Doce Notas

Reflexiones sobre los tribunales de Cátedras de Conservatorio

Voy a hacer algunas reflexiones sobre este proceso no para justificar que me hayan suspendido sino porque todo el proceso me ha parecido la expresión de la complejidad humana y de la complejidad de juzgar las cuestiones artísticas. Espero que, si siguen las reflexiones, les parezca, como amantes de la música y de lo humano, de interés.

Estas oposiciones a Cátedras no han sido para miembros de algún cuerpo de menor rango en un proceso de ascenso, como lo han sido siempre en el cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria o en los cuerpos de profesores de Universidad, y esto ha hecho de este proceso algo un poco extraño en todo su devenir. Hasta ahora había sido requisito indispensable llevar, al menos, ocho años de profesor en la misma especialidad pero del Cuerpo de Profesores de Música de Conservatorios Elementales y Medios. Pero este año ha pasado algo internamente en el Ministerio con acuerdo de las Consejerías, que ha propiciado que las reglas de juego cambiaran por completo. Este año no se pedía antigüedad y se pedía, sin embargo el Doctorado o un Máster habilitante para hacer el doctorado. Esto ha supuesto que algunos profesores que llevaban años dando clases en los Conservatorios Superiores no pudieran presentarse y que otros que estaban fuera de este sistema educativo (como es mi caso, que soy Profesor Titular de Universidad) pudiéramos de pronto presentarnos. Hay que decir que los profesores de conservatorios superiores fueron avisados tres años atrás de que llegaría el momento en el que les pedirían un Máster o un Doctorado, y hay que reconocer, igualmente, que los que estábamos fuera del sistema educativo de esos conservatorios nos pilló de improviso dos meses y medio antes de la fecha real de los exámenes la noticia de que podíamos presentarnos.

Estas plazas se denominan Cátedras por una vieja ley que establece que todos los profesores de los Conservatorios Superiores tienen que ser Catedráticos. Como, por supuesto, no ha habido apenas catedráticos ni oposiciones, esos Conservatorios Superiores se han estado nutriendo de profesorado en Comisión de Servicio desde otros puestos docentes de menor nivel o, incluso, desde listas de interinos. De esta manera, un joven en paro podía pasar de ser un parado a “ocupar” plaza de Catedrático con una sola llamada. Pero no voy a hurgar más en esta herida.

Continúo: ¿qué implica este cambio de sistema de oposiciones? En principio, lo que parece es que los Conservatorios Superiores comienzan a dar pasos efectivos para que su equiparación con las Universidades sea, cada día, una realidad más patente. Y los felicito por eso. A partir de ahora, contarán con Doctores que puedan crear Máster y dirigir tesis y hacer sus propios doctores. Esto es esencial.

Con el fin de ser objetivos, la Administración ha traído en mi tribunal a tres Catedráticos de Conservatorio de fuera de nuestra comunidad autónoma, especialistas en Dirección de Orquesta, más un Catedrático de Conservatorio de Clarinete (¡?) y un Catedrático de Instituto de Música pero con el título de Dirección de Coro. Estos cinco hombres, como otros tantos en la veintena de especialidades que se han examinado, son parte central de la reflexión de este ensayo. Y lo son como lo deberían de ser para cualquiera que viva en un sistema social en el que quiere creer en sus instituciones. No son jueces: los jueces han sido formados exhaustivamente para ser objetivos y han trabajado el proceso de toma de decisiones justas durante muchísimo tiempo. Los profesores de Conservatorio no han recibido formación alguna para intentar ser “justos”, aunque han puesto calificaciones durante años pero nunca a futuros catedráticos. La pregunta que me angustiaba durante todo el proceso de oposiciones ha sido: ¿Qué habrá en la cabeza de esos cinco señores? ¿Qué esperarán ellos de estos opositores? En mi tribunal en concreto, nos presentamos 19 opositores y había sólo tres plazas. Mi pregunta, por tanto, se deslizaba hacia la pregunta: ¿Qué puedo hacer para estar entre esos tres-de-diecinueve?

