Doce Notas

Un viaje a través de la palabra y el canto

cdsdvds  Un viaje a través de la palabra y el cantoPara ello, recorren de manera cronológica un total de diecinueve obras que abarcan desde un Falla en plena formación hasta un músico maduro capaz de sintetizar en su obra la influencia simbolista y de crear un folklore identitario. Este disco define de manera muy clara una evolución en el recorrido de Falla hacia la síntesis y la concreción.

El disco se inicia con Preludios (1900), sobre un poema de Antonio Trueba. En él, una madre y su hija reflexionan sobre el amor, “el poema más grande que hay en el mundo”. Falla traduce los sentimientos desplegados a lo largo de unos versos que entremezclan la inocencia con la reflexión sensata de la experiencia, meditaciones -estas últimas- que portan profundas connotaciones espirituales. Huyendo de todo alarde de virtuosismo, la interpretación de Lucía Castelló y Alejandro Zabala presenta una obra serena, manifiesta un entendimiento entre los intérpretes junto a una intensa compenetración, así como una clara dicción y un hondo sentimiento. En definitiva, ésta es una pieza que preludia un disco marcado por un continuo diálogo musical y un equilibrio entre los intérpretes que participan en él.

Bécquer se convierte en fuente de inspiración para Rima LII (1900) y ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos (1900). La primera de estas dos obras presenta un movimiento intenso que refleja las turbulencias interiores de la naturaleza agreste que radica en el interior de cada ser humano. Se caracteriza por un profundo desasosiego, una agitación interior permanente y un grito continuado. Olas, ráfagas y nubes son imploradas a lo largo de los versos en la búsqueda del olvido y de la calma, tranquilidad que tan sólo se logra al finalizar la plegaria, tras un grito arrebatador que anticipa la confesión. La tensión y la angustia son transmitidas en la vehemente expresión melódica, mientras que el piano, intentando sostener esta desazón, se ve finalmente arrastrado por ella. Esa calma final tan buscada y ansiada se alcanza, precisamente, en los últimos y poéticos compases a manos de Zabala. Por otro lado, para su creación ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos (1900), Falla toma un fragmento de la Rima LXXIII del poeta. En él, la reflexión sobre la muerte ocupa un papel central. Descripciones del velatorio, de la luctuosa mirada y del frío que rodea la escena entran en contraposición con la vida que continúa; un contraste entre la luz y la oscuridad que, en cierta medida, deja entrever inclinaciones simbolistas que claramente terminarían por calar en el compositor. El dolor de la pérdida y la reflexión sobre el alma se traslucen en la interpretación de esta composición falliana, en donde el giro jondo inicial cobra especial relevancia; un diseño que articula una pieza en la que se subraya la significación de la palabra, y se busca un equilibrio entre la intensidad de la obra y una expresión contenida pero vibrante.

Frente a las obras mencionadas hasta ahora, Tus ojillos negros (1902-1903), como bien señala Elena Torres, gustó más al público por su “aire casticista” [1], a pesar de que “la treintena de ejemplares vendidos entre octubre de 1903 y enero de 1905 tampoco hacían augurar al músico un futuro muy prometedor”[2]. Esta canción basada en un poema de Cristóbal de Castro dibuja sentimientos encontrados y transmitidos a través de unos ojos negros, de unas ventanas al alma. Siempre es difícil compaginar la necesaria libertad melódica del cantante con la estructura rítmica de la obra. El resultado, en esta ocasión, queda algo trabado, faltando cierta fluidez en el continuo diálogo entre los intérpretes.

Aunque pudiera parecer que el valor inédito de Canción de niñas (1908) otorga todavía más mérito a este trabajo, la realidad es que -más allá de su interés musicológico y personal- la pieza no define al Falla de esta época. Posiblemente creada a partir de un encargo de la que fuese su primera profesora de piano, Eloísa Galluzo, esta partitura -como señala Antonio Gallego- habría estado destinada “a una celebración escolar del cumpleaños de la “Madre”, la Superiora del colegio de niñas de la congregación de las Hermanas Carmelitas de la Caridad, en Cádiz”[3]. Destaca en esta breve canción el perfume a chanson, en una pieza cuya composición, por otro lado, no es extraña, teniendo en cuenta el ambiente en el que el gaditano se movió en París, y en un momento en el que la creación de mélodies estaba a la orden del día, siendo éstas muy demandadas, tanto a nivel concertístico como educativo. En este registro expresivo, los intérpretes parecen mostrarse especialmente cómodos.

