Doce Notas

Entre Chequia y Rusia, entre Dvorak y Chaikovski

notas al reverso  Entre Chequia y Rusia, entre Dvorak y Chaikovski

Kim Bomsori yi Paweł Kapuła © DG Art Projects

Polonia alberga dos de los certámenes musicales más prestigiosos del panorama internacional. Amén del concurso pianístico ya mencionado, el Concurso Internacional de Violín Henrik Wieniawski de Poznań constituye otro casting virtuosístico de primer nivel. El público varsoviano despidió 2016 con una de las finalistas de la pasada edición, la coreana Kim Bosori. Ni que decir tiene que entre encendidos aplausos y bravas.

Para quien todavía no se haya percatado: el futuro interpretativo lleva el sello Made in South Corea. Sin ir más lejos, el vigente ganador del Concurso Chopin, Seong-Jin Cho es paisano de Bosori. A nadie le extrañe entonces que en la platea del decano auditorio de Varsovia proliferen los ojos almendrados y las mascarillas.

Cuando uno ya no oteaba ninguna proeza reseñable al horizonte, la cadenza del Concierto para violín en Re Mayor op. 35, de Chaikovski, en la impecable y lectura de Kim Bomsori, cambió ostensiblemente el transcurrir venidero de la obra. A veces, un cambio en la parte pueda propiciar un cambio en el todo.

La Filarmónica de Varsovia había empezado algo timorata y el joven Paweł Kapuła, a la dirección, no terminaba de sentirse cómodo. El chaqué o la orquesta le venía grande. Un poco agarrotado en sus gestos. Cuando alcanzó la cadenza debió respirar hondo durante varios compases. Momento en que Bomsori, despojada de la orquesta, soltó lastre, se dejó llevar y tomó la iniciativa. Todo arrojo, convicción y profundo sentir. Todo ello sumado a la inefabilidad de su ejecución, logró enmudecer al patio de butacas. La soberbia cadenza sirvió de punto de inflexión. Músicos y director se dejaron en adelante contagiar por la enérgica versión. Tras este receso orquestal todo sonó más fluido y liviano en adelante.

El movimiento central (Canzonetta: Andante) actuó como bálsamo. Desprovisto de complejidades técnicas, máxime si lo comparamos con el vertiginoso tercer y último pasaje, ayudó a zanjar de cuajo las inseguridades iniciales del joven Kapuła. El solista consagrado acostumbra a conferir seguridad a la orquesta y al director (lo mismo sucede a la inversa). En este caso la solista novel inyectó seguridad al director novel.

Nada como un receso virtuosístico para retomar, con fuerzas renovadas, el Finale, casi pirotécnico, del tercer movimiento. La canzonetta del segundo tiempo, dócil e aparentemente indolente, camufla en ese remanso de calma la cascada final hacia la que se precipita la obra. El director, con notable pericia, redujo a la nada la transición del segundo al tercer tiempo, evidenciando que segundo y tercer movimiento constituyen a menudo una unidad, cara y reverso.

Una vez entrados en el Finale, cuesta abajo y sin frenos. Bomsori cerró los ojos y se lanzó al vacío, ajena a la red, digitando rauda por las cuatro cuerdas, pirueteando por la cuerda floja. Llegados a este punto cabe sólo encomendarse a la providencia y dejarse guiar por el trepidante fuego de artificios ideado por Chaikovski.

La obertura Romeo y Julieta del citado compositor, en los entrantes, destacó por su discurso lírico y por la nítida disección de los distintos temas que se entreveran en estos veinte minutos escasos de ensoñación, excelente sinopsis anímica del drama shakesperiano. Estamos sin duda ante un opus referencial del compositor peturgués. Labor del director es saberle sacar todo el jugo.

Hay algo de esencia rusa en esta particular introducción al drama de Verona y, vaya por delante, ni el más mínimo guiño musical itálico. Resultan a veces injustas las acusaciones de escaso amor patrio en la música de Chaikovski. Reescuchen los compases iniciales de la obertura fantasía mencionada y no me nieguen que bien podrían llevar la firma de Mussorgski o Rachmaninov.

Menos es más. Sin sonoros coros, ni arias, ni tan sólo un dueto, Chaikovski se vale (y sobra) del color orquestal para condensar el enamoramiento, la afrenta, el fatal desenlace, la marcha fúnebre y el reencuentro celestial de los adolescentes. Todo esto y mucho más encierra en sí esta breve menor (sólo en apariencia), a la que no en vano Chaikovski le dedicó 10 años de minuciosas revisiones. Tras este bello viaje sin palabras se podría afirmar, no se me enfaden los académicos, que Shakespeare no precisa ser leído para ser entendido. Para muestra un botón.

Siempre se ha dicho, lamentado incluso, que Polonia esta encajonada entre dos grandes. El mantra por antonomasia del lamento victimista polaco. No es menos cierto, desde el punto de vista eslavo cuando menos, que Polonia está entre Chequia y Rusia, entre Dvorak y Chaikovski. Al primero se dedicó la segunda parte del concierto, sonó su sinfonía número 8, cuya excelente factura quedará sepultada in secula seculorum por la novena. Excelente elección de tempo en el Adagio y muy correcta lectura de todo el conjunto.

Del programa íntegramente eslavo nos quedamos, no obstante, con el único linaje intruso, el de la joven violinista Kim Bomsori. Acreedora con toda justicia de una sonora ovación, correspondió al respetable con una excelente propina del compositor norteamericano Charles Yves, como me puedo chivar a tiempo un amable espectador.

 

 

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