Doce Notas

Acústicas seculares, sones atemporales

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Algunos solistas de hoy en día parecen ir de photo call en photo call. Hay portadas de discos que emulan la primera de ‘Elle’ o ‘Cosmopolitan’. Los grandes festivales se pliegan a la plutocracia, al nuevo elitismo, al postureo; otros más modestos como el Muzyka w starym Krakowie (Múscia en la vieja Cracovia) mantienen la dignidad sin excesivos aspavientos y con algunas alhajas entre sus programas, más discretos, pero no por ello menos interesantes. Ni grandes apps, ni grandes concesiones al marketing, ni alardes de innovación. Simplemente un cartel equilibrado de destacados músicos locales, formaciones camerísticas de relevancia y algunos solistas de primer nivel (Sokolov o Isserlis, verbigracia). Todo muy tradicional. Aquí no hay ‘prenumerata’, ni despliegue digital. Eso sí, los cilindros publicitarios del casco antiguo de Cracovia, durante unas semanas están monopolizados por la cita y sus notables intérpretes. Y así viene sucediendo desde hace 42 años.

En tiempos de Franz. El clasicismo y sus sombras. Sokolov, el coloso de hielo

Más de 65 años separan la muerte del primero, Haydn (Franz Joseph para ser más canónicos) y de su tocayo, Schubert (Franz Peter, de hecho). Con permiso de Mozart, Viena estuvo a merced de dos Franz, en ese largo (o súbito) tránsito al siglo XIX, que parecía no llegar. Tanto es así que Mozart no llegaría a conocer el año 1800, a diferencia de sus otros dos colegas. Con Haydn llegó el clasicismo vienés y con Schubert se despidió. Alfa y omega: Franz y Franz.

Clasicismo vienés lo llaman. El recital que Sokolov ofreció el pasado 15 de agosto en la apertura del MWSK, vino a desmentir ese aburguesamiento de salón, en el que puede uno encasillar a los músicos de esta época, si nos regimos por los manuales de historia de la música al uso. Una selección de Sonatas de Haydn y los cuatro impromptus póstumos de Schubert bastaron para reivindicar el cariz menos equilibrado de la Primera Escuela de Viena. El impasible Sokolov, que apenas se deja notar más allá de las teclas, logró por momentos infundir ínfulas románticas al mismísimo pater Haydn, como si el jocoso austríaco también tuviera su talón de Aquilés, su oculta fibra sensible. El de Cracovia fue un recital en el que Schubert y Haydn sonaron decimonónicos, en el sentido menos decimonónico del término.

Más breves y menos desarrolladas que las de Beethoven, las sonatas de Haydn contienen, no obstante, pasajes en los que Haydn aparenta por instantes perder el control de la nave y amenaza con dejarse llevar y largar las convenciones a tomar viento. Tres sonatas abrieron el programa de Colosov, las tres en tonalidad menor, las tres con movimientos lentos que parecían lamentos, minuetos teñidos de elegías, ¿de tímido cuestionamiento de la forma?

Sí, los ornamentos y los mordentes y las apoyaturas inundan la literatura pianística del compositor austrohúngaro, Colosov las ejecuta y distribuye con una elegancia sin par, fiel al patrón, sin el menor atisbo de insurrección o gratuita licencia. Ahora bien, en el desarrollo hay momentos de crisis, donde Haydn, compositor de talante, muestra sus breves y pasajeros purgatorios, que parecen empañar el impecable atuendo y hoja de servicio del compositor de cámara. Colosov nos descubre una faz no tan asequible del mentor de Mozart y Beethoven.

En Cracovia Sokolov exploró el pathos de los clásicos, si me permiten el contrasentido. Sin transgredir para nada el equilibrio formal, a lo largo del recital sobrevoló una especie de lema – he aquí el Sturm und Drang. Haydn, como Goethe, clásicos pero a la vez conocedores también del lado oscuro de la psique. En la Sonata nr.47 nos deleitó con un menuet, (qué minuetos tan intrigantes en los tiempos intermedios o finales, mucho menos inofensivos de lo que estamos acostumbrados) cargado con un largo crescendo, en el qué Sokolov exhibió su descomunal dinámica.