Asentado en París desde 1907, Falla comenzó a pulir su lenguaje bajo las indicaciones de Paul Dukas y la influencia artística de Claude Debussy. Entre las obras de esta etapa, destacan sus Trois mélodies (1909), donde recurre a la poesía de Théophile Gautier. Con un influjo impresionista derivado del ambiente que respiró durante estos años de formación franceses, fue su gran amigo Joaquín Turina el que siempre destacó el carácter “puramente francés” de las dos primeras -“Les colombes”, “tranquila y suave”, y “Chinoiserie”, “graciosa y llena de sprit”-, mientras que de “Séguidille”, la tercera, confesaría -con la gracia que le caracterizaba- cómo Gautier había querido “pintar [en ella] una manola que en los toros juzga a los toreros “tout en fumant de cigarettes””. Lo cierto es que esta última pieza causó gran admiración en Debussy, lo que llevó a Falla a dedicársela a Emma Bardac, esposa del maestro francés. Aunque la dicción entendemos que podría mejorarse, destacamos el fluir de la primera y el recitativo de la segunda, haciendo mención especial a la “Séguidille”. Es en ella donde los intérpretes consiguen extraer más acertadamente la personalidad propia del número, una seguidilla que nos retrotrae al alma hispana con sus ritmos y guiños característicos, y que se presenta sin los habituales automatismos interpretativos.

El carácter popular se despliega en Seguidillas murcianas (1914), en donde el balance sonoro es difícil de preservar; una obra en la que el piano se muestra con una personalidad incisiva mientras que la melodía insiste en su mensaje “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. El folklore alcanza su cumbre en las Siete canciones populares españolas (1914), piezas que entran en relación con el Cancionero popular como fuente de inspiración y con las que Falla consigue crear un folklore identitario múltiple que refleja las diversas facetas del legado hispano. Cada una de ellas consigue recrear un colorido especial, con una fina y armoniosa unidad, como si de un caleidoscopio se tratara. Para afrontar esta colección, es necesario desplegar un canto con una amplia gama de recursos técnicos y expresivos. En esta empresa, la soprano sale airosa, existiendo siempre cuestiones que admitirían otra forma de entenderse como, por ejemplo, una deseable mayor variedad en las distintas acentuaciones e inflexiones en la Jota, el tempo escogido para la Nana (pues podría considerarse demasiado movido) o una contención excesiva en la expresión honda de los ayeos del Polo. Podemos hacer extensibles al pianista estos aspectos comentados en lo relativo al tempo o la variedad de articulación, puesto que ambos intérpretes muestran, eso sí, una unidad de acción interpretativa. En esta grabación se concreta una de las enseñanzas pedrellianas: en el canto popular, la melodía no es lo único importante, sino también la armonía y el ritmo.

El estallido de la Primera Guerra Mundial trajo consigo numerosos testimonios artísticos que vieron la luz. Entre ellos, la Oración de las madres que tienen a sus hijos en brazos (1914), con texto de María Martínez Sierra. Una pieza en la que el horror de la guerra y el temor a la pérdida se conjugan en una plegaria, en la que observamos un acertado equilibrio entre la libertad melódica de la cantante y el acompañamiento pianístico. La austeridad y la lucha entre el pasado y el presente llevan a Falla a componer El pan de Ronda, que sabe a verdad (1915), creación que -bien pudiera decirse- incorpora una premisa: el disfrute de los pequeños placeres que ofrece el día a día. Esta idea se combina con evocaciones del pasado y la siempre presente cadencia andaluza. El pianista consigue una muy lograda evocación de la guitarra, que es evidente en la composición de esta pieza.

Cierra esta grabación el Soneto a Córdoba de Luis de Góngora (1927), compuesto en la conmemoración del tercer centenario del fallecimiento del poeta. En él destaca no sólo la expansión que de la tonalidad y los cambios modales se perciben, sino la creación de un lenguaje perfectamente pulido, en donde la versatilidad, la superposición, la concisión y la reconciliación de estilos encuentran su lugar. Los intérpretes intentan mantener el tono elevado de esta pieza dentro de un marco evocador expresivo y elegíaco.

La grabación de Lucía Castelló y Alejando Zabala se convierte en un disco de interés, sobre todo por la presentación cronológica de la integral de la obra para voz y piano del maestro gaditano, que nos permite hacer un recorrido por la evolución de su lenguaje compositivo a través de este género.

 

[1] TORRES CLEMENTE, Elena: Biografía de Manuel de Falla, Málaga: Ed. Arguval, 2009, p. 38.

[2] Ibidem.

[3] Revista Ritmo Manuel de Falla vuelve a emocionar con una obra inédita estrenada en Madrid” [última consulta: 25/03/2019]. Palabras que Antonio Gallego leyó, provenientes de las notas al disco elaboradas por Alejandro Zabala”.

Salir de la versión móvil