Doce Notas

A diestra y siniestra de la calle Krakowska

notas al reverso  A diestra y siniestra de la calle KrakowskaPuede resultar inverosímil o redundante que una de las calles del casco antiguo de Cracovia (Kraków) lleve por nombre, precisamente, calle Cracovia (ulica Krakowska). Por otro lado, nada de excepcional, si Madrid tiene su Calle de Madrid, Londres su London Bridge y otras tautologías varias pueblan la cartografía urbana. Y es que todo nombre dado (nomen est omen) tiene su razón de ser, o la tuvo en su momento.

La mentada Krakowska divide Kazimierz (el antiguo barrio judío convertido hoy al noctambulismo), de un retirado, anónimo y calmo espolón católico, con apenas media docena de neones. Extramuros y lindante con el Vístula, el espolón está a salvo del intenso trasiego turístico por alguna razón que uno no acierta a entender.

Del mismo modo, Starowiślna (Stara Wisła, vieja Vístula), una de las avenidas principales del centro, dividía siglos atrás Kazimierz del antiguo cauce fluvial. El callejero, bien sabemos, es un tratado vivo de geología, esto es de geografía, en permanente actualización. En los chaflanes sedimentan las huellas dactilares de los protagonistas de la historia, de los infortunios señalados, de acontecimientos capitales.

Wawel y la catedral de Cracovia

Si estudiamos con cierto detalle el casco antiguo de Cracovia distinguimos al sur un apéndice escamoteado, retranqueado al barrio judío. Se enquista entre el castillo real de Wawel y el primer recodo del Wisła cuando vira a la altura de Podgórze. Lo conforman seis manzanas paralelas, cuyas calles nacen en Krakowska y mueren en la orilla del río. En esta parcela, delimitada antaño por la Tora y el Wisła, se concentran, en apenas pocos metros cuadrados algunas de las iglesias y claustros más interesantes de la ciudad, a menudo fuera del radio de acción de los turistas al uso. Empezando por el claustro de los Bernardinos para finalizar en el recodo mismo del río con la Iglesia de na Skałce. A medio camino situaríamos la iglesia de Santa Catalina de Alejandría, una de las acústicas más solícitas de la ciudad para la música antigua y baluarte recurrente del festival Muzyka w starym Krakowie.

El festival de música clásica más ortodoxo de la ciudad (hoy en día muchos festivales se han hipsterizado para abrirse paso a nuevo públicos y promocionarse bajo el paraguas del crossover). El director Stanisław Galoński tutela con fe ciega en la vieja fórmula un festival, que parece mantenerse intacto en sus principios fundacionales como la piedra secular de sus escenarios, eclesiásticos en su mayoría. Con lo malo y bueno que ello conlleva, claro está.

Muzyka w starym Krakowie preconiza el otoño en Polonia, cuando España está en plena traca final canicular. En algo recuerda a los antiguos torneos de pretemporada (antes de que se pudieran de moda las insulsas giras asiáticas). En su segunda quincena Cracovia empieza a desconfiar de agosto. Las tardes se acortan. Las vidrieras del ábside, con su luz tamizada in diminuendo, parecen funcionar como verdaderos relojes estacionales. A dicha prueba me remito: se entra de día en la Iglesia y se sale de noche.

Cada acústica tiene su música, por eso el repertorio del siglo XIX en adelante no suele avenirse a las reverberaciones celestiales (a menos que el compositor tuviera en mente de antemano el enclave). De Mendelssohn en adelante la música orquestal fue concebida para salas de concierto ad hoc, lo cual vendría a confirmar la falta de idoneidad acústica catedralicia para obras de gran formato y calibre. Tanto es así que los colosos sinfónicos suelen desentonar (en lo formal y a veces en lo musical) frente al altar mayor y el barroco sacro se torna aséptico en un auditorio vanguardista.

Ivan Monighetti

Ivan Monighetti (violonchelo) 21 de agosto

El chelista suizo preside el proscenio de la Iglesia de los Bernardinos, sentado de cara a la feligresía. A diferencia del violinista, el chelista comparte con el oyente su postura sedente, lo cual parece acortar distancias entre uno y otros. Y, no obstante, absorto, como no puede ser de otra manera (las suites BWV 1007, 1008 y 1011 conforman el programa), Monighetti desgrana bajo precepto monástico (y arrojo romántico) los pertinentes: Prélude, Allemande, Courante, Sarabande, Menuett I, Menuett II y la Giga final.

