Doce Notas

Les Violes du Ciel et de l’Enfer

Se trata de la segunda incursión discográfica del sello Alqhai & Alqhai tras el exitoso Le lacrime di Eros, dedicado al seicento italiano de los Marenzio o Frescobaldi. Ahora, tras su paso por los Apeninos, los hermanos Alqhai cruzan los Pirineos en busca de dos de los compositores más reputados del reinado del gran Luis XIV: Marin Marais y Antoine Forqueray.

Abren el disco cinco obras incluidas en el Quatrième livre de pièces de viole de Marais. La primera, Marche Tartare, de ritmo cuaternario y pausado, sirve de introducción y de primera toma de contacto con los instrumentos. Continúa la Allemanda la Superbe, bellísima pieza, quizá la más cantabile de todo el conjunto. L’Arabesque y La Reveuse, las piezas que siguen, son, posiblemente, las más interesantes. La primera, muy melódica y nada fácil en su interpretación, nos transporta a esos mundos que ya comenzaban a estar de moda en la época en que Molière se mofaba de ciertos tópicos en su Le Bourgeois gentilhomme.

Como contrapartida, La Reveuse, nos seduce con bellas melodías bajo un ritmo armónico acorde al estilo de la pieza. Verdadero lucimiento sonoro para el conjunto y admirable participación de la tiorba de Miguel Rincón. El virtuosismo en estado puro hace por fin su aparición en Le Tourbillon, momentos que aprovecha Fahmi Alqhai para soltarse la melena al viento y colaborar en el desencadenamiento de ese huracán. Las piezas de Marais se complementan con la Sarabande Grave y la Marche Persane dite la Savigny de los libros tercero y quinto de sus piezas para viola.

La segunda parte del CD está formada por la Quinta Suite, Pièces de viole avec la basse continuë que Antoine Forqueray escribiera allá por 1747 y que nos llegan a nosotros gracias a su desobediente hijo, quien las copió, a pesar de la expresa negación de su padre de que quedara constancia escrita de su arte –tildaba de necio a cualquier músico que no dominase el arte de la improvisación– y al que los musicólogos adoran mucho más de lo que lo hizo su propio padre.

Piezas como La Rameau o La Léon, Sarabande, nos acercan a su mundo, pero es en piezas como La Guignon, especialmente en su final, o La Montigni donde apreciamos verdaderamente su arte y en las que la Accademia del Piacere despliega de manera más lograda el suyo. Alberto Martínez Molina ejerce, en todo momento, de constante apoyo y sustento armónico desde el clave.

Mención especial requiere la Chaconne que cierra la grabación y nos devuelve a las bondades de Marais –tras tentarnos con las maldades de Forqueray– como retorno infinito a lo positivo mediante otro retorno, el de la armonía, que reaparece una y otra vez y que, en las manos de estos músicos, suena renovada cada vez.

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