Doce Notas

Silencio se ruega, Gergiev vela a Chaikovski

notas al reverso  Silencio se ruega, Gergiev vela a Chaikovski

No eran aún las 22 h. del pasado viernes 22 de enero cuando el silencio se apoderó de la Sala Gran de l’Auditori barcelonés. Quince, veinte segundos, no lo sabría decir con exactitud. Nadie se atrevía a profanar aquel mutis colectivo, dudando si procedía o no. Nos limitábamos a auscultar el resuello de nuestro respirar en la caja acústica de la mascarilla. Fue entonces cuando una pareja esbozó un atisbo de aplauso, al que se le sumaron unos pocos más, para al poco romper la ovación cerrada en unánime unísono. Solo en ese momento Valery Gergiev se dio la vuelta y nos mostró un semblante compungido, al borde del llanto. Emocionado como todos los presentes. No era para menos, será difícil que quien escribe escuche de nuevo la Sexta Sinfonía, de Chaikovski con la autenticidad y excelencia sonora que Gergiev y la Orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo (su segunda casa tras casi 45 años de colaboración mutua) prodigaron en el segundo concierto de Ibercámara en 2021.

Una sinfonía que empequeñeció, por injusto que parezca, la soberbia primera parte del tándem Volodin-Gergiev. Pianista y director hicieron en el primer ecuador su guerra particular, eso sí, legando pasajes inmemorables del segundo de los cuatro conciertos para piano de Sergei Rachmaninov. Pero como decíamos, el recuerdo indeleble de esta velada, lo copará por completo una única partitura -del primer al último compás-, la última, la Sexta, la Patética, la Funesta, de Chaikovski.

No parece casual que el director se personara de riguroso negro, larga bufanda de luto a juego. Bastaba echar un vistazo al programa para rememorar que el tramo final de la composición y su primera audición fueron tristemente premonitorios. El compositor fallecía nueve días después de estrenar él mismo su última sinfonía.

Sinfonía programática

Retirado el piano del escenario, el director tuvo su atrio a su entera disposición, lúgubre en la vestimenta y en el inicio de la composición. Valery Gergiev agarró al auditorio en esos primeros lamentos y ya no lo soltó hasta el final de la obra, tres cuartos de hora después. Un lapso de tiempo en el que todos los allí congregados guardamos la disciplina de burbuja porque experiencias musicales en directo, como la que referimos, constituyen una de las sensaciones más parecidas a rozar la ingravidez.

Por mucho que a continuación la despiece por partes, fue una sinfonía de un plumazo, unitaria y perseverante. Una “sinfonía programática”, en palabras del propio compositor, con constantes cambios de carácter, ritmo y talante. Sin cesuras ni costuras, como si toda la música fuera fruto de una única y larga inspiración; de una agotadora exhalación.

Adagio-Allegro non troppo. Nada bueno presagia una obra que se abre camino por intercesión del fagot, por mucho que a ese introspectivo y tímido esbozo sinfónico le sucedan tres allegros concatenados. Gergiev enseguida nos sumió en la reflexión y el público en breve era todo oídos. El primer movimiento va ganando en dinámica y su alternancia de tempos y animosidades desdibuja la forma sonata. En el segundo ecuador y, tras unos minutos de sosiego extasiado, la obra se encoleriza súbitamente hasta desembocar en un electrizante scherzo dramático, que el director caucasiano condujo con una precisión endiablada. Camuflado entre tétricas y funestas irrupciones, reconocemos de nuevo el primer tema, que para entonces ha perdido cualquier atisbo de indolencia. La reexposición del placentero segundo tema no saldrá indemne del remolino. Escala descendente sosegada e impasible en si. ¡En si mayor! Una modulación a modo mayor que puede llevar a engaño.

Allegro con grazia. Liviano, desenfadado, lírico. Gergiev, prolijo en agitar la mano, mímica de trinos que solo él imagina o escucha, bascula febril la palma como si quisiera determinar la vibración precisa de cada sonido. Se entiende que prescinda de la batuta. Su fraseo es el de una mano en permanente epilepsia expresiva.

Allegro molto vivace. Y llegamos al más fonogénico tiempo sinfónico del genio ruso. Este marcial scherzo encubierto en el que Gergiev cortó la respiración a los que tenía al frente y a sus espaldas. Algo prodigioso sonó en las alturas de l’Auditori en su desenlace final cuando los metales empezaron a replicarse y a interrumpirse, un efecto estereofónico insólito. Cada retorno al obstinado aire marcial, eje vertebrador del movimiento, superaba en intensidad, en coherencia, en convicción rítmica a su inmediato predecesor. Sin olvidar impasses más desenfadados, guiños al Chaikovski de los ballets, con sus piccoli y pizzicati.

