Doce Notas

Elogio de la seriedad, el pesimismo y la duda

La seriedad

El humor es un buen antídoto contra la adversidad, pero en dosis desmedidas no deja de ser un escapismo fácil como tantos y una forma de mirar a otro lado. La máxima a seguir de nuestros tiempos: a grandes males, toneladas de memes. En este país si no ríes con la debida frecuencia eres un rancio, un amargado, un borde, un malfollado, un plasta, un pelmazo, un cenizo. La seriedad está estigmatizada en el país del cachondeo, la pachorra, la juerga, la guasa, el pitorreo, la jarana, el descojone, la puyita, la coñita, el zasca. El cachondeíto está a la orden del día. Aunque menos, seguimos siendo un país de carcajada ostentosa, de mandíbula batiente. Y digo yo, ¿qué hay de malo en mantener el rictus serio durante una hora, una hora y media a lo más? ¿Revelarte un ratito contra el tatoo facial de la curva feliz?

Llámadme aguafiestas (y acertaréis), pero de un tiempo a esta parte resulta cada vez más difícil escuchar un espacio televisivo o radiofónico de carácter serio (de los que se denominan culturales), sin que tarde o temprano asome la gracieta. Existen programas inteligentes donde la premisa principal es ser gracioso, todo lo demás es accidental, secundario, prescindible. Como si fuéramos incapaces de departir 10 minutos sin resistirnos a lucir nuesto ingenio corrosivo. Risita va, risita viene. No falta quien anticipa, con su flojera mandibular, el supuesto descojone de su chascarrillo sin dar pie a que sean los oyentes o contertulios quienes juzguen si realmente su jocosidad prematura daba para tanto. Sucede, no obstante, a menudo, que los contertulios son reciproquistas de pro. Esto es, en un acto de altruismo risogénico, exajeran la risa a un comentario ajeno para poder ser posteriormente ser correspondidos con la misma moneda, lo que llamaríamos un círculo rijoso. Los carruseles deportivos, convertidos en tasca prostibular desde hace lustros, lo practican hasta la saciedad. Seguir una retranmisión a día de hoy resulta cada vez más difícil.

En la España actual parece que la calidad de un programa inteligente se mide, entre otros criterios, a golpe de risómetro como en tiempos de Jordi Estadella. Por entonces había en TVE un programa de humor, que consistía, precisamente, en que los invitados inhibieran su risa. El señor Barragán y Pedro Reyes, entrañables freaks de cuando no existía dicha palabra en castellano, hacían lo posible por frustrar nuestro arrebato de seriedad impostada. Admito que una de las que más cosquilleaba mi risa floja, más allá de las gansadas manicómicas Pedro Reyes, era el rictus impertérrito de Estadella cuando el realizador le enfocaba. Solo de pensarlo me entra la risa. Esa cara era la fiel expresión de un profesional serio de la comicidad.

Gritones, interrumpidores, efectistas y charlatanes somos incapaces de otorgar 20 minutos de seridad a un tema cultural que lo merezca, a menos que tenga tintes LGTB, allí si que no hay bromas que valgan. Tan guasones para según qué y tan ex cátedras para otras. Otra cuestión digna de estudio son las entrevistas. El 90% de las entrevistas que uno escucha en el ámbito cultural responde al mismo patrón: qué cojonudo/a es nuestro/a entrevistado/a. Cuanta camaradería, cuanto colegueo, cuanto elogio mutuo, cuanto masaje, cuanto meencantaquemehagasesapregunta, cuanto pajeo a cuatro manos, cuanto blow job mediático. Hubo un tiempo en qué de vez en cuando se ponía al entrevistado contra las cuerdas o cuando menos éste sacaba a relucir su susceptibilidad sin cortapisas. El ‘he venido a hablar de mi libro’ y ‘váyase usted a la mierda’ fueron explotados en su día hasta la saciedad por los cómicos, pero quizás encierren en sí la reivindicación de un mínimo de seriedad, de vez en cuando.

Hoy vivimos inmersos en la happycracia y sacar a alguien de sus casillas no entra entre lo mediáticamente correcto (a menos que se haya pactado con premeditación). Llevo décadas esperando escuchar a un actor desmitificando al director de turno al que todo el mundo idolatra o a la inversa, sin necesidad de que lleguen a las manos como Kinski contra Herzog. Pero no, lo que escuchamos siempre es eso de “es un tipo fabuloso, excepcional,… un aténtico placer estar a sus órdenes”. Lugares comunes como en las ruedas de prensa post partido. Todo tan previsible. ¿Quién le tose al establishment cultural y quién cuestiona al influencer, elevado a categoría de chamán?

La ordinariez antes era un privilegio de determinados programas, pero poco a poco gana también adeptos en programas divulgativos. La vulgaridad campa a sus anchas y en las secciones de cultura no faltan artistas fatales de nuevo cuño, que regalan titulares a golpe de obviedad, cuanto más soez, mejor. Para hacerte oír en un mundo que twittea sin resuello, no queda otra: toca desvariar y provocar. Como si de otra manera fuera imposible despertar la atención del otro. No ser ordinario en nuestros tiempos se ha convertido en lo extraordinario.