Las acústicas eclesiásticas pueden ser traicioneras. Ahora bien, cuando se trata de recitales o recoletos cónclaves camerísticos la bóveda apuntada o semiesférica puede ser el mejor aliado del intérprete si la sabe escuchar. El timbre de Monighetti invade todas las estancias de la basílica. No se me ocurre otro instrumento, a excepción del órgano, que puede colmar de sonido una iglesia como las cuatro cuerdas del violonchelo. Concebido éste, como ningún otro quizás, a escala humana, a la medida del hombre también en el sentido corpóreo de la palabra. En eso dejaba vagar uno sus pensamientos, cuando, por raro que parezca, el chelo de Monighetti me recordó fugazmente la sonoridad del órgano. Especialmente en esas tesituras bajas, en esos bordones, a modo de bajo continuo integrado, cuya función recuerda la del pedal.

En su ejecución, escolástico; en su fraseo, arrebatado. Por momentos nos aleja del Bach cartesiano y nos acerca a un Bach más mortal, permeable al estado de ánimo. Del abatimiento de la Zarabanda a la exultante resolución de la Giga. Precisamente es en la Zarabanda donde la música del maestro alemán adquiere síntomas de vulnerabilidad (de inmortal fragilidad). En sus escasas notas se compendian la belleza, la tristeza y la trascendencia del ser. (¿Se imagina alguien una Zarabanda en tono mayor?). Así parece entenderlo Monighetti que dejó poso sonoro en la Zarabanda de la Suite BWV 1007. A su término ningún oyente debiera permanecer frío o indiferente. A su influjo no logra uno sobreponerse del todo a pesar de la paliativa y entusiasta Giga, con la que, de costumbre, suele capitular Bach sus suites para instrumentos solistas.

Para la segunda parte el último discípulo de Rostropovich programó en solitario la Suite en do menor BW1011. De la reanudación nos quedamos con la Courante, probablemente uno de los pasajes más complejos en cuanto a escritura y desarrollo armónico de todo el ciclo. Imbuido por esa enigmática Courante, el suizo ya no bajó la guardia hasta la finalización, encadenando las subsiguientes Zarabanda, Gavotas y Giga de un trazo en una atmósfera de absoluta entrega auditiva.

En el fraseo desliza, excepcionalmente, una nota no del todo redondeada, donde la afinación vacila. La imperfección puntual en Bach es como la imperfección en un arabesco de mil formas: o pasa desapercibida, o de ser percibida, lejos de embrutecer, enriquece la obra en su conjunto, añadiendo si cabe más magia y hechizo al resultado final. La nota falsa no tiene por qué ser una voz intrusa. Antes bien una necesidad, la consecuencia lógica e inexorable, de una interpretación honesta y entregada.

Jordi Savall i Dimitri Psonis.

25 de agosto Jordi Savall i Dimitri Psonis

Diálogo de las almas, lleva por título la acotación programática del concierto que el omnipresente Savall y el percusionista Dimitri Psonis protagonizaron a pocos metros de la calle Krakowska, en una de las iglesias más mágicas de la vieja capital. Savall se mueve por la Iglesia de Swięto Katarzyna como por la Colegiata de Cardona. No hay año que no falte a su cita cracoviense, invitado por uno u otro festival.

Aunque no parece que Savall sea de los que realiza concesiones a la improvisación, la dupla con el percusionista, laudista, cimbalista (y otros menesteres sonoros) Dimitri Psonis por momentos desprendía la magia de una jam session oriental. Ni una sola palabra intercambiaron los dos maestros en la hora larga de concierto y no obstante la química de ambos fluyó desde el Alba, el son bereber de partida, hasta el Saltarello. Con él concluiría este viaje por el tiempo y por el Mediterráneo, en la acepción más amplia de este último. Un esfuerzo por relativizar las fronteras, que tomó carrerilla en la Península Ibérica y los Balcanes, rebasó Bizancio, atravesó Turquía y Armenia, se adentró en Persia para plantarse, finalmente, en su fijación por ese Este, que nunca se agota, frente a las mismísimas montañas de Afganistán (las que milenios atrás vislumbraran las tropas de Alejandro Magno).

Uno de los elementos de este proto repertorio, que tanto seduce al violista catalán es la disolución del concepto autoría. Cuanto más nos alojamos en el tiempo más se desdibuja la obsesión de la firma, hasta el punto de resultarnos ridículos los royalties y los derechos de autor en la época moderna. Dejó constancia de ello en la propina con la que ambos intérpretes despidieron al público de Cracovia. Una misma melodía, que viajó siglos atrás de punta a punta del Mediterráneo y que marroquís, griegos, judíos y turcos se atribuyen cada uno a sí mismos, a su tradición. Así pues, a menudo la realidad desenmascara la autoría como concepto unitario, diáfano e irrefutable, tan asumidos en nuestra modernidad nominalista.

