Doce Notas

Egberto Gismonti, el arte de las 88 teclas y las 10 cuerdas

notas al reverso  Egberto Gismonti, el arte de las 88 teclas y las 10 cuerdas


El legado de Nadia Boulanger es inextinguible. Bien entrado el siglo XXI uno sigue descubriendo discípulos en activo de la más célebre pedagoga de todos los tiempos. Indagando en los orígenes musicales del brasileño Egberto Gismonti (Carmo 1947), la más reciente alhaja del Jazz Voyeur 2024, —a falta de programa, uno sigue encomendándose, no sin las debidas reservas, a wikipedia— descubro que el extraordinario pianista y guitarrista también fue pupilo de la longeva y prolífica maestra de maestros.

El auditorio del Conservatorio de Palma se llenó el pasado 24 de noviembre casi (algo inusual tratándose de un domingo por la noche) para escuchar a uno de los verdaderos portentos jazzísticos de su generación. Quien escribe confiesa su ignorancia: hasta la fecha desconocía de la existencia de este excepcional, a partes iguales, pianista y guitarrista. De nuevo debemos el hallazgo al buen quehacer de Roberto Menéndez, alma mater del Jazz Voyeur. Desde hace 17 años bucea Menéndez en el ayer y hoy del jazz, desviando de sus circuitos habituales a algunos de los jazzmen más demandados para que hagan también parada, fonda y jam en Mallorca.

Como la del mítico Narciso Yepes, la guitarra de Gismonti suma diez cuerdas en el traste. Arrancó el concierto acompañado a su vez por las seis cuerdas del estupendo Daniel Murray. Exquisito escudero y paisano (carioca a la sazón este último), tan discreto en escena como espléndido en sus digitaciones. Ambos suplieron la parquedad de palabras con un entendimiento al mástil de los que contienen alientos e invocan silencios. Gismonti apenas se dirigió al público para presentar dos de los primeros temas, uno de ellos a propósito de una Bachiana Brasileira de su compatriota Heitor Villalobos y otra pieza que no acerté a entender. Cada vez más disfruto de los músicos que se cosen los labios y hablan sólo a través de sus falanges. A mi modesto entender los buenos intérpretes no tiran mucho de micro. Algo me dice que la locuacidad musical es a menudo inversamente proporcional a la verbal.

Sincronía milimétrica la que Murray y Gismonti desplegaron durante una media hora larga en su primera acometida: un crossover amalgamado de influencias varias (esas carrerinhas por el traste parecían fulgurantes arrebatos fadistas, no exentas de acotaciones académicas; guiños jazzísticos esbozados entre apuntes de un Brasil natal). Hay un virtuosismo muy íntimo en el oficio de ambos solistas, muecas de complicidad justas, como si uno y otro supieran en todo momento por donde van (y por dónde torcerán al final de cada fraseo). Siempre absortos y concentrados en su quehacer, como lo estuvo el público de principio a fin. La austeridad escénica contrastada con el bullicio de sus ricas ideas musicales. Cuando un tándem logra tal nivel de entendimiento y engranaje, la palabra solista(s) pierde su sentido semántico e incurre en crasa contradicción. He aquí dos duistas o duetistas de cabecera. Una dualidad unívoca, en la consonancia y en la disonancia.

Concluido el primer round Murray hizo mutis, ambas guitarras posaron panza abajo y Gismonti se sentó ante el piano, al que escrutó por espacio de unos segundos tratando de abarcar sus  88 teclas. Ponderando quizás el cambio de escala. En cuestión de un minuto pasó de corretear por la estrechez del traste a batirse en la inmensidad del marfil bicolor. La guitarra es un instrumento para ser acunado; el piano, por contra, acuna a su intérprete. Tan pronto se hizo al cambio de patrón, el músico de Carmo dio rienda suelta a su duende y, como si nada, el piano, el instrumento primigenio de Gismonti, nos obsequió con otro póker de perlas.

Un tema y variaciones, intercambiando la melodía de manos (del registro alto al bajo y viceversa), dio cumplida cuenta de su oficio y vis más académica. Una balada más contemplativa apaciguó al público por espacio de algunos minutos. Y volvieron las concesiones a sus raíces bosseras. En su interludio pianístico Gismonti dio cumplida cuenta de su versatilidad al teclado, explorando en media hora escasa otros timbres y otros paisajes sonoros. Concluido el impasse, retornó Murray bajo el foco y ambos volvieron a hacer de las suyas al son de un punteo tan endiablado como certero.

Doblando al unísono, replicándose, enarmonizando. A paso ligero, la mayor de las veces. Twin vibes, como si uno estuviera escuchando a dos siameses, que, en lugar de la espalda, se dan la cara. Y ese silencio súbito, seguido de un compás de espera, que Murray y Gismonti calibran y quiebran haciendo diana a la par, para acto seguido desplegar, como si nada, su deliciosa dicha  melódica por la inacabable geografía sonora del mástil.

La percusión tampoco es ajena al septuagenario multiinstrumentista. En su tañido y punteo asoma Brasil de la mano de ricas poliritmias, que enriquecen y hasta cierto punto constituyen el ADN de Gismonti. Del mismo modo que las deliciosas disonancias de segundas, que la bosa brasilera internacionalizó y esos glisandi, al borde de la derrapada, llegando siempre al límite. Deambulando raudos los dedos —sin exceso de aspavientos, casi impasibles, el rictus sereno — por el filo de la cuerda floja, de las doce cuerdas flojas. Dieciséis para ser del todo exactos.

El concierto de Gismonti y Murray vino precedido por una no menos interesante incursión del tercer guitarrista brasileiro que sambeó por el conservatorio palmesano la noche del domingo al lunes. Pedro Rosa, artista residente de la presente edición del festival Jazz Voyeur, aprovechó para avanzar algunos temas de su nuevo trabajo discográfico en compañía del también guitarrista Lakki Patey y Joaquín Sanchez (a la flauta y a la armónica). Sones reposados y mecidos por el lusitanismo de ultramar, que sirvieron de calma chicha preeliminar al tsunami que se gestaba entre bambalinas. Una velada digna de recuerdo para todo buen amante de la guitarra, de la bossa epigonal y de sus salvaguardas. Todos ellos herederos, a su modo, de Jobim y compañía.

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