Creo que los llaman spinners… Desde hace años causan furor fuera y dentro de las aulas. Hélice de tres aspas, rotor de bolsillo, dron miniatura que orbita en torno al índice o el pulgar. A la usanza de como rebobinábamos, allá en los ochenta (ayudados del inmortal bic cristal), las cintas de cassette. Hasta el más rápido del oeste invertía un par de clases para culminar el reward manual, digital, anular para ser aún más precisos. Sí, en aquellos tiempos la humanidad todavía era razonablemente sostenible, aunque para entonces no se había acuñada el dichoso término. Y tanta revolución y devoción rotora tenía por todo objeto el ahorro en pilas alcalinas. De hecho, todos sabemos que el ser humano es tanto menos sostenible, cuanto más aboga por la sostenibilidad. El planeta está entregado a la histeria – léase hipsteria- ecofriendly, eso sí muchos de sus adeptos son incapaces de salir a la calle sin un cargador de móvil portátil (cargado). Algunos preferirían dejar en casa algún órgano vital antes que su interfaz. La sostenibilidad del siglo XXI salta efectivamente a la vista.
El bic cristal y la cinta basf de cromo con sus dos ruedecillas dentadas. Parecían predestinados el uno al otro, habrase visto engranaje más perfecto. Si los cedés fueran rebobinables, algunas clases de EGB habrían degenerado en talleres danzantes de platos chinos. Destellos por doquier. El determinismo tecnológico para alivio de los profesores no es matemática pura.
Del ‘bic’ al bit
El día que descubrí la tecla roja de la mini cadena, al estigma REC me refiero, no daba crédito a lo que veía, escuchaba más bien. Me pareció estar frente a un fenómeno paranormal. No era un bulo, en efecto, podías grabar ya no otras cintas de los amigos, sino hits de la radio en directo y, puestos en faena, tu propia voz. ¿Cómo algo tan misterioso y proscrito podía estar tan al alcance de la mano, del dedo (el índice siempre tan egocéntrico)? Desde ese día yo y otros miles, millones, nos convertimos en piratas de las ondas. Siempre tenía una TDK, BASF o SANYO impoluta de 90 minutos en la recámara. Uno nunca sabía en qué momento podía asaltarte, arrebatarte una música inesperada. Oído avizor, cual paciente cazador, orientaba mis radares auditivos al altavoz por si de improviso sonaba una melodía conocida, ya escuchada pero hasta al momento no catalogada, no etiquetada diríamos hoy. El objetivo, por así decirlo, era apresarla y conservarla en formol para siempre, en el formol de un formato ya descatalogado. Esos ‘trofeos de caza’ permanecen, en el mejor de los casos, apilados el desván de casa o en el doble fondo de una repisa desguarnecida o demasiado guarnecida para ser vista. Otras fueron profanadas, malheridas por el walkman. Recuerdo aún ese cordoncillo kilométrico, desgreñado ovillo revoloteando por el patio desierto, cual estepicursor errante por el despoblado poblado del Oeste.
Para muchos de nosotros, sin antecedentes penales digitales entonces, constituiría nuestra primera incursión en el pirateo, en el pirateo en ondas no jurisdiccionales. Ese deporte tan nuestro (para honra o deshonra patria) y en cuyo limbo se incubó el victimismo fundamentalista de los derechos reservados, la dictadura del copyright, en definitiva, el sancta sanctorum de la autoría.
El resto de la historia ya la conocen. Infancia en formato VHS, juventud plagada de caras B y, para cuando llegamos a la mayoría de edad, muchos ya se habían pasado al CD. Aunque para muchos no dejó de ser un lapso pasajero (pedían pista ya el mp3, el spoty, los itunes…). Pese a todo el CD, disco sonante, tiene algo de generacional. Quienes tengan mi edad quizás sabrán a lo que me refiero. Uno, que es viejo prematuro de cuna o adolescente de cocción lenta, como prefiera el lector, sí perseveró en el CD. Contra pronóstico el disco irisado, el platillito especular disuasor de palomas ya ha superado sus bodas de plata. Para los tiempos que corren no es poca cosa.
Es cierto que el uso del CD se ha reinventado, algunos lo utilizan a modo de espejo y otros para emitir señales de luz a sus enemigos del balcón de enfrente. En las cada vez más desangeladas secciones de música (tiendas apenas quedan) uno tiene la extraña sensación de cometer una equivocación cada vez que adquiere un platillo sonante (ovni podríamos llamarlo) por la forma en que te escruta el propio vendedor. Hasta el comprador de LP está socialmente mejor considerado que el paria del metacrilato cuadrado.
Los formatos son efímeros. A veces uno no sabe si lo que anhelamos es la forma o el fondo. Yo diría más, cuesta diferenciar cada vez más a qué llamamos continente y a qué contenido. Ante este dilema los comportamientos incongruentes están a la orden del día. O quizás no, quizás simplemente seamos paradójicamente idólatras de lo efímero, en contra de lo presumible.
Uno tiene la extraña sensación de asistir a la lenta, paulatina pero (aparentemente) imparable liquidación del formato CD. El arco iris del disco compacto al trasluz empieza a palidecer. Ese destello disuasorio para muchos hoy, tuvo en mi caso un efecto inverso. Un haz que convertía los unos y ceros del código binario en notas musicales, las luces en alta fidelidad. La fidelidad al CD en nuestros días se me antoja residual, seriamente amenazada.
Fantasía para un gentil hombre, Narciso Yepes a la guitarra. El primer cedé que compré, me compraron de hecho, de una de las series económicas de la Deutsche Gramophon (las de fondo blanco enmarcadas en un ribete azul). Antojo, más o menos atípico para un niño de 11 años. Hacia finales de los 80 o principios de los 90 en la avenida principal de Andorra la Vella, en una tienda especializada en música y sonido. Me pregunto si aún existirá. Y de existir, si aún tendrá expositores con cedés a la venta.
En ese viaje mi padre adquirió un lector de cedé JVC exquisito, que lleva sonando en el comedor de casa ininterrumpidamente, y sin rechistar, desde hace más de un cuarto de siglo. El susodicho lector de cedé salvó el arancel aduanero gracias a la supuesta candidez de mi hermano y yo, que, compinchados (de ahí lo de supuesta) utilizamos nuestros anoraks para cubrirnos las piernas y de paso la caja del flamante regalo de reyes familiar. ‘¿Algo qué declarar?’ Mi padre salió del R11, creo recordar, y abrió el maletero. ‘Todo en orden, puede continuar’. Hasta la fecha es mi pobre aportación al estraperlo, que tanta fama dio a los mallorquines décadas atrás. Durante años Andorra fue el mediamarkt de España. Ahora encargamos Ipads en el Sudeste Asiático, o nos plantamos un buen día en Shangai. Por entonces la electrónica puntera, a precio competitivo, se adquiría en el País dels Pirineus.
Si, lo confieso soy de los que aún le doy al play, a una tecla física, a un interruptor, y no a una pantalla táctil. Me alegra que el lector de casa siga funcionando casi 25 años después y que los cedés de esa época, en contra de la extendida leyenda urbana difamatoria, sigan sonando a las mil maravillas.
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