Doble viaje en el tiempo y en el punto cardinal Este, ese que tanto seduce en nuestros días y que su antagonista, Occidente, redescubre año tras año. La caja de resonancia de las reliquias de Savall (viola de arco, rebec y rebab, en esta ocasión) acumulan casi (o sin casi) el milenio de antigüedad. Estas tres raras avis de la familia de la cuerda parecen preservar en su caja de resonancia el quejío, el recóndito y postrer suspiro del lejano eco; de una música que en su día fue de curso legal y habitual. Como las caracolas de mar, que registran en su pabellón acústico temporales acaecidos años atrás, retienen las almas de estas proto violas el resquicio final de prolongados ecos, ecos centenarios. Temporales atemporales, músicas incoetáneas. La respuesta de un instrumento solitario ante los contrafuertes de la montaña inhóspita de Oriente Próximo o Medio, según percibamos, o no, su cercanía.

Psonis merece unas líneas aparte. Sus palmas mágicas y sus dedos chamanes convierten la membrana percusiva en un baúl de múltiples sones y combinaciones. Pero no termina en la percusión su oficio, tanto o más virtuoso se muestre templando el laúd. Exquisito, tañan lo que tañan sus dedos, membranas o intestinos. Como si la música aún conservara algo de magia real, así suena el santur (una especie de címbalo) cuando el griego sujeta esas mínimas varillas, que más que rebotar semejan flotar sobre este telar trapezoidal.

Orquesta de Cámara de la Radio de Polonia

Orquesta de Cámara de la Radio de Polonia / Anna Duczal-Mróz. 27 de agosto

De nuevo la calle Krakowska, esa que conecta Wawel con Podgorze y separa la Cracovia cristiana de la hebrea, una calle de escasa pretenciosidad y menor reclamo. Así es, el tranvía disecciona cada pocos minutos esta calle, con dos márgenes bien diferenciadas. En dirección a Podgorze si uno vira a a la derecha, se adentra por la calle Miodowa y en breve estará pisando uno de los barrios judíos más célebres de Centroeuropa. Seguimos por Miodova y, entre pub y pub, la calle nos conduce a la Sinagoga Tempel, reconvertida en sala de conciertos.

El último domingo de agosto, la sinagoga Tempel abrió sus partes para acoger el tradicional concierto gratuito de Muzyka w starym Krakowie. La Orquesta de la Radio Polaca goza de renombre desde hace décadas, su versión camerística, a juzgar por lo escuchado, no le anda a la zaga. Duczal-Mróz eligió un programa asequible para todos los públicos. Los esnobistas podrían tacharlo de demasiado digerible de Mozart-Mercadante-Dvorak. En ese afán obsesivo por escuchar siempre algo nuevo nos olvidamos del deleite que proporciona la música bien temperada, por muy clásico que se nos antoje el programa.

El Divertimento de Mozart, en su aparente simpleza, sonó exquisito porque a fin de cuentas interpretar acertadamente a Mozart se basa sobre todo en saber frasear. Y la dirección de Duczal-Mróz es puro fraseo, una apuntadora excepcional. La obra concertante de Mercadante nos descubrió un ingenioso Rondo alla Rusa, uno de esos que entran solos al oído y que, transformado en silbido, se puede escuchar al término del concierto camino del tranvía.

Como cierre y plato fuerte, el célebre Cuarteto Americano de Dvorak, en una transcripción para orquesta de cuerda firmada por la propia directora. Deliciosa de principio a fin, Duczal-Mróz la gozó y le infirió un furor y un lirismo desbordante, difícilmente alcanzable en la versión original, hasta el punto que el movimiento lento parecía encerrar en sí futuros ecos mahlerianos. Esos tempos lentos venideros, que tanto ensimisman.

Entusiasta como tantas partituras nacidas del genio checo, el Cuarteto Americano es una obra de esas que se deleita desde el primer al último compás. Y si hubo alguien que la disfrutó fue la batuta. Para poder contagiar entusiasmo, primero hay que mostrarlo ante los presentes. Ni que decir tiene que Mróz (helada en polaco) no hace honor a su linaje, su dirección es cálida y sentida. El público aplaudió calurosamente, a lo que Duczal-Mróz correspondió con sendas propinas, la última de ellas, la Danza Andaluza n.6, de Enrique Granados. Para algunos el cénit a una hora y media ininterrumpida de música tan exquisita como conocida. Dvorak y Granados ovacionados bajo arabescos y estrellas de seis puntas.

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De nuevo en la basílica de los Bernardinos. El pilar frente al que me siento, registra una cota de agua. Hacia 1813 parece ser que las aguas del Vístula, retenidas hoy a unos 300 metros del convento Bernardino, superaron con creces el metro de altura en el interior de la nave. Mucho me equivoco o en esas fechas la cercana calle Cracovia, anegada a buen seguro, permaneció unos días extraviada, extramuros, en tierra de nadie.

 

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