Conozco a músicos y a profesores de música desde que nací (mi madre fue Soprano y también ocupó plaza de Catedrática de Canto), pero eso no me asegura saber qué piensan. En general, creo que adolecen del problema de cualquier profesión con requerimientos de alta especialización: son ignorantes de todo lo que no sea Música (algunos de ellos ignorantes de todo lo que no sea su propio instrumento: “Yo no soy músico, soy pianista”, le he escuchado decir alguna vez a uno de estos catedráticos. “A mí no me preguntes por ópera o música coral, sólo sé de Piano y conciertos para piano”…). Pero en este caso, mi respeto por estos cinco hombres se elevaba: siendo músicos, habían alimentado su hambre de conocimiento llegando a realizar un doctorado en algo que, específicamente, no tenía por qué ser de su especialidad, y ahora, años después, se veían recompensados con el reconocimiento de su doctorado siendo nombrados tribunales de oposición. ¿Qué tiene, pues, en la cabeza, un Catedrático de Música que es Doctor? Pues, de resultas de todo este proceso, creo que puedo decir que no tienen en su cabeza la apertura de miras que yo creo que debe tener un Doctor Universitario miembro de un Conservatorio Superior. Y lo voy a argumentar con los datos de mi oposición. Una de las partes del examen fue el análisis de una partitura. Era el primer movimiento de la 8ª Sinfonía, de Dvorak. Nos dieron la partitura de una treinta páginas y sin mediar audición alguna, nos dejaron en una aula con piano dos horas para redactar por escrito el análisis. Ni que decir tiene que sólo para oír ese movimiento habríamos necesitado los diez minutos que dura, pero sin oírla, para tocarla al piano (reduciéndola de su amplia orquestación a sólo dos pentagramas) necesitábamos, por lo menos veinte minutos, y con una sola audición no se puede analizar nada. Téngase en cuenta que la Sinfonía en cuestión no es conocida y la memoria no la guardaba para ayudar en ese análisis. Había que utilizar por lo menos treinta o treinta y cinco minutos en tocarla e, inmediatamente, ponerse a escribir. ¿Cómo planteé mi examen? ¿Debía plantearlo como un alumno de la asignatura Análisis de un Conservatorio Superior yo, que pasé como alumno por un conservatorio hace treinta años, o como un Doctor Universitario de 54 años que fue profesor de varios conservatorios superiores y Director de Orquesta con centenares de conciertos a mis espaldas y discos y vídeos grabados que están en el mercado con sus referencias en revistas profesionales? Opté por ser serio, elevado, universitario, crítico. ¡¿Qué esperaban, un corderito, un alumno pero de 54 años, un empollón que analiza los acordes uno por uno con su función armónica o un director de orquesta, un intérprete con capacidad analítica y crítica?! Dije que esa pieza en concreto, ese movimiento, era defectuoso, atropellado, encontrado en su desarrollo, y lo analicé, pero no como un estudiante, sino como un experto en Estética y en Historia y en Interpretación y en alma de intérprete. ¿Lo valoraron?: no. Pensé que buscaban a alguien con miras de Doctor, de investigador, algo por lo que les había puesto la Administración ahí. “Elegid a las tres mentes más preclaras de esos veinte. Elegid a los que vayan a tener impulso para hacer de los Conservatorios Superiores Facultades Universitarias de Música de donde salgan mentes abiertas que saquen a la Música Clásica de su pozo de incomprensión y conservadurismo”, pensé que les había querido decir la Administración poniéndolos en esa responsabilidad. ¿Lo hicieron? Yo creo que no. Y tengo más argumentos que aportar de mi propio examen.

