Doce Notas

Nelson Goerner, Rumon Gamba y las segundas de Brahms

notas al reverso  Nelson Goerner, Rumon Gamba y las segundas de Brahms

De todos es sabido que las segundas partes entrañan riesgos. El pavor a decepcionar está ahí. Mala prensa tienen igualmente los que van con segundas, el intervalo de segunda, la segundas oportunidades o los segundones. Quedar segundo a menudo equivale a perder. No lo creyeron así los programadores de la Adda Sinfónica de Alicante, que aunaron el pasado 29 de abril el Segundo concierto para piano y la Segunda Sinfonía, de Brahms en una misma tarde con el pianista argentino Nelson Goerner como principal reclamo. Casualidad o no, Goerner eligió asimismo el segundo de los Seis Intermezzi op. 118 del mentado compositor a modo de propina y línea divisoria entre la primera y la segunda parte.

Presidía la espléndida sala del auditori alicantino, en calidad de batuta invitada, el director británico Rumon Gamba. Los tópicos identitarios se inventaron para ser desmentidos y en el siglo XXI agotan su ya de por sí diezmada credibilidad. ¿Habrase visto antes un británico tan temperamental y pasional, rozando lo quijotesco por momentos, y un argentino tan austero e imperturbable? La compostura argentina y el arrebato británico fueron quiénes aderezaron la segunda partitura concertante para piano del compositor hamburgués.

El primer movimiento del Concierto para piano nº2 en Si bemol mayor fue quizás el menos lucido de los cuatro. Sospecho que tal circuntancia se debiera al ímpetu, un tanto desbocado, que imprimió Gamba a la joven orquesta levantina. Tras la aurora inicial de la trompa (de justicia es destacar las incursiones de la solista Gloria Hijosa) Goerner se acopló a la partitura con aplomo, pero conforme la obra ganaba en sonoridad, el solista se vio por momentos intimidado ante la arrolladora fuerza de la orquesta, y optó por la discreción. Ciertamente el equilibro de fuerzas en un coloso como el que nos ocupa no debe resultar tarea fácil.

A partir del segundo tiempo, transitamos ya por el Allegro appassionato, la química solista- director-orquesta empezó a dar frutos y Goerner se sintió más en su elemento. Emergió el Brahms monumental y exhuberante. El solista y los jóvenes de la orquesta se escucharon, departieron y se potenciaron mútuamente. Gamba, desinhibición pura, dirigía marcando fraseos largos en los compases más líricos y sintiendo cada poro de este allegro appassionato, que hizo justicia, en toda su literalidad, a la acotación del tempo. Al piano, el argentino, ahora si metido en la vorágine, pero sin renunciar a su aproximación más introspectiva, ganaba en intención y la pieza cobraba en emotividad. Una emotividad que ya no abandonaría hasta el cuarto movimiento.

En el andante, tercer y, cabe recordar, penúltimo lance, Goerner fue el auténtico guía y protagonista espiritual. Soberbio, aportó una nota de sosiego y reposo, dejando que la música macerará pausadamente sin sobresaltos. Bello pasaje para la contemplación, capitalizado por el cortejo que protagonizan violonchelo y piano, clausurado con ese pausado acorde desmigado, remiendo del que escuchamos nada más iniciarse la obra. Un acorde final, que se abre como un río ante el mar. Vino a decirnos Goerner que la obra claudica en el tercer movimiento. Calla, muere, se cierra el ciclo. El cuarto movimiento es, por tanto, todo él, una coda, una guirnalda, una redención.

Allegretto grazioso lleva por inidicación este apéndice. Tras esa lánguida y larga despedida, llega uno de los pasajes más vitales, cuando menos más luminosos, de toda la producción del romántico germano. Esos diez minutos finales parecen concentrar toda la luz de la primavera como si osaran rivalizar con una marina de Sorolla. Tiene esta coda final algo de redención, de infancia, de veranos eternos y, ante todo, asoma en ella el recuerdo de los seres queridos. Si en el andante anterior Brahms nos lleva casi al llanto de pura conmoción, aquí consigue casi el mismo efecto por la emoción desbordada del recuerdo. Lloros que nos remiten a la fragilidad mundana. Y este recordar, volver el corazón a dar, sostiene el etimólogo, acaso, ¿no será el recuerdo la única forma de inmortalidad que el mortal puede experienciar en vida ajena?

Canto al optimismo con un director entregado y un pianista regodeándose en esas cabriolas ebrias de vitalidad. Nada más terminar la obra, uno siente rebosar la cavidad pulmonar, difícil determinar si exhuberante de aire o luz. Un baño de fotosíntesis, una bocanada de brisa, una inmersión en Sorolla.

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Desalojado ya el piano del proscenio, Rumon Gamba retornó para dirigir otra segunda de Brahms: la Segunda Sinfonía n.2 en Re Mayor. Minutaje muy futbolístico, también el de esta segunda obra rondando los 45 minutos. A pesar de algún desajuste del viento metal en el primer movimiento, el director británico dirigió sin escatimar energías y con oficio otra partitura mayúscula. Apelando a la juventud de la orquesta alicantina logró llevar a buen puerto esta reválida de su primera incursión sinfónia. Como alguno recordará la primera de Brahms fue apodada en su día con el comprometedor apelativo de décima sinfonía, de Beethoven. La undécima, de Beethoven, o Segunda de Brahms si se prefiere, tampoco desmereció en lo que a autorías se refiere.

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