Doce Notas

Revuelo en ‘El holandés errante’

no sin policrates  Revuelo en El holandés errante

'Der Fliegende Holländer' © Bayreyther Festspiele/Enrico Nawrath

Esto le dio por maquinar a una de mis dos neuronas hábiles cuando, casi por ensalmo, al emitir El holandés errante sus primeras palabras: Die Friest ist um (Ha llegado el momento), se organizó en la sala un pequeño revuelo. El necesario para atender la lipotimia de turno, molestando al menor número posible de espectadores. Apenas hay día que no se de algún caso.

A la emoción de pisar el sacrosanto lugar se une las tardes de calor –la representaciones suelen comenzar a las cuatro– la sofoquina imaginable en un recinto casi-casi como lo dejó don Ricardo: sin refrigeración ni reposabrazos entre los asientos, que muchos acondicionan con sus propias almohadillas, como si de una plaza de toros se tratase. ¡Por el sacrificio autoimpuesto hacia Dios!…

Hablaba de mis dos neuronas en estado pensante. La segunda, mientras, intentaba averiguar en qué lugar había tramado Jan Philipp Glogger, desde el pasado año director del Teatro de Mainz, la acción que, para el primer drama lírico de Wagner, madre del cordero de lo que habría de venir–con sus leit-motiven como es debido y su correspondiente inmolación femenina por amor–, Wagner sitúa en un puerto-refugio de la costa noruega. ¿Sería el laberíntico circuito electrónico invadiendo la totalidad del escenario la mente de Senta, imaginando una vez más la historia que internamente la consume, y surgiendo de entre sus recovecos la aparición casi mística del amado?. ¿Por qué no?. Al fin y al cabo, la balada en que la protagonista femenina narra lo que ha de venir fue el germen a partir del cual Wagner desarrolló el resto de la ópera. Esa fue la primera reflexión.

Vuelta a la música

Hasta el momento de abrirse el telón, las cosas habían ido bien. En el foso, Christian Thielemann tras un año de ausencia se arrogaba la autoridad que le atribuyen Bayreuth y las biznietísimas rectoras (un rumor extendido asegura que el pretendido heredero de Karajan es su asesor áulico en lo musical), por la defensa a lo largo de cinco veranos de un alabado Anillo. Entre sus prerrogativas podría estar la personal lectura de los pentagramas. Tal vez por esa razón, arrancó con un prólogo desusadamente lento, dando protagonismo solista a los instrumentos como si se tratara de una alternativa celibidachiana –¿conmemoraría el centenario del rumano que pasó el relevo en la Filarmónica de Berlín a su maestro Karajan?- para, seguidamente, ajustarse a los parámetros habituales para esta ópera a la que tanto trabajo le costó figurar como la décima y última ficha del puzzle conocido como Canon de Bayreuth. Porque El Holandés errante no se pudo representar aquí hasta 1901, cuando Cósima la impuso en la forma en que originariamente la había concebido su marido: en un solo acto y tres cuadros, potenciando de esa manera las unidades teatrales –acción, tiempo y lugar– que la rigen.

Así se pudo ver ayer en la segunda representación de esta nueva propuesta, que llega seis temporadas después de la de Claus Guth. Si fallan los calendarios de probado crédito, del azteca al zaragozano, salvando las distancias ¿por qué no el de los pensadores de Bayreuth?. De ser así, el Holandés se ha adelantado un año en pisar tierra, ya que, según la historia que narra el libreto, libremente inspirado en un relato-boutade de Heine, el errabundo marino sólo tiene un día cada siete años para intentar conseguir a la mujer fiel que le devuelva la paz, liberando la maldición de vagar eternamente por los mares. Tal vez por eso haya pesado un gafe de último momento, que obligó al barítono-bajo Evgeny Nikitin, inicialmente previsto para encarnar al Holandés, a tirarse en marcha del montaje cuatro días antes del estreno. Tras descubrir que en el pecho tatuado del cantante ruso –no muy alto, pero sí rubio como la cerveza local–, entre los nombres de mujer que impone la copla, y como recuerdo del pasado en  una banda heavy metal de su país de la que formó parte, figuraba una esvástica, algo tan mal visto en este privilegiado lugar del universo, empeñado en borrar sombras de un pasado que hoy califican de funesto.

Había llegado la hora de poner en primera línea de fuego, como en los tópicos teatrales de Broadway, al hasta ese momento cover, el coreano Samuel Youn, conocido en España, después de resolver con precisión papeles straussianos. Como el Jokannan de Salomé en Sevilla hace unos años, o el Oreste de Madrid en la Elektra de Bychkov-Grüber con escenografía de Kiefer para el Real en la última temporada. Youn, familiarizado con el papel del Holandés, que debutó el pasado mes de mayo en Colonia, se mostró en su segunda noche de Bayreuth –algunos consideraron la primera un ensayo general, dada la premura del cambio– como un buen tenor heroico, valiente en los agudos, y esperando cuajar los registros más graves de pecho, tan necesarios para los pasajes más dramáticos del rol, cuando en mayo de 2013 lo retome en Berlín.

Ningún reparo para la Senta sin fisuras de la soprano canadiense Adrianne Pieczonka, ensalzada entre la crème wagneriana por su Siegliende de la Tetralogía en las ediciones 2006-2007. Como ahora, a las órdenes de Thielemann, que ha demostrado una vez más su tino en la elección de voces, rematando el reparto con otras cuatro de solvencia.  Las de la contralto Christa Mayer (Mary), los tenores Benjamin Bruns (el grumete) y Michael König como el enamorado Erik, que podría haber intercambiado agudos por graves con su rival frente a Senta. Por último, el bajo Franz-Joseph Selig dio un excepcional juego como el avariento Daland, padre de la soñadora Pieczonka, la más aclamada después de ese Thielemann camino del mito. Además, claro está, del inefable comportamiento de la orquesta y coro titulares.

El fin del cuento

¿Que cómo acabó la historia? La pobre neurona, que no ha dejado de atar cabos en estas horas, ha deducido que las aspiraciones de Daland y su grumete de reindustrializar el pueblo con el dinero del holandés y en su propio beneficio funcionaron. ¿Cómo?: con la “mortalización” del Holandés gracias al suicidio de Senta por un procedimiento similar al de Lucrecia: puñalada directa al corazón. A partir de ese momento, la obsoleta factoría de ventiladores modelo N1-H1L que daba actividad a las mujeres del pueblo pasó a producir la novedosa escultura a lo Lladró (Referencia 3T-3RN-4L): los dos amantes en distintos tamaños –desde pie de lámpara a curioso adorno para tarta nupcial–, convertida en éxito comercial. ¿Algo que objetar? Al hacerse el oscuro, para algunas voces aisladas entre el público –pocas, la verdad–, parece que sí, considerando sus abucheos. Aunque, visto lo visto en las últimas ediciones, no parece tal disparate, Bien mirado no se trata más que de una producción barata, buena cosa para tiempos de crisis. Y sin complicaciones. Ambos razonamientos posiblemente pasaron por la cabeza de Ángela Merkel, cuando la vio en su estreno. Como mucho, su mentalidad pragmática le llevaría a una sola objeción: aumentar de alguna manera el bajo índice de productividad de la mano de obra femenina en el proceso del empaquetado.

Salir de la versión móvil