Tuvimos que dirigir una orquesta sinfónica profesional que la propia Consejería contrató para las pruebas. Había diez grandes sinfonías para dirigir, una de las piezas tocaba por sorteo, y me correspondió dirigir el primer movimiento de la 3ª Sinfonía de J. Brahms. Me alegré porque la he trabajado mucho, amo esa obra y uno de mis CDs en el mercado la incluye. Cualquiera que haya grabado un disco o imagine el trabajo de grabar un disco sabe que lo que se graba es conocido por el intérprete al dedillo, tanto que su conocimiento llega a ser obsesivo. Justamente no grabé esta obra por capricho o por placer, la grabé porque, como dejé por escrito en la información interior del CD, tenía algo que aportar, algo que decir al mundo de la música sinfónica, y eso que tenía que decir tenía que ver, precisamente, con ese primer movimiento de la Sinfonía que me tocó dirigir. Esa obra, además, la acababa de volver a trabajar en el Curso de Dirección de Orquesta que imparto en mi Universidad y la había analizado con los alumnos. Pero mi aportación era algo, llamémosle, revolucionaria. El movimiento está señalado por el autor como Allegro con brio y, para más inri, especifica a cada instrumento de cuerda que debe empezar tocándose Apassionadamente. Pues bien, si oyen decenas de versiones que se pueden encontrar actualmente en Spotify oirán que el tempo con el que comienza ni es Allegro ni tiene el más mínimo brio. Es, muy por el contrario, pastoso y lento. ¿Por qué? No he sido capaz de entenderlo en los muchos años de vida en los que he amado esa obra. Me sentaba de adolescente en la sala de conciertos ante la orquesta, leía el programa de mano, esperaba un Allegro con brio y me encontraba algo pesado y renqueante. ¿Qué implicaba para mí en la práctica ese Allegro con brio?: dirigirlo al doble de la velocidad habitual. Al doble. Y así lo hice y se puede escuchar en mi grabación en Spotify. Pero ¿cómo se lo tomaría el tribunal y la propia orquesta? A efectos de la calificación me importaba más lo que pensara el tribunal, claro. ¿Estarían dispuestos a admitir un cambio en “la tradición”? Porque “la tradición” es la única justificación que se me ocurre para que versión tras versión se siga haciendo ese Allegro con brio tan lento. Ya me había ocurrido una vez en Madrid. Me presenté a unas pruebas para plazas de profesor de Orquesta y me tocó analizar la Obertura de la Flauta Mágica de Mozart. Cuando vi la obra que me había tocado analizar, me alegré mucho porque sólo unas semanas antes había tenido que dar una conferencia en el Teatro de la Maestranza de Sevilla justamente sobre la Obertura de la Flauta Mágica, de Mozart. Imaginen cómo la llevaba preparada. Pero en esa obertura también hay una tradición incomprensible: Tradicionalmente, los primeros 15 compases de la obertura de la Flauta Mágica de Mozart han sido interpretados en un pulso de corchea, la partitura establece que la velocidad ha de ser la de Adagio, pero –y aquí es donde aparece el núcleo del problema– el compás que propone Mozart es el compás de compasillo binario (esto es, una C partida por una barra vertical). Sin embargo, el pulso al que se marca “tradicionalmente” es el de corchea, o sea, en vez de marcarlo a dos lo marcan en ocho (¡no es el doble, es el cuádruple de lento!).

La tradición musical se toma otra libertad en estos primeros compases: aplica el valor de corchea a las semicorcheas en anacrusa de cada parte fuerte de los compases 2 y 3. Y, lo que es aún más arbitrario, convierte el tresillo de fusas de los violines primeros del compás 3 en tresillo de semicorchea. Robando, obviamente, en cada caso, esa parte de tiempo a los silencios precedentes.

En fin, la tradición me parecía errónea y así lo planteé en la conferencia y así empecé a plantearlo en aquel tribunal de Madrid, aunque con mucho cuidado. Me planteé lo mismo que con este tribunal de Cátedras: ¿Quiénes son estas personas?, ¿qué tienen en su cabeza? Y por eso, comencé despacio: “Existe”, dije, “cierta controversia sobre cómo hay que marcar este comienzo de la Flauta Mágica…” e inmediatamente el presidente del tribunal, el muy conocido en Madrid profesor Portela, me interrumpió para espetarme “¡¿Controversia…?! ¡No hay ninguna controversia! ¡Sólo hay una manera de dirigir esta obertura, la que marca la tradición…!”. Y yo pensé inmediatamente: “Un talibán… Estoy ante un integrista, un talibán de ‘la verdad en el Arte’” y cambié sobre la marcha todo mi discurso de la conferencia, dije lo que querían oír y, por supuesto, aprobé.