La simplicidad y el equilibrio elevados a la quintaesencia. Por si no fuera poco el mérito, Sokolov va hacia el infinito y más allá. Sokolov trasciende, de repente, partituras aparentemente simples. Resulta que esconden, cual icebergs no catalogados, infinidad de aristas, ocultas, bajo la línea de flotación. Así, este pianista, sin igual entre su generación, no toca la partitura, toca el iceberg entero, deleitándose en la elegancia de la silueta flotante y buceando luego hasta la contra cúspide, a menudo más asimétrica y enrarecida que la visible.

En la Sonata número 49 en do menor, el último minuto, apenas un atisbo de frase en la mano izquierda, basta para conferir todo el dramatismo con el que finaliza este funesto pasaje final y con él, la primera parte del concierto inaugural.

Sería excesivo, y muy impreciso sin duda, insinuar que Haydn se balancea en una especie de columpio emocional, como sí harán las generaciones posteriores. Pero esta lectura de Haydn, aquí descrita, muestra a un compositor más proclive a no camuflar sus debilidades y sus achaques, a una querencia al pathos que asoma en sus desarrollos y que el peso de la forma, sólo el peso de la forma, termina siempre frustrando y conteniendo.

El clasicismo sonó más frágil de lo que acostumbramos, elegante siempre. Ahora bien, esa larga travesía por la tonalidad menor deja secuelas. Cuarenta minutos de Haydn en modo menor, no pasan en balde. Repeticiones, estructura, simetría, pero en el sustrato, intimidades al descubierto, que Sokolov nos revela al pulir las teclas más de lo que estás parecen decir. La Viena Biedermeier tampoco era tan Biedermeier.

Los 4 impromptus póstumos de Schubert cerraban el programa de Sokolov. Canela en rama. Me limitaré a parafrasear con un titular estas cuatro joyas del Schubert tardío en la traducción del maestro ruso. Impromptu número uno, el arpegio también canta; Impromptu número 2, diseccionando la fragilidad; Impromptu número 3, Tema y variaciones, deconstrucción destructiva; Impromptu número 4, ensoñación cósmica.

El taburete alto, la línea del teclado apenas sobresale unos centímetros sobre la horizontal de la rodilla, ensillado pulcramente, aguarda el retorno del intérprete a escena. El piano ante Grigory se postra como un ser vivo. Sumiso, como si se arrodillara a su llegada, para facilitarle su doma. Si no recuerdo mal era Liszt quien afirmaba que un pianista debía conocer a su piano como un Tuareg a su caballo. En este caso son los pianos quienes conocen al pianista y se dejan acariciar, afables, confiados del buen hacer del jockey.

Quizás resulte una temeridad afirmar que en esa belleza absoluta asoman por momentos sesgos de autodestrucción, que parecen por instantes recelar del pianismo sereno de Schubert. Sokolov consigue todo lo que se propone, esto es, que la delicadeza y la calma, puedan incluso incubar brotes, visos autodestructivos. Que lo sereno y lo lóbrego, suenen a una, se hagan unísonos, hermanados. Que lo uno sea lo otro y viceversa.

El recital de propinas, habitual en Sokolov, una vez más fue de una generosidad impagable. Schubert, Rameau, una obra que el cronista no acertó a identificar, Chopin (La gota de Agua, el preludio narrado en modo cuentacuentos, fascinante lectura), Skriabin y Debussy.

Tan asceta frente al público y tan espléndido en los bises. Leo con estupor que el joven Grigori pasó de ganar el primer premio del Concurso Chaikovski de Moscú con 16 años a pasar inadvertido para el gran público occidental hasta los años 80. El bueno de Grisha disfruta ahora de la adoración que le fue inexplicablemente soliviantada en su despertar pianista. Quizás por ello, por ese largo lapso de maduración en la sombra, Sokolov suena único. Como un faro solitario en medio de la inmensidad oceánica. Vital, sin embargo, para el devenir humano, para la esperanza, para esquinar la deriva.

