Una grata sorpresa ha sido la inclusión de la Sonata española (1908). Durante muchos años esta obra permaneció escondida en el baúl de los recuerdos. Marcada por el encuentro con Albéniz, autocensurada por un juicio excesivamente crítico del autor (quien llegó a calificarla como “una completa equivocación”), fue definitivamente apartada de su catálogo. Lo cierto es que Turina comenzó con ella un camino que no abandonaría desde su op. 2 en adelante: las referencias a Andalucía y, por extensión, a su Sevilla natal. De hecho, su intención fue hacerla andaluza, lo que se percibe en la inclusión de soleares en el primero de los tiempos, la guajira tomada de un guitarrista para el segundo de los movimientos y, como Final, un zapateado que aparece acompañado de una sevillana popular (sevillana sobre la que debatió largo y tendido con Falla). Los intérpretes de esta grabación saben extraer la personalidad propia de cada uno de estos “aires”, muy diferentes entre ellos, y que remiten a personalidades distintas del alma hispana. La música de Turina requiere un compromiso entre la claridad rítmica y un sentido contrastante del movimiento; equilibrio que, en este CD, se resuelve de una forma efectiva.
Como decimos, Turina pasearía a Sevilla por todos los rincones del mundo. Leal a su paisaje, así como al de Sanlúcar de Barrameda, el sevillano presenta un lenguaje libre y elaborado en El Poema de una Sanluqueña op. 28 (1923). Se ha querido ver en esta pieza una clara intención descriptivista, sin embargo, se trata de una lograda evocación, con ecos de la guitarra y de copla andaluza, una expresión acertada y virtuosística, y un final que evidencia claras alusiones temáticas a movimientos anteriores envueltas en ecos de campanas (rasgo cíclico heredado de la Schola, aunque no de su “amado César Franck” -como figura en el libreto-, pues Turina fue muy crítico con el referente de esta institución). En demasiadas ocasiones escuchamos creaciones como ésta -evocadoras de paisajes más emotivos que reales-, expresadas desde la alusión fácil a los posibles símbolos musicales que en ellas podemos encontrar. Es de agradecer que en esta grabación no se abuse de esos automatismos interpretativos y que la música suene siempre desde el plano de la estilización compositiva. No se trata de hacer escuchar guitarras o campanas situadas en lugares físicos concretos, sino de transportar al oyente al mundo imaginativo al que remite esta música.
Como bien afirmaba su primer biógrafo Federico Sopeña, este poema se situaría estéticamente entre su Sonata para violín nº 1 op. 51 (1929) y su Sonata para violín nº 2 (sonata española) op. 82 (1934). La primera de ellas, una pieza de madurez que se ciñe a lo estrictamente necesario, es un ejercicio de síntesis por mostrar lo verdaderamente indispensable. Este op. 51 efectúa guiños a sus obras, como la autocita de La oración del torero en su primer tiempo, despliega ecos vocales en su segundo movimiento, y desarrolla un rondó a modo de pasodoble y con elementos que nos retrotraen a los ya utilizados en los movimientos anteriores. La segunda de ellas, su op. 82, denominada “Sonata española” y confundida en ocasiones con la de 1908, recoge un tema con variaciones en donde se percibe cierta indefinición tonal. El elemento español es subrayado en su segundo movimiento, y su final fusiona ritmos de danza y elementos de la copla. En estas dos composiciones, la complicidad de los intérpretes -constante en todo el disco- alcanza su máxima sintonía. Podemos escuchar con claridad el diálogo continuo de los dos instrumentos contribuyendo al conjunto final, sin que por ello renuncien a la necesaria libertad de cada parte. Este difícil encuentro sonoro, propio siempre de la música de cámara, se ve empañado en algunas ocasiones en esta grabación por una ecualización del registro de los instrumentos que destaca al violín con respecto al piano ligeramente por encima de lo deseable. No es una característica exclusiva de este trabajo, sino una tendencia observable en muchos de los registros actuales de dúos con piano.
Las Variaciones clásicas op. 72 (1932), compuestas en el mismo año del fallecimiento de su hija María, presentan como tema un lamento. Es especialmente difícil que el violín, al expresar la profunda intensidad de este plañido musical, no desconecte de la estructura rítmica y armónica que le aporta el piano. La pieza se trata de una composición un tanto académica, que nos retrotrae a sus enseñanzas en la Schola a través de la identificación del tema en todas sus variaciones y en donde los ritmos de danza aparecidos en obras anteriores permean nuevamente: una guajira, una seguidilla, un ritmo de tango y un zapateado configuran esta creación. Diez años después de esta composición, en 1942, Turina, ya un músico reconocido y con una larga trayectoria, compone Las Musas de Andalucía op. 93. Con una estructura formal alejada de aquel op. 1, el sevillano presenta una forma más relajada por medio de esta colección de piezas, de miniaturas. Cada una de las composiciones responde a las musas citadas por Hesíodo en su Teogonía, siendo “Euterpe” la escogida en esta grabación y la asociada a la Música. La visión que Turina nos ofrece de ella está llena de gracia y color; elementos que quedan especialmente bien plasmados en la grabación. Cierra el disco Homenaje a Navarra op. 102 (1945), una pieza “sobre diseños Sarasate”.
El trabajo que los sevillanos Macarena Martínez y Juan Escalera nos presentan, vuelve a poner sobre la palestra el valor de la obra turiniana, incluso más allá de la que se circunscribe a su etapa de madurez. Este “diario musical” se convierte en todo un homenaje, al que se suma el violín de Antonio Stradivarius de 1690 (cesión de la Maison Vatelot-Rampal de París) y el patrocinio de la Fundación Unicaja. En suma, este disco ocupa un espacio necesario en la recreación de la mejor música de cámara española y por ello podemos considerarlo como una acertada contribución al enriquecimiento del actual panorama discográfico.
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