Esta vez, en el tribunal de Cátedras, no tuve la oportunidad de intuir qué pensaban, pero por si podía obtener alguna pista, comencé dirigiéndome a la orquesta y les dije: “Querría ver cómo tienen memorizado el tempo de la obra, cómo la han tocado otras veces porque quiero proponerles algo. Por eso, vamos a empezar a tocarla y luego les cuento”. Marqué la entrada y, por supuesto, la tocaron lenta y pastosa. Después de unos ocho o diez compases, detuve el ensayo y les expliqué a ellos (y al tribunal, por supuesto) que siendo Allegro con brío y comenzando la cuerda con la expresión Apassionato y con los acordes Fa, La y Fa, que hacen referencia a la notación internacional F-A-F, iniciales de la frase “Frei aber froh”, que significa “Libre pero feliz”, no podíamos llevar un pulso tan lento y pesado y que lo que les iba a pedir les resultaría complicado de hacer y que, posiblemente, en los escasos 15 minutos de ensayo que nos daban a cada opositor no iba a salir, pero quería que lo intentáramos. Pues lo intentamos y hay que reconocer que no salió, la orquesta pareció no aceptar el cambio en la tradición, y minaron con sus descuadres mi propuesta.

La pregunta que yo me había estado haciendo antes de intentar este auténtico Allegro con brio era: ¿Intento destacarme de entre el resto de los opositores aportando esta propuesta novedosa de interpretación o me comporto -como hice en el examen de Madrid- como un corderito y hago un examen convencional? La respuesta estratégica era: para ser uno de los 3 de 19 opositores o me la juego o quedo a un albur indeterminado de criterios estándar sobre los que no tendré ningún control. Y me la jugué: llegué ante la orquesta filarmónica y les dije que quería oír su sonido natural, la forma en la que tocaban habitualmente (indudablemente, era contradictorio, porque si yo marcaba lento tocarían lento, aunque si marcaba ligero no creo que fueron mucho más rápidos si yo no se lo había explicado antes). Les expliqué que tenía algo que proponerles pero que antes quería intentar ver cuál era la versión que tenían más interiorizada. Comenzamos y, como era de esperar, tocaron el Allegro con brio de manera lenta y pesante. Después de unos cuantos compases, paré y entonces expliqué lo que quería: quería el doble de velocidad. El doble. Lo hicimos y a la orquesta no le salió e, imagino, que di una mala imagen. Suspendí ese examen también.

Ese tribunal, desde mi punto de vista, pues, no tenía el nivel de apertura que yo le pediría a un profesor examinador de profesores universitarios, su visión fue pacata, corta, cerrada.

Tuvimos que examinarnos de orquestación (una prueba totalmente obsoleta, ya que ningún profesor hace ya arreglos para sus agrupaciones, ¡los encuentra en Internet!) y lo hicimos. La cuestión no era tan complicada: transcribir una pequeña pieza de Debussy escrita originalmente para piano a orquesta clásica. Mientras lo hacía, mientras escondía entre sus líneas bellos dibujos tímbricos, me preguntaba ¿qué sabrá de orquestación un clarinetista y un profesor de instituto que estudió Dirección Coral?; ¿qué sabrán de orquestar estos dos y los otros tres directores (más de bandas que de orquesta) que analizarán nuestros exámenes? ¿Comprenderán que estoy repartiendo la melodía entre diversos instrumentos a una media de compás o compás y medio para crear colores como hacían los impresionistas o se perderán en la lectura? ¿Serán capaces de ver melodías graves repartidas entre los violonchelos y el fagot (que está cuatro líneas por encima) y el contrabajo (que está de nuevo abajo del todo)? Mi fe en ellos y en que “vieran” lo que había transcrito fue escasísima. También me suspendieron en esa prueba.

Pero los justifiqué y los justificó. ¿Qué hacen los humanos para elegir a otro humano?: encargarle a un grupo de humanos que elijan a otro humano. ¿Son los miembros de un tribunal ángeles perfectos con una conciencia absoluta de la verdad de las cosas?: No. Entonces, ¿qué puedo pedirles?

Imagino a los legisladores, a ese cuerpo de técnicos del Estado del Grupo A, intentando inventarse un sistema para elegir al mejor en algo y planificando la convocatoria de las oposiciones… En la primera parte había varias pruebas de un estricto anonimato: había que poner un número previamente dado y no un nombre o algún elemento diferenciador; y después de cerrar el sobre con mucho misterio y la firma de varios testigos, se abría y se sacaba el examen del alumno y éste se los leía en voz alta. ¡¿Para qué ese anonimato si luego te lo leen y lo juzgas ante su cara?! E, ítem más, la segunda fase de exámenes era toda cara a cara con el tribunal. ¿Qué valores puede requerir cada uno de los miembros de un tribunal de un candidato?