Adagio lamentoso. Listo como el hambre, Gergiev enlazó, por aparentemente inconexos que se antojen, penúltimo y último movimiento, casi sin pestañear, ahogando la más mínima tentación de dejarse llevar por un aplauso impulsivo a destiempo. Aplauso, que habría echado por tierra toda la arquitectura levantada.

Si tuviera que ilustrar la desolación, antepondría a cualquier imagen los compases iniciales del cuarto movimiento de la Sinfonía Patética de Chaikovski. Tras los dos movimientos centrales en modo mayor el oyente se choca de bruces con esas cuerdas inánimes, la transcripción exacta de un desaliento, de un desengaño, de un resignado sinsabor. Y de ahí hasta al final la Patética se va ensombreciendo cada vez más para afianzar esa tonalidad menor y desembocar en la tónica, en ese si natural que cierra una sinfonía, un ciclo, toda una vida.

El si se había diluido ya, imperaba el silencio. Gergiev inmóvil, los maestros del Mariinski expectantes, el público petrificado. Tiempo atrás se invertían a veces el orden del tercer y cuarto movimiento por un obvio efectismo final. Si la interpretación hubiera terminado con el tercero habría sido casi imposible contener el aplauso precipitado. Si se cumple la última voluntad sinfónica del compositor, como fue el caso, es casi obligatorio reprimirlo. Ni que sea por unos segundos. 

Montaña rusa

Circunscribir Rachmaninov al piano no deja de ser un reduccionismo recurrente. El catálogo de la música orquestal y vocal del compositor eslavo no es precisamente escaso. Eso parece reivindicar la versión del Segundo concierto para piano que planteó Gergiev: lucimiento pianístico claro, pero lucimiento orquestal, también. Como si asistiéramos a un duelo entre solista y director, quienes parecían susurrarse. “Que sepas que voy a reivindicar al Rachmaninov pianista, estimado Valery”. “Te advierto, querido Alexei, que no pienso acallar la orquesta”. Y la Orquesta del Mariinski peterburgués, de gira con su mentor, quería hacerse ver y sobre todo sonar. Y así lo hizo.

Volodin es un pianista sincero y mayúsculo, sin la aureola mística o mediática de otros compatriotas, pero quien le haya escuchado sabe bien que sus interpretaciones son tan impolutas y personales como la de otros nombres más en candelero. Ese escalonado crescendo, que nos conduce al inicio del archiconocido tema basta para adscribirse a su pianismo: exquisita dinámica en ese primer pasaje. Tras este ascenso al panteón, se desatan las hostilidades y el pianista sabe que, con la salvedad dos o tres altos, le aguardan 40 minutos de contienda ininterrumpida. Es como si fuera una salida en falso, una salida neutralizada en argot ciclista. Nada más entrar la orquesta ya no vale mirar atrás.

El primer movimiento, fiel al Rachmaninov de siempre: intenso, expresivo, arrebatado. Eso sí, se echó en falta una mayor comunión solista-orquesta. No por ello menos bello, sí por ello distinto. Cada uno por su cuenta. El fraseo que impregnó Gergiev a la orquesta era por momentos tan entregado que Volodin se las veía para resaltar entre sus paisanos ejecutantes su solvente virtuosismo.

En el contemplativo y elegíaco adagio posterior orquesta y piano hablaban ya el mismo idioma. Aquí Volodin nos obsequió con una lectura impoluta, en cuyos compases de salida Gergiev y pianista sincronizaron un progresivo diminuendo sublime, consiguiendo rebajar la inflamación en deliciosa concordia. Del arrebato al reposo en un placentero y ralentizado abrir y cerrar de ojos.

Y tras este bajón de pulsaciones, vuelta a la carga. Fuegos artificiales. Solista y Mariinski a toda mecha deseosos de encarar el abismo final. Y es que en los conciertos de Rachmaninov, ya se sabe, ahora tocas el cielo, ahora te precipitas al vacío. Una montaña rusa.

El pianista peterburgués concedió una hermosa propina de atrevidas armonías, que servidor no acertó a reconocer, en la que una vez más mostró su bello timbre. Cualidad tanto más perceptible cuanto más se despoja a la melodía de ornamentos accesorios, expuesta en su desnuda esencialidad.

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Ocurre a veces, ciertamente, pero no es lo más habitual. Este sí fue el caso. El recuerdo auditivo más poderoso que uno se lleva de la visita a l’Auditori, permítanme la paradoja fácil, fue un silencio.

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