Steven Isserlis, domador de chelos desbocados

Si la vista no me falla, Isserlis acudió de incógnito al concierto de Sokolov dos tardes antes de actuar él mismo en la misma Sala Filarmónica de Cracovia, acompañado por la excepcional pianista Ya-Fei Chuang. Interesante programa con un repertorio que abarcaba dos siglos de literatura para chelo (Bach, Schumann, Martinu). El plato fuerte, desobedecía sensu estrictu al guión de partida. Efectivamente la célebre Sonata de César Frank fue concebida inicialmente para violín y piano, aunque su transcripción para chelo goza de buena salud entre los chelistas de nuestros días.

Steven Isserlis dio rienda suelta a toda la musicalidad contenida (primero) y desbordada (a la postre) de esta ‘rara avis’. Isserlis, por momentos, llega a bailar con su instrumento, se abalanzaba sobre él para extraer hasta el último poro sonoro del barniz. Su fraseo de un trazo, determinado, poseído, obliga a tomar aire en cada bienaventurada respiración y no concede la menor tregua a la pianista acompañante. Casi un milagro que Fei Chuang pudiera seguir al chelista británico, liberado de cualquier atadura al pentagrama original.

Más allá de la Filharmonia Krakowska, recinto reservado para las grandes ocasiones, el Muzyka w starym Krakowie se extiende por toda la geografía vetusta de la ciudad del Vístula, reivindicando el patrimonio de la ciudad y regenerando su acústica olvidada con conciertos, a menudo poco convencionales. Desde el subsuelo de las minas de Sal de Wieliczka hasta el último armónico desperdigado, allá en lo alto, de algunas bóvedas góticas.

Guitarra clásica en la sinagoga vieja

El guitarrista polaco Piotr Przedbora inició su recital en el barrio judío de Kazimierz (28 de agosto) con una transcripción de una transcripción, a saber, uno de los conciertos de violín de Antonio Vivaldi que Bach arreglara para teclado y que, en esta ocasión, nos volvían remedado para las seis cuerdas. Przedbora hizo gala de una gran sensibilidad, especialmente a la hora de abordar compositores posteriores como Ferran Sor o Mertz. Una técnica depurada y una gran sensibilidad en los pasajes reposados. Por todo ello hubiera sido deseable que el intérprete prescindiera del amplificador, porque falta no le hacía.

La cuerda tañida resultó ser también protagonista al día siguiente en la iglesia luterana de San Martín, un pequeño templo a poco menos de 200 metros del castillo Wawel. La tiorba de Axel Wolf y el archilaúd de Joel Frederiksen se encargaron de resucitar el amor cortés de los Kapsberger, Carissimi, Frescobaldi y compañía.

No faltaron tampoco agrupaciones de lo más peculiares como los checos del Collegium Marianum (26 de agosto en aposentos franciscanos), que nos con deleitaron con un programa más interesante en lo dramatúrgico que en lo musical (todo hay que decirlo). Bajo el epígrafe de ‘Batalla Naval’ esta agrupación conformada por Petra Matejova (fortepiano), Vojtech Semerad (violín y viola), Bartosz Kokosza (cello) y Jana Semerádova (flautas y percusión) compiló varias obras musicales centroeuropeas, cuyo hilo conductor era la rememoración o incluso recreación de alguna campaña bélica en alta mar. Pudimos escuchar así el Grand combat naval de Trafalgar et mort de Nelson de Jan Krtitel Vanhal, el Combat Naval de Jan Ladislav Dusik o la Sailor’s Song de Haydn. Así pues en el siglo XVIII, a falta de breaking news, ni prisas por la primicia, las hazañas bélicas llegaban con algunas semanas o meses de retraso, eso sí, revestidas de una pompa y un acompañamiento musical incidental muy ocurrente.

La 42ª edición del festival Muzyka w starym Krakowie finalizó con un programa monográfico dedicado a Krzysztof Penderecki, a cargo de la Orkiestra Akademii Beethovenowskiej, cuyo 85º aniversario no escatima en fastos y homenajes. Una efeméride, la del venerable y venerado compositor polaco, tan sólo eclipsada por los actos conmemorativos del centenario de la independencia de Polonia, que culminarán el próximo 11 de noviembre.

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