En el examen de mi mujer, que se presentó a las oposiciones de Canto, el tribunal lo formaban tres guitarristas, una arpista y una cantante, porque examinaban también a los candidatos de Guitarra y de Arpa. ¿Creen realmente que la opinión de la profesora de Canto no valió más que la de los otros cuatro? ¿No creen que la profesora de Arpa no exigió que su voz contara más en la elección de la próxima catedrática de Arpa? ¿No creen que la profesora de Canto no exigió que su voz contara más en la elección de la próxima catedrática de Canto? ¿No creen que en ambos casos los guitarristas usarían entre ellos expresiones del tipo “Bueno…, claro, vuestra opinión está mucho más formada que la nuestra para dar esta plaza… Lo que digáis vosotras…”. ¡Pero pedazo de tarugo!, digo yo, ¿no te ha puesto la Administración en igualdad de condiciones para que decidas en este caso? ¿Por qué te revelas contra el legislador y la administración y delegas tus competencias en UNA SOLA persona cuando ¡os han puesto a cinco!? ¿Y saben por qué los perdono?: porque entiendo la Condición Humana. Llegas a un tribunal a finales de junio, con un calor muy desagradable y te juntan con cuatro extraños más y empiezas a poner en marcha estas pruebas y te pasas horas con esos otros miembros del tribunal y os quedáis hasta las tantas corrigiendo y os vais junto a comer y charláis sobre lo mal que está la educación y la institución y cuando llevas dos semanas una de ellas dice: “Bueno… A mí me gustaría que mi opinión tuviera algo más de peso en la decisión sobre esta plaza…” y los demás, los -ahora- tus nuevos amigos de fatigas te dicen sonriendo: “¡Pues claro!, ¡lo que tú digas…!” y en ese momento, todo el trabajo que había hecho el legislador, el técnico que elaboró la convocatoria y todos sus asesores, se va por el desagüe tubería abajo. Claro, el legislador, el técnico y sus asesores, son licenciados en Derecho u opositores de cuerpos de la Administración que tienen la cabeza tan cuadrada como un juez y que se creen que por el hecho de ponerlo en un papel, por el hecho de establecer cuánta puntuación tienen que dar en cada uno de los apartados (lo que en Educación solemos llamar la “rúbrica”), por el hecho de dejarlo todo muy cerrado, un miembro de un tribunal, alguien que ha pasado su vida tocando la guitarra, yendo a conciertos, disfrutando con el Arte, va a tener la cabeza tan cuadriculada como para aceptar esos estrictos criterios de evaluación en vez de decir “Qué mona esta chica…” o “Es muy joven para ser catedrática…” o “Este hombre tan mayor lo que está buscando es una buena jubilación…”.

En el caso de mi mujer pasaron sólo dos candidatas a la segunda fase, habiendo justamente dos plazas para repartir y ¿saben lo que hizo el tribunal o la Catedrática de Canto?: tras oír las defensas de la programación y las Unidades Didácticas, dejaron las dos plazas desiertas. ¿Realmente quisieron eso los tres guitarristas y la arpista…?

No existe mecanismo prefecto si en esos mecanismos ha de intervenir la mano humana. Y yo los perdono. Alguna vez esos desmanes nos habrán sido favorables… Espero.

Los opositores suspensos, tras los exámenes, se sienten siempre indignados y yo no soy capaz de concebir semejante emoción; me siento, como mucho, triste. Triste de la pobreza intelectual de los examinadores, con el agravante de que esos son los que eligen a sus sucesores: mediocridad llamando a mediocridad… Y la deja instalada por décadas. (Pero los examinadores no tienen “culpa” de su mediocridad, son hijos de una época, de una economía, de una cultura -culturilla-…).

Pareciera que la sociedad quisiera a los mejores como profesores de sus hijos pero el hecho que es no se dejan los canales abiertos para una libre competencia (y lo respeto), se le da trabajo a alguien y se le deja “ahí” por treinta o treinta y cinco años, desmotivado y desincentivado, mantenido, si acaso, por el discurso vacío de la vocación docente o el bien de la juventud o de una generación o del país… Y he dicho que lo respeto porque entiendo que también tiene derecho la gente a convertirse en mediocre o desanimada y, aún así, llevar una vida digna y conseguir una jubilación. Todo lo humano es de tal complejidad…

José Carlos Carmona Sarmiento

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