesto de aquí no ha pasado nada. En el balance final, la mediocritas ahoga los atisbos de excelencia de la iluminación de Davy Cunningham y, por instantes, en el movimiento actoral aplicado a figuras de la escena.

Equilibrado reparto

Como el bajo René Pape, el mejor Felipe II del momento. La prueba es que los principales teatros recurren a él para el personaje (a la producción berlinesa se alistó en 2011), al que saca todos los matices histriónicos y vocales, con el serio riesgo de adocenarse en él. Menos maleable escénicamente, el papel titular estuvo encomendado a Fabio Sartori. El mismo tenor que, tras cantar una producción de Norma y otra de Aida, no aceptó sustituir hace unas semanas en Viena a Roberto Alagna, al considerar que tenía antes que asentar la voz para ser Don Carlo. Había llegado ya el momento de retomar este rol que tanto quiere y cuyas exigencias demostró conocer tan bien, después de haberlo cantado frente a diversas batutas en distintas versiones. Incluso la de cinco actos, cada vez más infrecuente, que interpretó a las órdenes de Zubin Mehta. Carmen Gianastasio fue la elección, con buen tino, para sustituir a Tamar Iveri como Isabel de Valois. La joven italiana, ganadora del Concurso Operalia en 2002, a pesar de su juventud lució una gran madurez vocal, emocionando por momentos al público, que acabó de cautivar en la consabida prueba de fuego de tu che le vanitá, perfectamente cantada. Del mismo modo que lo consiguió la mezzo rusa Ekaterina Gubanova –a quien se pudo ver en junio en Les Arts de Valencia como Brangäne en el Tristan e Isolda en concierto dirigido por Mehta–, con un mayor lucimiento en O don fatale que con la “canción sarracena”. Buen registro, claro y potente, el del bajo Rafal Siwek como el Gran Inquisidor y el de Tobías Schabel como el monje-Carlos V. Menos destacables fueron las prestaciones de Alfredo Daza (Posa), desigual, falto de entidad en sus partes solistas, mejorando notablemente en los conjuntos. Ante todo el aplaudido dúo de la libertad del primer acto con Carlo, y el de la visita a este en su reclusión. La dirección musical de Massimo Zanetti resultó algo más que correcta, como demostró con discrepancias aisladas el veredicto del público.

Berlín, 2 de noviembre, 2012

www.staatsoper-berlin.de

 

 

 

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