No tengo nada en contra de acercar la cultura (palabra gastada donde las haya) a los niños, a los jóvenes, a los neófitos, pero de ahí a rebajar nuestros principios al omnímodo ‘todo por el receptor’ tercia un trecho. Prohibidos los tecnicismos, la gramática, la explicación sesuda. Nada de eso, ni se le ocurra salir por allí. Todo tiene que ser ameno, divertido, anecdótico y, ante todo, mediático, diría más, inmediático. Prohibido ponerse serios, estupendos, académicos. Puaj!

El pesimismo

Tiempo atrás, en época prepandémica, escuché la ingeniosa frase ‘dejemos el pesimismo para tiempos mejores’. Procrastrinar parece ser nuestro sino cuando se trata de ser cenizos públicamente. El pesimismo también es otro de los valores socialmente estigmatizados. Es cierto que el apocalipsismo es moneda de curso en cualquier informativo, pero no menos cierto que una vez metidos en el tunel no faltan santeros, coachers, mindfullners y gurús que nos convencerán de lo contrario. Que no cunda el pesimismo, parecen gritar al unísono medios y políticos al mismo tiempo que nos obsequian cada mes con una nueva apocalipsis en forma de tercera ola de calor, octava ola de covid, la venidera cuarta dosis, la enésima tercera guerra mundial… Ante tanto apocaliptismo no nos queda otra que recurrir al numeral ordinal para no perder la cuenta. Consecuentemente los mismos que practican el apocaliptismo militante son los que después recetan optimismo. Ser razonablemente pesimista es lo único que no está muy bien visto en la vida pública.

La duda

Pontificar es el único relato que funciona en las redes y en los medios. Otra constante de nuestro día a día. Hoy en día titubeas, reflexionas o insinuas el menor atisbo de recelo y tu credibilidad quedará automáticamente en entredicho, bajo sospecha. La duda, la vacilación y el silencio tampoco no tienen cabida en la sociedad de la arrogancia instantánea. Un gurú que se precie tiene que ir con la verd…, con la seguridad por delante. Todos los expertos parecen tener fe ciega en sus tesis y no contemplan letra pequeña, apostilla o matización que valga, tachando de conspiradores a quienes les contradigan. Los conspiradores hacen otro tanto.

Las entrevistas de hoy parecen más que nunca publireportajes. Cada experto vende su libro, literalmente. Y como dicta el anglicismo, nosotros asentimos, o no, con el manido I’ll buy it, según nos resulte medianamente creíble. Ser creíble es más importante que ser fiable.

Lejos están los tiempos en los que algunos sabios respondían con dudas, con interrogantes, con silencios, con manifiestas inseguridades. Hoy en día nadie duda delante de un micro, de un foro, de un canal youtube o de un chat de instagram. Dubio ergo non sum podríamos parafrasear.

Uno debería aprender algo de los nuevos tiempos. Tengo la mala costumbre de colar el adverbio quizás en cada uno de los párrafos que escribo. Suerte que al revisarlos, me armo de autoestima y autocensuró mi incurable inseguridad taquigráfica.

Radu Lupu in memoriam

El pasado 17 de abril de este año fallecía en Suiza el pianista rumano Radu Lupu (Galaţi 1945- Lausanne 2022). En su momento me pasó por alto su deceso por lo que adjunto a pie de página esta modesta nota cronológica a modo de reparación. Nunca escuché en directo al exquisito intérprete rumano, guardo con verdadero celo, no obstante, unos pocos cedés en la balda de los elegidos (esa Fantasía a cuatro manos de Schubert con Perahia a su vera, hallazgo de la adolescencia, que sigue hoy fascinándome como entonces).

A fuerza de vencer mi inseguridad militante y confesa me atrevería a afirmar que su versión de los Tres intermezzi op.118 de Johannes Brahms es probablemente insuperable en lo que ha hondura y recogimiento se refiere. Revolviendo un poco en la googleteca he hallado un artículo firmado por Jordi Maddaleno, que bien pudiera describir a la perfección lo que pudo ser un concierto de Radu Lupu en directo. Si lo quieren rescatar lleva por título El lobo estepario. Sintomático apelativo.

Por suerte, su aversión a las entrevistas no se tradujo en una aversión excesiva a la fonografía como la de otro rumano ilustre. Según he sabido a posteriori, el lobo estepario, no concedía entrevistas desde hacía décadas. Si Radu Lupu hubiera nacido en nuestros tiempos es probable que nunca hubiéramos escuchado su música porque la modestia, falsa o verdadera, hoy por hoy no lleva a ninguna parte, no vende. Hoy impera la teoría del iceberg invertido, es decir, vemos 9/10 del iceberg y el talento ocupa 1/10 o simplemente brilla por su ausencia. En el pasado, a la superficie afloraba una décima parte del artista; el talento restante quedaba oculto bajo la línea de flotación. Hoy en día, si no te expones y te desnudas de buenas a primeras, no vas a ningún lado. Exhibicionismo es hoy sinónimo de talento.

Radu Lupu se ha fundido como los intermezzi de Brahms, con sutil discrección, inadvertido, anónimo como un iceberg. Quizás ya no divisemos su efigie al horizonte, pero la hondura de sus nueve partes restantes seguirá a flote, ojalá, durante muchos años.

Se va un tiempo, se nos escurre casi sin percatarnos, en el que el arte verdadero tenía más de inhibición que de exhibición.

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